—La limpieza es la profesión de los latinos —contesté, cuando me preguntaron por qué limpiaba ventanas para vivir.
Siempre pensé que los espejos, de alguna manera, estaban relacionados con las ventanas, si no eran sus hermanos ricos, al menos eran sus parientes lejanos, y si me dejaban los propietarios los limpiaba con esmero, aunque no fuera parte de mi trabajo. Les pasaba un paño húmedo y luego los secaba con papel periódico hasta dejarlos relucientes. Sin rastro de polvo o huella dactilar.
Fue justamente cuando limpiaba los espejos de la sala, cuando vi a la señora Sherwood despojarse de la bata que llevaba puesta. Vi su reflejo en el cristal y fue como si estuviera a unos centímetros de mí. Tenía una figura bonita, una figura que preservaba las proporciones de su juventud.
Posteriormente, pude comprobar que el tiempo no pasa en vano. Que la firmeza de sus carnes ya no eran las de aquellos tiempos, aquéllas épocas de juventud. Era un cuerpo de muslos flácidos.
La señora Sherwood caminó lentamente pero con pasos firmes hacía mí, metió sus brazos largos y huesudos entre mis sobacos y, apretándome contra ella, me dijo al oído que le hiciera un favor.
—Fóllame —dijo con tono de súplica, mientras me quitaba la camiseta con esos dedos que, por unos instantes, me parecieron tenazas de metal.
Tenía el cabello rubio y corto, y el rostro que sólo tienen las mujeres de clase alta. Un rostro soberbio como el caballo árabe.
Me apenó verme una cabeza más pequeño que ella. Los colombianos no nos distinguimos por ser personas altas. Estando muy cerca a ella, me sentí como un perro chihuahua a lado de un gran danés.
No entiendo por que accedí a sus demandas, quizás porque, en este país, siempre he estado obligado a obedecer. Tal vez por que mi cuerpo reaccionó a la provocación de su desnudez. A esa belleza madura, casi maternal.
Luego, me tomó de la mano y me condujo, como a un ciego al que hay que guiar, hacía el centro de la sala. Colocó una toalla sobre un sofá forrado en velvet, que sobresalía, como una reina de belleza, en ese departamento blanco de decorado minimalista.
Enfocó una cámara de video hacia la toalla y con un movimiento elegante se puso a gatas con el rostro gacho. Enseguida, abrió su sexo y me incitó a entrar a su templo.Yo había estado parado atrás de ella, esperando ese dulce mandato.
Mientras ambos forcejeábamos, buscando un ritmo, sincronizando nuestros cuerpos como nadadores olímpicos, capitaneando ese barco hacía el placer inminente, en medio de una tormenta de líquidos pegajosos y sudor. Ella habló.
—No creo que seas hombre suficiente para darme placer —dijo.
Al principio me desconcertó. No supe que responder, pensé que se dirigía a mí y me reclamaba mi hombría, después me di cuenta de que le hablaba a la cámara de video.
—Este cuerpo no es para ti —continuó diciendo—. Lo único que te queda, Phillip, es masturbarte, qué pena, cuánto lo siento.
Cuánto lo siento, Phillip, con lo bacano que es estar adentro de la señora Sherwood, pensé por un instante. Pero luego de seguir escuchando las palabras que ella iba soltando como cuchillos filudos contra el tal Philip, mi libido disminuyo.
—Imagina si fueras tú, Philip, pero no creo que puedas, eres demasiado cobarde para esto. Too bad —dijo esto último entre gemidos de gusto y gritos ahogados.
En algún momento pensé estar teniendo sexo con dos personas como si el cuerpo y la persona que le hablaba a la videograbadora fueran completamente distintas, pero repentinamente, nuestros cuerpos alcanzaron el placer y ella quedó tendida en la toalla por unos segundos como boxeador que termina una buena bronca.
Su piel blanca había enrojecido por los movimientos o la adrenalina liberada en su interior. Me miró con unos ojos verdes que se entrecerraban como quien lucha por no quedarse dormido, después se levantó y apretó un botón de la videograbadora y dijo ‘Gracias, Santiago’, con voz cansada, a lo que yo contesté con una sonrisa boba mientras pensaba en Rosa, mi enamorada.
Cuando me vestía, durante un lapso de tiempo, observé a través de las ventanas panorámicas del piso. La silueta de la catedral de Saint Paul, que destacaba entre las edificaciones antiguas del barrio. En el cielo una bandada de pájaros migraban al poniente y, en el piso, ese cuerpo que había gastado horas en sesiones de yoga, que se había alimentado con frutas y vegetales orgánicos, permanecía inerte.
