A fines de la década del ’80 se abrieron los primeros McDonald’s en Argentina. Como el país es Buenos Aires, lo hicieron por tres en la ciudad. Uno de ellos quedaba a pocas cuadras de mi casa, en la Avenida Cabildo, a metros de la calle Mendoza del barrio de Belgrano.
La gente hacía largas filas para comer una hamburguesa que ahora se llamaba cheeseburger y venía envuelta muy delicadamente, como habíamos visto tantas veces en las comedias de Hollywood sobre jóvenes que concurrían a colleges súper caros. Desde este lado de Sudamérica poco se sabía que una élite podía acceder a ellos –por cierto, no había actores afroamericanos ni hispanos, aunque siempre se colaba algún asiático, por lo general muy hábil en matemáticas–, solo que eran muy bonitos y divertidos, daba gusto estudiar en esas aulas.
El marketing había hecho efecto: en la tierra superpoblada de vacas, los argentinos pagaban por un pedazo de carne con ketchup tres veces más de lo que salía un churrasco…Se decía que los alimentos que se vendían en McDonald’s eran de lo mejor seleccionado, muy frescos, con las proteínas adecuadas para una dieta balanceada. Muchísimos jóvenes norteamericanos mientras estudiaban trabajaban en esos locales de comida rápida: era un empleo cool, nada que ver con hacerlo en un restorán.
Los empleados del McDonald’s de la avenida Cabildo parecían salidos de un casting de alguna película de la época como The Breakfast Club. Altos, flacos, de preferencia rubios o al menos de piel blanca, y que supieran inglés. Por muchos años estuvo lleno aquel local: los sábados y domingos por familias –las madres hacían un esfuerzo y olvidaban llenarse el pelo con olor a frituras; los padres resignados pagaban carísimos combos supersize–; los días de semana por los estudiantes de los colegios secundarios de la zona. Ir a McDonald’s era ver y ser visto. Fumar algún cigarrillo mentolado (que se decía eran menos nocivos que los “normales”) y llevar como parte de una clase de pertenencia zapatillas Nike o New Balance. Los adolescentes en esa época andaban con la vista baja, pero no por los celulares, sino para ver qué marca usaba la chica o el chico que deambulaba por ahí.
Esta imagen de McDonald’s es un recuerdo sin Wi-Fi. Otro mundo, otra época mucho más ingenua. Todavía me doy una vuelta por esos locales que hoy gozan de un prestigio herido. No como nada de lo que se ofrece, pero tomo su café que me gusta y es mucho más barato que los overrated Starbucks, que en el fondo son iguales que los McDonald’s, aunque con gente más flaca. Creo que son buenos lugares para escribir por la sencilla razón que no te echan apenas terminas lo que compraste. En los Estados Unidos no existe la sobremesa: te levantan rápidamente el plato vacío, pero aún caliente. Next, que pase el que sigue.
Hay algunos McDonald’s que no cierran por la noche. Aunque estén pintados de suaves colores y mantengan un diseño de líneas modernas, son lugares desangelados, no lugares para consumidores rápidos de comida denominada justamente fast–food. Pero a la noche ciertos clientes rompen ese espíritu. Entran trabajadores pobres que compran una Coca-Cola para poder sentarse y comer lo que han traído de sus casas; ancianos solitarios envueltos en batas descuidadas que pasan horas frente a una taza de café con la mirada extraviada; putas y taxiboys que sólo usan el baño; homeless con sus bolsas de supermercado a cuestas que se amontonan en un rincón en silencio y tratan de pasar una noche menos dolorosa.
Los McDonald’s se han convertido en el refugio de los marginados. En inglés –idioma tan práctico para catalogar los nuevos fenómenos sociales– se los denomina «McSleepers». Estos hombres y mujeres son clientes de hoteles sin estrellas, humildes consumidores de lo precario del capitalismo.
No deja de ser curioso que el menú más vendido en esos locales se llame “Happy Meal”.