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El alma por el pie

Pablo Brescia

El escritor (Sábato) y sus fantasmas

Refugiado en su casa de Santos Lugares, con un mensaje en el contestador telefónico que decía “no puedo atenderlo. Me siento muy deprimido y angustiado”, Ernesto Sábato, Tiresias de su tiempo, se dedicó en sus últimos años a redactar su “testamento espiritual”, Antes del fin (1998), el cual justifica por el llamado insistente de los jóvenes necesitados de sus palabras —un vínculo intensamente cultivado por el escritor, que veía un pasado y presentes irremediables, pero un futuro que podía al menos simular una esperanza en la juventud. Con esa cualidad de interpretador de signos, pareciera que sus palabras apocalípticas sufrieran de una univocidad casi irritante. En este caso, el mundo es incrédulo y dogmático, tal vez como el mismo Sábato.

Pero hay otras palabras, las palabras de sus novelas y de sus textos ensayísticos como Uno y el universo (1945), Hombres y engranajes (1951), Heterodoxia (1953) y El escritor y sus fantasmas (1963) que nos dicen mucho sobre las coyunturas culturales del siglo en que le tocó vivir. En ellos, Sábato construye un sistema literario peculiar gobernado por dos ideas centrales: una especie de romanticismo alucinatorio que desboca el espejo de lo real y una huida de la modernidad a partir de la denuncia de la crisis espiritual de la burguesía ilustrada y de la crítica constante a la tecnolatría. En sus ensayos cultiva un estilo aforístico, donde recurre con frecuencia al sarcasmo y a la ironía para edificar sus argumentaciones; en sus ficciones, trabajó siempre la forma de la novela como un instrumento ontológico que le permitiera indagar sobre el Mal. En ambas producciones encontramos un material que nos invita a releer la obra: las apreciaciones sobre el género policial, las teorizaciones sobre la novela, “arte de la crisis”, la revisión de la historia —y su fijación con el fusilamiento del general Lavalle en Sobre héroes y tumbas—, la multitud de debates y lecturas sobre la filosofía y la literatura, el cuestionamiento a la sobrevaloración científica de la técnica y la razón.

Hoy, a pocos años de su muerte, su relectura en parte justifica a aquellos que lo acusaban de impostura intelectual pero también es cierto que se hace necesario respetar la subjetividad de un ser que se dijo tan atormentado. Y si bien desanima encontrar tanta referencia al suicidio, a los desastres y a la tristeza en sus declaraciones y escritos, recuerdo bien aquella noche en que recibí de regalo Sobre héroes y tumbas y me sentí Martín e ingresé al mundo adulto de la literatura. Aquella vez tenía 18 años; hoy leo una de las frases finales de la novela —“Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado, mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada” (557-558)— y esa imagen me sigue pareciendo buena literatura.

Y el pescador dijo: “Habla y abrevia tu relato

porque de impaciente que se halla mi alma

se me está saliendo por el pie”.

Las mil y una noches.

 

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