Esa misma noche recibí una llamada de Jairo, quien había sabido aprovecharse de inmigrantes ilegales en mi situación, de los sueldos bajos que ofrecía a personas que no estaban en condición de rechazarlos y de la necesidad de la gente rica de tener ventanas limpias.
Había sido él quien me reclutó a su empresa. Me ofreció el trabajo de cleaner, lo dijo así, cleaner. Así, en inglés, el trabajo resultaba hasta glamoroso, y uno se imaginaba hasta con oficina y secretaria.
Jairo venía de un pueblo muy cercano al mío pero a diferencia de mí, él tenía un buen olfato para el dinero y una capacidad enorme para venderte el trabajo de limpia ventanas como un oficio sofisticado.
—Le están buscando, compadre, en que lío se ha metido usted —dijo.
Jairo podía ser un avaro, pero era un buen amigo. Él sabía mi situación. Yo le había contado cómo llegué a Londres, mucho tiempo atrás, cómo un comerciante madrileño me escondió en su camión de tomates por 200 euros. Jairo bromeaba sobre ello, decía que abriría una agencia de viajes y ofrecería ‘Madrid to London via Harwich in a tomato lorry.’
Con la misma franqueza pero con mucha más vergüenza le conté con detalle lo que había pasado con la señora Sherwood por la mañana. Él pidió que se lo contara detalle a detalle, pidió que le repitiera ciertas escenas con la excusa que su señal del móvil no estaba del todo clara.
Según Jairo, el señor Phillip Sherwood era un hombre cruel y ocupaba un altísimo cargo en la Metropolitan Police de Londres. Me advirtió que le había dado mi dirección hacía unas horas y que no me sorprendiera si me tocaban la puerta para agarrarme a golpes. Se disculpo por haberme delatado, dijo algo confuso y después que tenía que entenderlo. Que él tenía mucho que perder, que él ya estaba establecido en el sistema por varios años, en cambio yo era una piedra sin rumbo. Que siempre habría un camión de tomate al cual subirme.
—Será mejor que no me contactes por un tiempo —dijo finalmente y colgó.
Rosa siempre llegaba a casa a las nueve, después de sus clases de inglés en el instituto. Había nacido en Caldas, en la zona cafetalera, muy cerca de Risaralda. Cada vez que cierro los ojos y pienso en ella, la veo tomando batidos. No, no es que sea físico-culturista, simplemente quiere adelgazar y al parecer esos polvos blancos con olor a vainilla ayudan a quemar la grasa del cuerpo.
Esa noche, mientras ella preparaba la cena, me entró una ansiedad horrible. No sabía cómo contarle el lío en que me he había metido. Ella rallaba un pedacito de queso parmesano para acompañar los espaguetis y yo presentía que en cualquier momento se iba a rallar la mano, que la iba a ver sangrando. Cada vez que volvía a mirarla me entraba una vaga tristeza de golpe, esa misma tristeza que se tiene cuando se está a punto de destruir lo que más se quiere. El vapor de la comida había empeñado los vidrios de la ventana y la humedad en el ambiente me había producido cierto sopor.
De pronto no pude más, el secreto salió por mi boca como un vómito que ennegreció nuestra pequeña pieza. No recuerdo cómo le conté la historia o de dónde saqué el valor, sólo sé que hablé sin parar como quien se deshace de palabras que no son gratas en la boca.
Cuando la comida estuvo lista ella había perdido el apetito y dejó su plato en la mesa. Yo comí de mala gana, los espaguetis tenían un sabor distinto como a jebe, a soledad, a harina.
Llevamos viviendo casi un año juntos y es la primera vez que veo su rostro y veo a otra persona, veo su rostro y siento que no le pertenece, en todo caso, es un rostro que le pertenece a toda la humanidad entristecida.
Ya en la cama, observo pasar los minutos en el reloj despertador. Quiero dormir pero no puedo, mi cabeza no para de dar vueltas, de pronto, siento que Rosa llora en silencio pero la noche es muy fría como para obligarla a callar, tampoco tengo las palabras adecuadas para consolarla.
Al día siguiente, nos despiertan seis golpes en la puerta. Son seis, no dos ni tres. Seis es un número que detesto. Suenan como trompetas del Apocalipsis, como un anuncio siniestro.
