Cuento del ebook Caminando sobre las aguas
Y entonces aquella mujer comenzó a relatar con detalle todas las salvajadas que había padecido durante las tres semanas que permaneció detenida. Lo hizo mirando fijamente a la cámara, con unos ojos fantásticos, el izquierdo de un azul brillante y el otro verdoso con estrías amarillentas, hablando uno por uno a los miles de espectadores que contemplaban el programa de entrevistas al que había sido invitada. Y ante tal sadismo, no pude hacer otra cosa que sentarme frente al televisor que había encendido en mi viaje a la cocina para entretenerme mientras preparaba un tentempié que nos ayudase a sobrellevar la partida de ajedrez que habíamos comenzado hacía un par de horas mi padre y yo. Lo hice con cuidado, como si debajo hubiera una esterilla cubierta de cristales, para no perder ni un detalle de un infierno que la mujer, era evidente, había dejado de intentar entender hacía mucho, pero que, como le resultaba imposible de olvidar, se esforzaba por que guardase un orden. En un instante de la narración, de una forma inesperada, estiró el cuello y, echando hacia delante primero un hombro y luego otro, se quitó la blusa ante el murmullo del plató y de media nación, mostrando las quemaduras de los cigarrillos en su piel como prueba irrefutable de sus palabras. A continuación, sin pudor alguno, se quitó el sujetador y enseñó unos pechos sin pezones, mutilados, subrayando la fecha exacta en que había comenzado todo aquel horror. Justo en ese momento sonó la voz cascada de mi padre desde la terraza donde teníamos montado el tablero, exclamando una de sus frases predilectas.
–Si no hay sardina, la foca no trabaja.
Sonreí todo lo que podía sonreír frente a aquellas imágenes, aferrándome a aquel pedazo de cotidianeidad frente a tanta razón traicionada pero, aun así, mi memoria comenzó un dragado llenándose de conversaciones, sucesos, impresiones de veinte años atrás, durante las primeras semanas del golpe. Por aquella época yo era un crío, y no tenía muy claro por qué mi madre me tenía vetado salir a la calle, ni siquiera asomarme a las ventanas, aunque yo la desobedeciese en cuanto podía siendo testigo de cómo numerosas tanquetas patrullaban día y noche las avenidas y las calles desiertas. Todavía no tenía edad para comprender que aquel era uno de esos días vírgenes, hasta que llega un hijo de puta y lo convierte en Historia. La muerte había convertido a la vida en su proxeneta. Pero a mí nada de eso me importaba, ni eso ni las desapariciones y secuestros que comenzaron por esas fechas, obsesionado como estaba con el ajedrez y, sobre todo, con ganar a mi padre una partida. No era capaz de escribir sin faltas de ortografía y ya sabía lo que era una apertura siciliana. Mi padre se había encargado desde pequeño de inocularme, algo muy relacionado con su profesión, médico de urgencias, el vicio del ajedrez. Muchas veces bromeaba diciendo que la primera palabra que había pronunciado tras quitarme el chupete había sido jaque. Con paciencia e infinito rigor habíamos ido desarrollando nuestras partidas, acercándome poco a poco a su nivel aunque siempre un paso por detrás, mientras iban quedando delimitados cuáles eran nuestros respectivos estilos: el mío, frío y correoso, contra el suyo, fantasioso e improvisador. Precisamente durante esos días manteníamos por primera vez un pulso igualado, una partida que no estaba decidida para mí de antemano. Por eso no puedo recordar de esas jornadas dramáticas nada más importante que sesenta y cuatro casillas y un tira y afloja de contrarios.
