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Synchronicity Theater (Parte 1)

En la sala de control, Santiago llamó al conteo regresivo. En treinta segundos saldrían al aire. El veterano productor recordó por instantes los eventos que lo habían llevado a estar hoy frente a los monitores.

Recordó aquella vez en Palestina, muchos años atrás. En ese entonces era un corresponsal de guerra enviado a cubrir la última transferencia de refugiados. Su lente capturó el flash incandescente de una mina justo cuando el mecanismo se soltaba de los ganchos de seguridad. El resplandor apagó la cámara tan pronto el aparato brincó hasta la mitad de los columpios, vaporizándolo todo a una brisa de cenizas segundos antes de que los niños fueran separados de sus padres.

Al escuchar el opening del show, Santiago percibió ese calambre familiar y fantasma en los dedos que ya no tenía. Quince segundos, y el mundo conocería a los nuevos participantes. Santiago revivía la noche de su Pulitzer, cuando era un joven productor que soñaba con restaurar la empatía de una gente que ya no sentía nada. Hoy corría un programa difundido en vivo para toda la audiencia; o mejor dicho, para todas las carcasas que vivían y morían conectadas a una pantalla de vidrio negro.

En tres, dos, uno. Una joven digital, vestida de falda hasta los muslos y medias blancas hasta las rodillas, presentaba a la primera concursante. “Su maestra de drama y teatro musical la escondió en un armario tras bastidores, junto a dos estudiantes más,  entretanto afuera sucedía la masacre estudiantil. Los jóvenes ensayaban el tercer acto mientras el asesino buscaba a sus víctimas y les disparaba cuando salían corriendo por el pasillo.”

Santiago pidió que la cámara siete se acercara suave al rostro de Desiré. Sus ojos perdidos en la nada reflejaban el mar de luces del foro. Una tarde antes de bajar al subsuelo, Santiago vio en un anuncio la noticia sobre un grupo de enfermeros que se lanzaron al vacío desde la azotea del Hospital Central. A pesar de los años que habían pasado desde la última pandemia, los suicidios se habían hecho cada vez más comunes. La mirada de una persona que está muerta, pero que con todo y eso te ve, te habla. “Esta niña… es un milagro que esta niña siga viva”, pensó.

Desiré parecía ser una participante extraña. No quería ganar la competencia para despertar la consciencia de alguien, o provocar una súplica en contra de la violencia; más bien solo quería demostrar que hoy continuaba de pie, y dejarle ver al asesino de su escuela el gravísimo error de haber fallado cuando no la encontró. Para el veterano productor, eso era formidable.

Santiago sabía que en las afueras de la ciudad se discutía la posibilidad de desarrollar un formato en donde los concursantes se quitaran la vida en vivo. Los ejecutivos lo consideraban como el productor general para ese proyecto. Aún sobraba tiempo. El proyecto sería ejecutado al final de la década, ya que los algoritmos habían anticipado que para ese entonces, la audiencia estaría lista. Ya Santiago no quería revivir la empatía de nadie. Con los años descubrió motivos suficientes para arrojar un meteoro homicida en todas las redes. Sus cristales dejaron entrar el mensaje. La reunión concluyó con un nombre para el proyecto y con un modelo de mercado para ese show del futuro.

“Prevenido, Alberto, en tres segundos.” El director técnico cortó a la cámara principal para presentarle al planeta el segundo concursante. Alberto atravesó las puertas de vidrio. La joven digital lo recibió en el salón. Al llegar a ella, Alberto mostró una sonrisa resquebrajada. La joven digital tomó su mano y se giró al mundo a través de la cámara siete. “Cuando Alberto tenía dos años de edad, sus padres lo abandonaron en un basurero en el centro de la ciudad de Nueva Miami. Junto al pequeño Alberto, entre los desperdicios y las sobras podridas, también dejaron a su hermana mayor de seis, y a su pequeña hermana de tan solo un añito, Lucía.”

Santiago pidió que sonara la pista musical. Un piano en repetición melancólica adornaba su historia. Luego de ser encontrados por la policía, los tres hermanos terminaron separados hasta que fueron adoptados por diferentes grupos varios años más tarde. “Alberto, ¿cuál es el recuerdo más emotivo de tu infancia en donde descubriste que algún día podrías estar en un programa como este?” Alberto miró a la joven. “Mis compañeritos del instituto salían al patio. Yo prefería quedarme cerca de los empleados para escuchar la radio. Me fascinaba lo que salía de ese aparato. Las canciones tenían historias en ese entonces.”

Alberto creció durmiendo en parques. Uno en especial, al sudeste. Alberto se escondía debajo de un banquillo de cemento. “¿Cómo era ese sitio?” Santiago chasqueó sus dedos, un punto rojo se encendió y Alberto miró a la nueve. “Debajo de ese banquillo de piedra yo tenía mi tocadiscos sobre la alfombra, los zapatos secos en el armario; allí adentro también vivían mis amigos encerrados, portarretratos con los recortes de mis revistas y una ventana que siempre levantaba cuando amanecía. No me importaba si la oscuridad me seguía esperando afuera.”

La joven digital miró a la audiencia a través del lente principal. Santiago ordenó enfocar todas las cámaras hacia el sudeste del foro, al pasillo escolar que se había diseñado para los concursantes.

Cada detalle era un recuerdo. Cada cosa ahí puesta se construyó a partir de sus memorias. Se preguntó, por primera vez, desde que… “ese niño fallaba, al no haber encontrado a la niña que esperaba por su primera muerte”, si el público estará listo para revivir la resurrección de Desiré y Alberto.

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