Desde un punto de vista físico, los instrumentos musicales son objetos que al poner un cuerpo en vibración —el aire, una membrana, cuerdas o el material mismo del instrumento— producen ondas sonoras para la realización de música. Aunque acertada desde un punto de vista acústico, esta definición resulta por demás precaria para expresar el significado de los instrumentos musicales en la vida del ser humano, pues más allá de sus disposiciones físicas, los instrumentos suelen encarnar valores culturales, estando por eso estrechamente asociados a ideas, individuos y prácticas sociales. Que los instrumentos musicales expresan cultura, no asombrará a nadie. Pero sí sorprenderá a muchos la diversidad de maneras con que esto sucede.
Hasta hace pocos lustros, la organología, el estudio científico de los instrumentos musicales, estaba restringida al análisis de su desarrollo histórico, a la descripción de sus características morfológicas y acústicas y a su ordenamiento al interior de sistemas clasificatorios, cuando no a su almacenamiento para, ya separados de su entorno original, mostrarlos como piezas artísticas en museos. En los últimos años hemos visto surgir lo que Kevin Dawe, acertadamente, ha denominado “el estudio cultural de los instrumentos musicales”, una nueva concepción que incluye en las pesquisas organológicas las dinámicas sociales en las cuales los instrumentos están inmersos. Efectivamente, los instrumentos musicales jamás aparecen aislados de la vida social. Por tanto es válido afirmar que ellos, como cultura material, contienen no sólo su forma, sino también creencias, saberes tecnológicos y estéticos, pudiendo referir por consiguiente historias sobre quienes los construyen, los ejecutan y los escuchan. En un reciente estudio sobre el qyl-gobyz —un cordófono de frotación armenio de dos cuerdas—, Megan Rancier ha sugerido que los instrumentos musicales funcionan como archivos, pues a través de la reproducción de sonidos y repertorios devienen en repositorios materiales del pasado. De manera análoga, Eliot Bates ha sostenido que los instrumentos musicales no son meros artefactos de los cuales se extrae sonidos, sino productos culturales que evidencian relaciones entre humanos, entre objetos de distinta índole y entre humanos y objetos, convirtiéndose en actores al interior de una red social. Partiendo del fetichismo metodológico de Arjun Appadurai, el estudio cultural de los instrumentos musicales los observa como entidades vivientes, complementando de esta manera el estudio de los aspectos formales que investiga la organología.
Los instrumentos musicales y el mundo mítico
No sería posible un retrato de los instrumentos musicales si obviáramos su vínculo con lo sobrehumano. En efecto, como Sue Carol DeVale ha constatado, la magia y el poder que emanan de los instrumentos radican a menudo en los espíritus que los habitan. Los tambores Akan de Ghana son venerados en rituales, por ejemplo, porque albergan el espíritu del tweneboa kadua, el árbol sagrado del cual son construidos. En Java, igualmente, el enorme gong ageng del gamelan —la música cortesana por excelencia en la isla—, cobija el espíritu guardián de la orquesta que es, a su vez, el que custodia y suscita la excelencia musical de los instrumentistas locales. Por doquier se atribuye a los instrumentos el poder de comunicar con los dioses y los ancestros. El xilófono tzinza de los Bura, en Nigeria, es imprescindible para comunicarse con los parientes fallecidos, pues sin su mediación, los últimos dañarían a los mortales. En Amazonas, se estima que las maracas favorecen la comunicación entre curanderos y espíritus sanadores, mientras que en Siberia son los tambores de marco los que asisten a los chamanes cuando hablan con las ánimas. Es esta familiaridad con las deidades lo que hace que se atribuya a los tañidos de ciertos instrumentos dotes perlocutivas. En Potosí, en Bolivia, se cree que los pinkullos y las kitharras despiertan la lluvia, al igual que en algunas aldeas de Java, donde se ejecuta ciertos gamelangs para asegurar un buen riego para los sembríos de arroz. Si, como en el caso potosino, el uso de los instrumentos está regido por las épocas del año, se evita entonces tocar los de la estación seca en tiempos de lluvia a fin de no provocar sequía.
Instrumentos musicales y gendering
Veronica Doubleday ha señalado que la relación entre una divinidad y un instrumento suele inferir en sus connotaciones de género (gendering). La vina hindú es un instrumento para mujeres debido a su vínculo con Saraswati, la diosa de la bondad, quien en las representaciones graficas aparece tocando el cordófono, y en Gabón el ngombi —un arpa de cuatro cuerdas— es femenino por estar asociado a Nyingwan Mbege, la hermana del demiurgo. Las enormes flautas longitudinales de los Tucano brasileños, en cambio, son exclusivas de los hombres, pues están relacionadas a Yuruparí, el dios civilizador de los Tucano. Según la saga indígena, Yuruparí rescató las flautas que habían sido secuestradas por las mujeres, prohibiéndoles de ahí en adelante incluso la sola visión del aerófono. Las connotaciones de género de los instrumentos se expresan además a través del simbolismo sexual que contienen sus diseños, sean estos naturales o artificiales. Las trompetas de caracol strombus eran consideradas femeninas en los Andes norteños prehispánicos debido a que la apertura de la concha recordaba la forma de una vulva. Las arpas antropomorfas del Congo africano, en cambio, indican el sexo del instrumento a través de la representación de los genitales. Desde el renacimiento temprano la música de cámara distingue familias de instrumentos, al interior de las cuales se les clasifica según el tamaño: el mayor es el padre, el siguiente la madre y los restantes son los hijos. También los nombres de los instrumentos pueden determinar sin son femeninos o masculinos. La guitarra, de género gramatical femenino, es representada comúnmente como mujer en la imaginación poética occidental, y el contrabajo, como en la popular novela homónima de Patrick Süskind, es masculino. Pero las relaciones de género con un instrumento pueden alcanzar también matices de relaciones heterosexuales. Debido justamente a sus connotaciones femeninas, la guitarra, como las trompetas de caracol en tiempos preincaicos, atrae a los hombres, pues su posesión simboliza el control masculino sobre lo femenino.