La mujer reclamó de nuevo mi atención al volverse a poner el sostén y seguir refiriendo, ante el heroico hieratismo del entrevistador, cómo se presentaron los soldados en su casa, de madrugada, para llevársela a ella y a su hermana gemela ante la atónita e histérica mirada de sus padres. Tras rememorar el miedo, la incertidumbre, la ira y el desconcierto del momento, tuvo que mantener un silencio catártico a fin de superar las lágrimas que le sobrevinieron de improviso, momento que aprovechó el entrevistador para romper su gravedad y preguntar si hubo algún motivo para que las detuvieran de esa forma y las recluyeran en dependencias militares. Bastó con eso para que la mujer se sobrepusiese y le mirase con una indiferencia triste. Porque era la misma actitud que había adoptado el país durante el período de terror y su infame prolongación, ya en democracia, en la ley de amnistía general, haciendo o queriendo hacer ver que era normal lo que no lo era. Sin embargo, aunque la Historia la escriben los vencedores, la narran los vencidos. De la boca de la mujer salió el silencio, y del silencio salieron más palabras que eliminaban de su enunciado cualquier grieta que diera pie a la exculpación, dando la pregunta por estúpida. Ni siquiera las habían dejado vestirse, continuó, y como ya había constatado, lo que ocurría les pareció tan irreal que apenas opusieron resistencia. Todo se cumplió en un par de minutos. Las vendaron y las arrastraron a un vehículo que sintieron arrancar y correr y doblar calles, hasta que poco a poco el silencio se hizo mayor. Las sacaron sin quitarles las máscaras y el tormento comenzó de inmediato. Mientras las arrastraban por corredores que olían a letrina y donde se oían alaridos, fueron golpeadas e insultadas. Terminaron por instalarlas en cuartos contiguos, para que una asistiera al martirio de la otra tras las sesiones que les aplicarían a diario. La mujer aseguró que nunca había visto a sus torturadores, pero que habían sido tres; uno al que los otros se dirigían con el apelativo de Doctor, que era quien conducía el interrogatorio y aplicaba los métodos de tormento, y otros dos subalternos que le ayudaban en la tarea. Al poco de llegar, el Doctor, con unos modales impecables que contradecían la violencia con que hasta el momento la habían tratado, la condujo a otra habitación (la de torturas, propiamente dicha), de la cual sólo sabía con seguridad que se hallaba cerca de otro cuarto donde había un teléfono que sonaba con frecuencia, y les informó de las causas de su detención: supuestas actividades subversivas contra la Junta Militar en las células comunistas de la Universidad; es decir, que pretendían que les dijesen los nombres de ciertos cabecillas que planeaban acciones terroristas cuando ellas lo más terrorista que habían llegado a hacer había sido arrancar las cadenas de los váteres durante una borrachera en alguna fiesta de la Facultad. Fue entonces, aseguró la mujer observando de frente la cámara con aquellos ojos fabulosos, cuando fue verdaderamente consciente de lo que ya habían sido sus padres mientras lloraban y gritaban durante la detención: la irrealidad de un presente tan contaminado por la ficción que hacía posible que un individuo que se decía doctor las hubiese secuestrado bajo cargos de terrorismo contra los váteres de la universidad y las estuviese amenazando si no le revelaban una información que no poseían. El descubrimiento abstracto tuvo incluso su manifestación física: comenzó a tirarse pedos por puro nerviosismo; una cadena de ventosidades que provocó la risa descontrolada de sus carceleros y completó su humillación. «Escucha y haz memoria, porque la vas a necesitar. Te podemos mantener viva un día, una semana, un año, no tenemos prisa. Así que lo mejor será que hables».
Tras un silencio elocuente, la mujer había pronunciado las palabras exactas con las que el Doctor, tras oír un cercano grito, dio por terminada su presentación, y sentí cómo se me erizaba la piel, pero nada en comparación con lo que iba a venir después. En ese instante la voz de mi padre volvió a reclamarme impaciente, advirtiéndome de que ya había movido pieza a pesar de no tener sardina. Logré otra diminuta prorroga con un «ya va, ya va» y la explicación de que había algo en la televisión que me resultaba de sumo interés. Y, efectivamente, si lo que ya había escuchado hasta entonces era terrible, lo que vino a continuación fue peor. Porque comenzó a explicar las torturas.