‘Han dado conmigo’ es lo primero que pienso. Le hago unas señas a Rosa y ella las entiende de mala gana. Me levanto apresurado y me escondo en el armario que está empotrado en la pared. Desde ahí, escucho que alguien dice: ‘Dónde está Santiago?’, con una voz autoritaria y agresiva.
Rosa responde que no sabe, dice algo como ‘No ha venido a dormir, jefe’. Se filtra la radio del departamento de enfrente y casi se me hace imposible distinguir lo que están hablando, después de unos minutos, Rosa cierra la puerta. Se acerca al armario y susurra: ‘Ya puedes salir’.
Salgo sigilosamente, me acerco a la ventana y abro una rendija de la persiana. Abajo veo a dos personas, uno blanco y maduro que supongo es Mister Sherwood, y el otro es un hombre negro, bajo pero relleno. Se ha dejado una barba para compensar la ausencia de cabello. Ambos conversan, no sé si sobre mí o sobre el tiempo, parece una conversación casual, luego suben a un auto negro y parten.
Esa tarde llamo a Jairo y pregunto por trabajo.
—No tengo plata —le digo. Jairo se niega a darme trabajo.
—Tiene que desaparecer por un tiempo —me sugiere. Luego con voz más calmada dice—: Haré unas llamadas y veré como puedo salvarle el pellejo compadre. Vuelve a colgarme.
Paso toda la tarde viendo televisión con el volumen bajo y las persianas cerradas. Las imágenes pasan enfrente de mi vista, por unos momentos me pierdo y no logro captar el significado de lo que veo. Mi mente está en otra parte y no hay manera de traerla a ver la televisión.
Tomo café instantáneo de cuando en cuando para mantenerme a la temperatura correcta. Con Rosa hemos quedado en no usar la calefacción durante el día para mantener nuestra cuenta del gas al mínimo. Me enrosco una bufanda al cuello y vuelvo a sentarme en el sillón ajado.
Cuando pienso que Jairo se ha olvidado de mí, me llama. El timbre de mi móvil me suena a una sonata de Bach, aunque tenga el mismo tono desganado de todos los Nokia.
—Hay trabajo, compadre —me dice con voz alegre. Me explica que debo viajar a Liverpool, su prima administra una empresa de limpieza allá y le ha salido un contrato para limpiar las ventanas de varios condominios.
—Pasa por tu ticket de tren a las seis —me dice, esta vez se despide antes de colgar.
Aquella noche, en el tren, con rumbo a Liverpool, celebraba mi éxito. Pensaba que estaba un paso más adelante que Mister Sherwood, sin tener la menor sospecha de que lo único que estaba haciendo era escapar o, mejor dicho, alargar mi tragedia.
Al día siguiente Mister Sherwood ha vuelto a visitar mi pobre refugio.
Rosa volvió a negarme, pero esta vez entraron a la habitación y me buscaron debajo de la cama, en el armario y el baño.
—Es mejor que empieces a hablar —le dijeron con violencia.
—Santiago me ha abandonado, ha tomado su mochila y se ha largado —contestó Rosa.
—La primera respuesta es siempre una mentira —dijo el hombre negro.
Después de varios minutos de bravata, Mr Sherwood le dijo que regresaría en unos días y que esperaba encontrar una dirección con mi paradero para entonces.
Rosa me contó todo esto con voz preocupada, por momentos había silencios extraños seguidos de suspiros.
—Esto se está complicando demasiado, Santiago —dijo con voz cansada.
Yo le di instrucciones de que no abriera la puerta a nadie, pero ella respondió malhumorada. Usó palabras como ‘encarcelada’, ‘recluida en mi propio piso’ y ‘monasterio’. Al cabo de un rato habló de Jairo.
—Me ha dado doscientas mil cucas, pero con eso no me llega para el arriendo —se quejó.
Jairo siempre me pagaba en pesos colombianos, nunca en libras esterlinas. Era una mala costumbre que tenía, pero esta vez había ido más lejos pues me estaba pagando menos de lo acordado. No sé si lo hacía por guardar su silencio ante Mr. Sherwood o simplemente estaba aprovechándose de mi desgracia.
En Liverpool trabajaba doce horas diarias y dormía poco. En uno de los pisos vacíos habían dejado una bolsa de dormir y cartones doblados. Me daban dos comidas diarias. Una mujer parca era la que me traía la comida en una fiambrera de plástico envuelto en papel aluminio. Generalmente era arroz con una pieza de pollo, otras veces pasta con pesto. Por las noches me tumbaba en el suelo y me quedaba mirando el techo por horas, otras noches me masturbaba para incitar el sueño.
