John Button había estado pescando toda la mañana. El cielo raso y frenético quemaba sus sienes y acrecentaba las arrugas en su rostro. Las canas siendo blandidas por el aire, los pensamientos también. La red rota y vieja arrastraba objetos del mar: un zapato antiguo, dos latas de sopa Campbell estropeadas, la parte roída de un sombrero de paja, el cadáver de una rata marina y un sostén anaranjado de una bañista pequeña. Se enfocó en el sostén, se lograría excitar si en ese momento el objeto se convirtiera en una mojarra, pero no, la figura se concebía como un rancio y hosco pedazo de tela amarillento. Se sintió morir, la jubilación estaba cerca, la destitución había llegado y con ella la muerte.
Parecían gnomos, los hombres parecían gnomos, o pequeños diablillos en su caso; pequeños diablillos flotando sobre la arena, bajo el sol furioso. El negro de sus vestimentas resaltaba el blanco en sus rostros. ¿Demonios emergidos de dónde? Aquí todos son pobres y tristes. Tan solo el maquillaje y las botas Martens deberían haber costado una fortuna, y qué decir de los abrigos, holgados y prominentes, rozando sus tobillos, rozando las Martens. Parecían dibujos animados, pensó, orientales dibujos animados y nada más. Solo uno de ellos lograba intimidar, poseía una mirada de Demonio detrás del flequillo, parecía tener un dolor adentro, ¡y esa mirada! Una mirada de profeta, de iluminado que podría hacer volar a todos los pescados por los aires. Una mirada pujante, proterva, bellaca pero profundamente triste. Su nombre era Roberto y decía tener la cura en un mundo que aún no enfermaba.
Se le quedó mirando fijamente a los ojos de John, con esos ojos de fuego, de pez en brama, de malecón cayéndose a pedazos, de nublados cielos lloviendo, ojos de mujer doliente, ebria, ojos de Tadeys, ojos de Demonio. Roberto sacó de su abrigo un aparato ostentoso, brillaba con la luz del sol a pesar de lo negro del objeto. Era una cámara fotográfica. John aparece en la fotografía de igual manera, mirando inconmoviblemente al vampiro de la playa, al vampiro de día, en una expresión que el mismísimo Celine envidiaría. Una mirada directa, sin vacilar. Button era más grande que la cura en sí, la cura estaba en él.
A la pregunta de por qué se había dejado retratar por Roberto, Button contestó que accedió a prestar su imagen para “ayudar a estos jóvenes a abrirse paso”. Los jóvenes aparentemente conformaban una banda de rock y preparaban un nuevo disco. La banda se llamaba The Cure y el disco se titularía Standing on a Beach.
El viejo John Button protagonizaría también el video Killing an arab. Un track basado en la novela “El Extranjero” de Albert Camus. La lírica describe un tiroteo en la playa, la misma playa de Button, la misma de Meursault, la de Robert Smith, la de Camus, en la que un árabe es asesinado por el narrador, un extranjero que nunca demostraría sentimiento alguno de injusticia, arrepentimiento o lástima: “Me puedo dar vuelta /E irme /O puedo disparar el arma /Mirando fijamente al cielo /Mirando fijamente al sol /Lo que sea que elija /Significa lo mismo /Absolutamente nada”.
Button dijo que compraría un reproductor estéreo “tan solo por curiosidad, sólo para ver.” En ese LP que el viejo puso al fin en el reproductor, se contenían las recopilaciones de todos los sencillos de los diablillos maquillados, las gárgolas de arena frente al mar, los Tadeys de Lamborghini. Canciones de cuna para dormir peces por la noche y asfixiarlos de día con la red, para recordar las estrellas primeras, distinguirlas reflejadas sobre la mar, parlotear con los octópodos o recordar a la mujer ausente: “Pero si tuviera tu rostro /Podría salir de esto a salvo /Si solo estuviera seguro /Que mi cabeza en la puerta /Era solo un sueño”. Llorar a moco tendido, llorar de viejo, de ausencia. Bailar un pogo triste con la luna, con las olas del mar: “Ayer me sentí tan viejo /Sentí como si fuera a morirme /Ayer me sentí tan viejo /Eso me hizo querer llorar”. Un disco de playas inconsolables, de asesinatos, de cuerpos enterrados en la arena, de extraños, de recuerdos, recuerdos de la mujer que ya no está, pero que estuvo, del hijo que se ha marchado, que se ha ido al mar. Un disco para llorar porque sí, llorar por la vida, llorar por la muerte, llorar por la oscuridad en los corazones entristecidos, por las latas de lentejas flotando en el océano. Llorar de hambre, de arrugas, de espanto. Y aunque los chicos no lloran, hacerlo, ¡llorarlo!, e intentar reírse de eso, cubrirse el llanto con mentiras dulces, esconder las lágrimas porque los chicos no lloran, los viejos como Button no deberían llorar.