Los instrumentos musicales y las relaciones de poder
El uso como representación de sumisión sexual nos recuerda que los instrumentos musicales también expresan relaciones de poder. Doubleday menciona numerosos casos de instrumentos prohibidos para mujeres. Que no suceda lo inverso, dice mucho sobre el peso del patriarcado en las prácticas musicales. Pero los instrumentos no sólo evidencian diferencias de género. En el Perú, el arpa está considerada como un instrumento indígena, propio del hombre rural, mientras que en Europa se está mayormente considerada un instrumento típico de la cultura occidental cortesana, afín a la delicadeza de una dama. Los instrumentos siempre han estado sujetos a las diferencias sociales y culturales. En la poesía juglaresca y popular de la Edad Media han quedado registradas las diferentes valoraciones sociales que tenían los instrumentos, dependiendo su contexto y su procedencia. En El libro de Alexandre y El libro de Apolonio, “sanfonías, farpas, cítolas e vigüelas” aparecen como elementos retóricos que engrandecen la talla del héroe alabado; en El Libro de Buen Amor, en cambio, el Arcipreste de Hita, vilipendia los instrumentos arábigos por considerarlos no pertinentes para las cantigas cristianas. Los mecanismos de exclusión no han disminuido desde entonces. Encuestas realizadas en Estados Unidos muestran que aún hoy en día la elección de un instrumento musical depende del capital cultural que este ofrece al ejecutante. Así, la guitarra eléctrica es codiciada por jóvenes de sectores populares, mientras que al aprendizaje de instrumentos como el oboe y el fagot se concentra en familias “cultivadas”, marcadas por un esquema de alta cultura. Es obvio que existe excepciones y, sin embargo, concluye el estudio, factores extra-musicales como roles de género y condicionamientos sociales siguen determinando en mucho la elección de un instrumento.
La biografía social de los instrumentos musicales
Bates ha escrito, con justicia, que los significados culturales de los instrumentos no son estáticos y que al transformarse desarrollan biografías. El saz turco —un cordófono de mango con trastes desplazables que acompaña la voz—, por ejemplo, mutó su significado rural, deviniendo en emblemático de la nación fundada por Atatürk. No es un caso único. Ya he referido, en otra oportunidad, cómo el charango, pasó, de ser una despreciada “guitarrilla de indios”, a convertirse en un instrumento nacional en Bolivia y Perú, llegando incluso a generar querellas diplomáticas entre ambos países. Y es que los instrumentos musicales como símbolos no son autoreferenciales, denotando frecuentemente identidades colectivas. Pero ya sabemos que estas tampoco son estáticas. Los trastornos tecnológicos y demográficos ocasionados por el capitalismo tardío, así como los avances del neocolonialismo moderno han llevado a que discursos hegemónicos occidentales se expandan por el mundo todo, reformulando tradiciones, largo tiempo incólumes. El tzinza nigeriano ha devenido en la actualidad en un instrumento altamente solicitado en los matrimonios protestantes en Nigeria y el didgeridoo australiano suelta su ronquido en las peatonales de Europa, tañido por músicos callejeros, vendedores de exotismos. Los casos similares abundan. Los discursos sobre igualdad de género también están revolucionando las relaciones entre instrumentos e instrumentistas. Si el mbira era inminentemente masculino, Stella Shiweche ha logrado quebrar el tabú que separaba a las mujeres del instrumento en Zimbabue, del mismo modo que cientos de mujeres en Bolivia y Perú reclaman su derecho a tocar el siku, otrora exclusivo de los varones. En el sistema capitalista de libre mercado los instrumentos musicales son además mercancías. Aunque sin dejar de ser productos de cultura material, se transforman a menudo en souvenirs para turistas y aficionados. Así, muchos ejemplares se construyen hoy para ser colgados en las paredes de salas burguesas del primer mundo, poniendo en entredicho su definición más elemental, aquella que los definía como herramientas para hacer música. Pero ni siquiera ese rol de adorno casero los despoja de su poder para evocar momentos social o personalmente relevantes.
Tengo la suerte de trabajar desde hace algunos años con colecciones de instrumentos musicales del mundo entero. Acaso porque conozco lo frustrante que es estar frente a un objeto carente de contexto y no poder sino explorar su forma, tengo que admitirlo, me cuesta concebirlos como un archivo, como propone Rancier. A diferencia del archivo, los instrumentos musicales no almacenan informaciones, más bien fungen como herramientas mnemotécnicas para evocar situaciones personales o colectivas. La propia Rancier ha admitido que los saberes que encierran los instrumentos musicales sólo pueden ser extraídos al observar o inquirir su relación con los individuos que los fabrican, ejecutan y escuchan. En ese sentido, me inclino más por los estudios tipo biografía como los sugeridos por Bates, pues, si de algo estoy seguro es que, más allá de sus facultades acústicas, los instrumentos musicales funcionan como una superficie sobre la cual proyectamos la imagen de lo que somos o, mejor dicho, de lo que queremos ser como individuos o colectividad. Es por todo esto que pienso que debemos estudiarlos como herramientas para la producción y reproducción de cultura y no como objetos inanimados, independientes de las vicisitudes de las sociedades en los cuales existen.