La mujer abrió los brazos y los extendió, inmóvil, como clavada a una cruz imaginaria e invisible, y describió cómo la habían acostado sobre una mesa de mármol, le abrieron los brazos y los pies y ataron sus muñecas y tobillos con sogas. A continuación le tiraron un balde de agua encima, le acercaron la punta de la picana y le preguntaron si sabía lo que era. «Un invento del país –dijo el Doctor riéndose–, para que luego digan que sólo copiamos lo de fuera y que no hay industria nacional». Salvajes amanuenses administrando un dolor infinito. Se la aplicaron en las encías, en las ingles, en las axilas, en los pechos, en el ano, en las plantas de los pies, en la vagina. Voltios y más voltios sobre la piel desnuda; el cuerpo se arqueaba con violencia, se convulsionaba; la carne se derretía, el corazón reventaba. Una continua sensación de músculos al aire. Vómitos constantes, descomposición perpetua. El alma se iba, desaparecía, se volatilizaba, y durante aquellos pocos segundos, no sabía dónde estaba, y era el vacío, una soledad tan extrema que no se puede imaginar. Todos los deseos se esfumaban, dejaban de tener sentido, todos los deseos salvo uno: que el alma volviera, que volviera cuanto antes. Era lo más cerca que se podía estar de la muerte sin estar muerta.
Y así un día tras otro; un vía crucis físico y mental; tan pronto se hallaba en el calabozo cubierta de excrementos y orina como era torturada en la mesa o golpeada. Al principio, en la oscuridad de aquellos calabozos pegajosos, sin noción alguna de tiempo, las dos gemelas lograban darse consuelo a través de la delgada pared que las separaba. Se recordaban gestos, detalles, hábitos de su vida anterior que en su momento no parecían albergar importancia pero que ahora adquirían una trascendencia primordial: mantener la cantidad mínima necesaria de normalidad para no perder la cordura.
El daño fue acumulándose, y al desgaste físico se añadía el aniquilamiento mental que implica todo sufrimiento inútil. Porque ellas no sabían nada, y sus torturadores no se daban o no querían darse cuenta de que nadie que supiese algo soportaría tanto dolor sin confesar. Al final, sólo tenían fuerzas para avisarse de que todavía seguían con vida mediante débiles golpes en el tabique. La mujer terminó por llegar a un punto inevitable donde converge toda historia, todo su sentido e intensidad. A la certeza, porque la muerte, al contrario que la vida, pura incertidumbre, siempre es certeza, de que su hermana no había aguantado. Contó cómo se había agarrado a su cabeza y comenzado a gritar, a maldecir, a insultar a sus carceleros, a golpear las paredes con todo lo que quedaba de sus fuerzas hasta que uno de los torturadores entró furioso en su celda arrastrando a su hermana por los brazos y la dejó allí, tirada, confirmando sus presentimientos.
«Así acabarás tú como no te calles, puta».
Y al recordar esto, la mujer se quedó sobrecogida, como yo, como el silencio del entrevistador, como se debieron de quedar los cientos y cientos de personas que habían seguido su relato. Y su rostro continuó siendo el mismo, acaso un poco más crispado, pero se notaba que su alma había sido vaciada de nuevo, un feroz rigor mortis en vida; y lo único que permitía decir que todavía estaba viva eran sus ojos, todo lo que sabían, lo que no habían dicho en veinte años. Y abriéndose paso a través de sí misma, reviviendo paso a paso la escena de veinte años atrás, pronunció sin voz el nombre de su hermana, recalcando las palabras, lentamente, porque no era capaz de hablar, porque la vida se le había parado en seco, y permaneció así un tiempo infinito, silabeando, y sólo cuando se dio cuenta de que el cadáver maltratado, ultrajado, violado de su hermana tenía dibujada en los labios una mueca de tranquilidad, fue capaz de llorar. Por la tristeza que había en la ternura, en la serenidad, en aquellos labios.
No sé si comprenden, dijo la mujer mientras sus pupilas fantásticas brillaban, siempre se habla de las muertes de los demás como de algo lejano, nadie piensa nunca que va a encontrarse con el cadáver de su hermana y que nunca la volverá a ver, a su hermana. Después de aquello también yo quería morirme; intenté suicidarme bebiendo del cubo donde orinaba, pero el Doctor era un profesional tanto quitando como conservando la vida.