No recuerdo con exactitud, quizás fue un miércoles o un jueves cuando encontré dos mensajes de texto en mi móvil. Eran de Rosa. ‘Reporte desaparecido’, decía uno de ellos y el otro sólo contenía la palabra ‘Urgente’.
Esa misma noche la llame.
Rosa sonaba aterrorizada. Dijo que había vuelto a visitarla Mister Sherwood. Esta vez la había abofeteado el negro con la barba del diablo.
—Me han humillado —dijo con voz temblorosa—. Me ha amenazado con no extenderme la visa de estudiante si no te delato.
El tal Sherwood le dijo que sus contactos le harían el favor con mucho gusto. Sentí repugnancia de solo oír el nombre de Sherwood.
—Cosita seria es este Sherwood —dijo Rosa llorando. Después me reclamó. Dijo que todo era mi culpa. Que no había más remedio que regresase a Londres para afrontar el problema, que bastante daño ya le había hecho acostándome con esa mujer para también tener que soportar al marido de ésta.
—No tengas miedo —le dije. Pero pareció no escucharme.
—Para ti es fácil decir eso. Si no me envían al hospital mañana lo harán pasado mañana —añadió con voz entrecortada.
—El sábado acabo el trabajo por acá. Apenas terminé iré directo a Londres a solucionar las cosas —le prometí, pero al parecer ella no me entendió.
—No te copio —dijo y la señal desapareció. Intenté llamar varias veces pero al primer timbrado se oía un sonido raro, como a vacío.
El sábado tomé el primer tren que pude, de regreso a Londres. El aire acondicionado me hizo tiritar de frío, o quizás fuera el miedo. Frente a mí se sentó una mujer gorda. Leía literatura para chicas, del tipo de novela que está destinado a mujeres solteras, y en las que la heroína de la historia siempre termina al lado de su príncipe azul.
De cuando en cuando me miraba a través de sus lentes de montura negra y esa mirada me irritaba. Una semana trabajando solo y durmiendo en el suelo me habían convertido en un misántropo. Intenté ver el paisaje pero llovía y la ventana me devolvía la imagen de una mujer rolliza sosteniendo un libro de tapa rosada.
Lo primero que hice en Londres fue dirigirme al piso a ver a Rosa. Aún no contestaba mis llamadas y eso me tenía preocupado. Una vez en el departamento metí la llave y la puerta no abrió. Habían cambiado la cerradura. Toqué la puerta y llamé a Rosa en voz alta pero no había respuesta. Al cabo de un tiempo, apareció mi vecino.
—A tu compañera la han echado a la calle en la madrugada —me dijo. Al fondo de su sala pude notar la radio prendida y una voz monótona narraba las noticias del clima. Le pregunté a donde podría estar y me dijo que no sabría decirme mientras se encogía de hombros.
Bajé a la calle y reconocí a unos cien metros al hombre negro que acompañaba a Mister Sherwood. Venía en dirección mía, llevaba puesto un gorro azul marino y la barba le tapaba el cuello. En ese momento no se me ocurrió otra idea que parar un taxi y escapar. Para suerte mía pasaba uno en ese mismo instante. Lo paré y le di al taxista la dirección de una estación de metro. El motor se puso en marcha y el conductor prendió el taxímetro.
Segundos más tarde, miré hacia atrás. Había un auto ancho siguiéndonos, el negro iba al volante, había dos tipos más con él. Agaché mi cabeza para tratar de ocultarme pero el conductor del taxi me ordenó que me sentara adecuadamente, dijo que si no le obedecía me botaría del taxi. Tenía acento de la India, entonces noté que todo el carro olía a curry.
De pronto me vino unas arcadas y la imagen de pájaros migrando por los cielos cruzó por mi mente. Traté de sentarme correctamente mientras deseaba hundirme en ese asiento como el Titanic.
—¿A qué te dedicas? —me preguntó el taxista mientras me clavaba sus ojos negros por el retrovisor.
— A limpiar ventanas —dije.
—¿Por qué limpias ventanas?
—La limpieza es la profesión de los latinos —le contesté.
La imagen de los pájaros migratorios cruzó mi cabeza por segunda vez. Ésta vez el cielo era azul marino como el mar Pacifico. Un mar que se encontraba tan lejos de Londres, que empezaba a diluirse en mi memoria.