La enésima víctima mortal de la comunidad negra por culpa de la brutalidad policial en Estados Unidos sitúa a este país en el centro del debate social por la tolerancia que existe hacia estos casos en la mayor democracia del mundo, a pesar de que su presidente sea un afroamericano y haya efectuado hace unos días un llamamiento ante las cámaras de televisión para que estos sucesos no vuelvan a repetirse, pero se repiten.
Ayer ardía Baltimore, en toque de queda y tomado por la Guardia Nacional, por la muerte del afroamericano Freddie Gray mientras estaba bajo custodia policial, como antes otros agentes policiales prendieron la mecha en Nueva York matando a Eric Garner cuando era detenido, el adolescente Michel Brown era tiroteado en Ferguson y el niño de 12 años Tamir Rice perecía en Cleveland en lo que llevamos de año, unas actuaciones desmesuradas que, a juzgar por la raza de los abatidos, llevan un claro tinte racista por parte de los guardianes del orden.
En cualquier país civilizado se le exige a la policía que administre con cautela el uso de la violencia que la sociedad le legitima para su defensa. Un policía debe de ser lo suficientemente profesional como para no causar con su actuación daños irreparables a no ser que vea seriamente en peligro su propia vida, y perderla es un riesgo laboral que entra en el desarrollo de sus funciones, como le ocurre al bombero cuando tiene que apagar un incendio.
Por desgracia, y a los hechos me remito, parece reinar en EE.UU el paradigma de Harry el Sucio: los policías disparan a tipos desarmados por la espalda y a adolescentes que se meten la mano en el bolsillo del pantalón, o machacan innecesariamente a golpes a detenidos reducidos por una simple infracción de tráfico. Agentes policiales que actúan como simples matones. Que haya individuos indeseables en todas las profesiones resulta inevitable, pero lo que no es tolerable es el grado de impunidad que rodea a esos agentes de la ley que se exceden en sus atribuciones y se convierten en verdugos de ciudadanos de los que se sospecha, fundamentalmente, por el color de su piel y su grado de pobreza. Negro es sinónimo de posible delincuente.
La discriminación racial, teóricamente superada en la mayor democracia del mundo, sigue latente como se está viendo. Un tipo de piel oscura que ande por las calles de una ciudad norteamericana a determinada hora de la noche tiene cien veces más posibilidades de ser tiroteado por la policía que un wasp. El color de la piel sigue siendo un estigma ante el que responden con un automatismo racista ciertos policías norteamericanos de gatillo fácil.
Hace poco vi en una cadena privada escenas de los últimos crímenes cometidos por policías norteamericanos que fueron grabadas por ciudadanos para que no hubiera dudas de cómo actuaron esos supuestos guardianes de la ley y el orden. A una de las víctimas la asesinaban a tiros por la espalda; a otra la arrollaban con el coche patrulla y salía volando por el aire como un pelele, sin contemplaciones. Y no es Venezuela sino Estados Unidos.
No hay estadísticas fiables sobre estas muertes, porque muchas de ellas ni se denuncian y además, por la diversidad de cuerpos policiales que actúan en el país, nada menos que 18.000 agencias, sólo 800 proporcionan algún dato. En 2014 se produjeron aproximadamente mil cien víctimas mortales por disparos de la policía, y la mayoría de ellas eran de raza negra. El número de policías que ha sido condenado por brutalidad policial es insignificante y sus condenas, irrisorias.
Harry El Sucio sigue campando a sus anchas por el Far West.