La mujer pareció perder de nuevo el aliento y el entrevistador estuvo a punto de intervenir. Sin embargo, comprendimos que se había tomado un respiro y, como si hubiera encontrado un cuentagotas de felicidad, recordaba momentos felices con aire ausente. Mientras la observaba, le miré a los ojos, me sumergí en ellos, y comprobé que allí dentro vivía otra persona.
Con una sonrisa valiente de hospital, la mujer continuó extrayendo aquella sucesión de palabras de su garganta, extraídas directamente de la bolsa de olvido donde la Junta Militar había querido hacer desaparecer todos los hechos. Fue entonces cuando se me ocurrió la paradoja que significaban las gemelas, un bloque de irrealidad dentro de la realidad, una especie de garantía de la Naturaleza para precaverse contra la fragilidad de la vida, porque lo duplicado tiene doble posibilidad de sobrevivir.
Retomé su relato justo cuando el Doctor había perdido los estribos y la había dejado marcada para siempre. Mi padre volvió de nuevo a reclamarme, esta vez sin aceptar paliativos y, paradójicamente, su voz sólo sirvió para perderme otra vez en el glaciar de mi memoria, en los estratos más antiguos, donde, mientras aquella mujer era martirizada por una trinidad absurda, yo había acertado la combinación de movimientos que me llevaría por primera vez a dar jaque a mi padre. Excitado por el éxito final de mi estrategia, no podía dejar de contárselo. Entré clandestinamente en la habitación de mi madre y busqué en su secreter una agenda donde se hallaba un número de teléfono exclusivamente para casos de extrema necesidad. Yo no debía estar enterado de su existencia, pero por una sencilla casualidad mi madre lo usó un día que creía estar sola. Descolgué y marqué aquel número. Me contestó un individuo que me dijo que esperara. Al poco ya se puso mi padre y preguntó qué pasaba. Yo le conté que no pasaba nada y que pasaba todo, y le hablé de la partida de ajedrez. Él afirmó que no era el momento, que tenía mucho trabajo; se notaba en su voz un deje de impaciencia y enfado contenido. Sin embargo, le solté el arabesco móvil de letras y números que terminarían con su hegemonía. Mi padre mantuvo un tenso silencio y comenzó a deletrear las combinaciones para sí mismo, bisbisando, durante dos, tres minutos. Aquella espera fue insoportable ante la posibilidad de que mi padre lograse encontrar una falla no prevista en mi cepo. Al final ocurrió lo inverosímil: mi padre capituló. Había ganado. Entonces dijo aquella frase, con un tono entre el orgullo que supone una victoria filial y el desabrimiento de una derrota.
