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Lección difícil de asimilar

 

ClassroomPicLa patineta no me causó mucha alarma.

Al igual que José, otros estudiantes llegaban a mis clases de escritura en inglés montados en skateboard. Eso me servía de referente para ir identificándolos, y daba de qué hablar durante esos primeros días en el que profesor y estudiantes comienzan a conocerse.

Simpático y divertido, dado a vestir camisetas negras con estampados funky, a José le gustaba participar de nuestras discusiones sobre ensayos. De los muchos tópicos que cubríamos, se emocionaba cuando hablaba de música electrónica o de juegos en computadora.

Su récord de asistencia a clase no era perfecto, de ahí que la semana que se ausentó dos sesiones seguidas, no me pareció muy extraño.

Por lo general reviso mi cuenta de correo electrónico antes y después de cada clase, ya que los estudiantes suelen enviarme mensajes o justo cuando va a comenzar nuestra sesión, o poco después. Pero ese jueves en particular, en marzo pasado, me dio por esperar hasta la tarde.

Y ahí estaba. Un e-mail de Juan, compañero de aula y buen amigo de José, enviado esa misma mañana. Juan se excusaba por su propia ausencia y me comunicaba lo sucedido.

Dos semanas antes, José había comenzado un nuevo trabajo en un restaurante de comida rápida en el downtown de Miami. Su jornada concluía a medianoche, tras lo cual tomaba el tren para ir a casa. Esa semana, el lunes, se bajó de la estación y aparentemente cruzó la calle sobre el patín.

“Parece que murió al instante”, Juan me diría unos días después tras regresar a clase, y luego del funeral de su amigo. “Al menos eso fue lo que dijo la policía”.

Juan no estaba convencido de la veracidad de la versión oficial. Pero, contemplar la idea de que su amigo de la infancia había agonizado en los últimos momentos de su vida de sólo 20 años, era probablemente demasiado. Todos tratamos de buscar consolación en donde podamos.

Éste no fue un accidente “hit-and-run”, o sea, del tipo choque y fuga, en una ciudad notoria por este tipo de fatalidad (en el 2013, según estadísticas de la Patrulla de Carreteras de la Florida, el Condado Miami-Dade encabezó la lista de estos accidentes en el estado, con un promedio de 35 al día).

En el caso de José, el conductor que lo atropelló esperó por la policía. La policía esperó por la familia.  La familia esperó por José. Y cuando José no apareció, sus parientes salieron a buscarlo. Así se toparon con la escena del crimen y con la noticia de la tragedia.

Cuando leí el correo electrónico de Juan por primera vez y me enteré de lo que había sucedido, me embargó un sentimiento de tal tristeza. Miré la pantalla de la computadora y releí las palabras, rehusándome a creer lo que tenía frente a mí. El trágico final de alguien a quien conocemos es siempre espantoso recuerdo de que la muerte merodea por las esquinas a toda hora.

Así, los días subsiguientes en clase fueron los de intentar acostumbrarme a ver el pupitre vacío de José. De pararme en frente de mis estudiantes, caminar por entre las filas de las sillas, con la ineludible sensación de que faltaba un alumno que jamás volvería.

Esa imagen de vacío se queda con uno. Piensas que has perdido algo, pero qué exactamente es difícil precisar, porque la persona que se ha marchado no es un pariente, ni compañero, ni amigo. Esa persona es un estudiante, y como tal, hay una dinámica diferente.

Trato de ser no sólo educador para mis estudiantes sino mentor también. Puede que no digan mucho en clase sobre el mundo que habitan una vez dejan mi salón, pero en lo que escriben, en sus ensayos, abren puertas que revelan desde lo mundano hasta lo sublime.

Comparten historias, algunas graciosas, otras tristes. De todo tipo. Se revelan no sólo a mí, sino, lo que es más importante, a ellos mismos. Quizás es la primera vez que ponen sus sentimientos en papel. En sus páginas es común palpar frustraciones, inseguridades, temores. La muerte también aparece en ocasiones.

Respeto lo que escriben, y no juzgo sus vidas. No les doy nota por cómo se comportan en su diario vivir, sino por cómo lo cuentan en sus ensayos y tareas. A veces escribo comentarios dejándoles saber que estoy ahí para ayudarlos si me necesitan. O que hay otros recursos. Ellos me pagan con su confianza.

José no estuvo el suficiente tiempo en mi clase como para yo saber qué tipo de vida tenía fuera del salón. Pero, como con cualquiera de mis estudiantes, sentí cierta responsabilidad hacia él. Cuando mis alumnos triunfan, como sucedió con una que ganó un certamen con un ensayo en el que habíamos trabajado, me llenan de orgullo y alegría sus logros. Porque, de cierta forma, su éxito es el mío también. No hay nada más grato que verlos salir adelante.

Todavía hoy recuerdo a quien fuera mi primera maestra de kindergarten en Puerto Rico. Era una educadora cubana, la Sra. Laura Pérez, que quería a todos sus estudiantes como si fueran hijos de ella.

“Mísis Pérez” hizo que ese primer año escolar fuera memorable para mí. Nos consolaba cuando lo necesitábamos, nos ayudaba a distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, y para muchos, estoy seguro, terminó siendo la madre que nunca tuvieron.

La mayoría de mis maestros, afortunadamente puedo decir, han sido así. Personas muy especiales.

Yo también quiero que mis alumnos se lleven buenos recuerdos de sus años de estudio. Aunque a veces, como con la vida misma, eso está fuera del control de uno.

A mis estudiantes en la clase de José les comuniqué sobre su fallecimiento. Firmamos una carta de condolencias para la familia. Notifiqué al periódico de la escuela. Tuve contacto con un hermano de él. Y seguimos adelante.

Pero fue difícil.

Sí, fue difícil no pensar en que allá afuera, lejos del aula, quedaba una familia devastada, se había perdido un hijo para siempre, y una promesa permanecería incumplida.

Mientras que en el salón, había una silla vacía más y una patineta menos. Y nada que yo pudiera haber hecho al respecto.

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