¿Y qué fue lo que dijo?, le preguntaba en ese momento el entrevistador a la mujer mientras arrugaba la frente. Sí, respondió ella, me encontraba muerta sobre la mesa, y el Doctor hablaba con toda naturalidad, como si nada estuviera sucediendo, como si fuese normal torturar a alguien, destrozarlo y entretanto hacer una pausa para descansar. Ese día yo quería morirme, la mujer se detuvo, rectificó, no, no me estoy explicando bien, desde la muerte de mi hermana yo quería morirme todos los días. Y cuando comenzó la sesión, me dediqué a escupirle, a decirle todo lo que se me pasaba por la cabeza con la esperanza de enfurecerlo y que acabase conmigo. No lo debí hacer mal, porque, después de insultarme y golpearme, completamente trastornado, me cortó los pezones dejándome cubierta de sangre. Creí de verdad que allí se había terminado mi tormento; mi mente ya no conseguía darse alcance. Sólo esperaba un golpe de gracia. Entonces sucedió. Uno de sus ayudantes abrió la puerta y le llamó, reclamándole al teléfono. El Doctor me dejó sola y pasó al cuarto contiguo; ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Así que escuché toda la conversación con claridad. Hablaba con alguien; al principio, un poco forzado, impaciente, pero luego se tomó su tiempo, reflexionando, murmurando para sí, hasta que dijo aquello, algo que me acompañará hasta el día que me muera, como me acompañará todo lo que vi, oí y sufrí en aquellos días, porque gracias a esa frase resucité; porque un miedo sólo es vencido por otro mayor, ¿entiende?, y el miedo a que aquello fuese olvidado me aterró. Tenía que quedar alguien para contar cómo habían sido torturadas dos hermanas, todos los desgraciados que gritaban en las celdas, cómo habían convertido el país en una inmensa celda, aquí la mujer se rio, aunque de la misma manera que se podía reír un lisiado, pero, sobre todo, continuó, había que contar el inmenso desprecio con que lo hicieron y, en ese punto, la mujer cerró los ojos sin llegar a creerse lo que rememoraba, y pareció volver a oír todo aquel fondo de gritos, gemidos y desesperación. Por eso me propuse vivir, sentenció; vivir para recordar, al menos, todo. El entrevistador perdió el aliento y, como si fuera un principiante, dejó entrever su ansiedad abalanzándose hacia delante y sentándose en el borde de su silla.
–Pero ¿qué fue lo que dijo?, ¿qué…?
La mujer no le dio tiempo a terminar su interrogación. –Cabrón de crío… acaba de ganarme la partida. ¿Puede creerlo?, hablaba con su hijo… con su hijo…
Apagué la televisión. Tardé en reaccionar, y cuando lo hice me estremecí como si un pedazo de metal helado me tocase la espalda. Sentí frío, y un desconsuelo, y me quedé mirando la puerta de la terraza como si allí no estuviese mi padre, sino un inmenso monstruo. Pensé que era imposible, que los asesinos no existían fuera de novelas o periódicos, y nunca se sentaban contigo a jugar al ajedrez, y menos aún eran tu padre. Cogí la bandeja y entré en la terraza. Mi padre me recibió con grandes aspavientos e impaciencia por que me pusiese al juego. Comimos algunas sardinas y rápidamente me concentré en la partida. En realidad no era capaz ni de ver los escaques. En mi mente no hacía más que rodar como una peonza todo lo que había visto y recordado, mientras todas las certidumbres sobre las que había basado mi vida adquirían matices de sospecha; lo familiar, de repente, se volvía desconocido. Ideas e imágenes se entrecruzaban en mi cerebro: tanquetas, calles vacías, desaparecidos y más desaparecidos; la ceguera voluntaria de un país, la estafa ideológica; fotos de la Junta Militar en los periódicos, los rostros ocultos tras enormes gafas oscuras, duros, inmisericordes; excusas y más excusas; autoengaño, exceso de fe, cobardía, comodismo, la extraña naturaleza humana. La mujer observando fijamente la pantalla con sus ojos; el muro de pronombres, adjetivos y sustantivos que había levantado alrededor de los culpables para que no pudiesen escapar. Tenía que pensar, tenía que decidir. Sólo saqué una pregunta en claro: ¿sabía mi madre lo que hacía mi padre?
Levanté los ojos del tablero y los clavé en él. No sentía amor, ni odio, ni aprecio, ni asco; en realidad, no sabía qué sentir. Observé sus rasgos; no tenía en absoluto la cara de alguien cínico, sádico, el rostro que se supone que debe poseer o se le debe quedar a alguien que ha obrado de esa manera. Simplemente estaba allí, invisible para todos menos para su conciencia. El resto dependía de mí. Era mi padre. Y yo tenía que pensar. Miré el juego. Y caí de repente en todas las similitudes que tenía con nuestro país: de raíces antiguas, pero siempre nuevo, mecánico en su disposición y sólo eficaz por la fantasía, rígido espacialmente e ilimitado en sus combinaciones, siempre en desarrollo pero sin producir jamás frutos… Y comenzó en mi mente una partida paralela, una lucha contra la propia conciencia, los errores, la mala suerte, la impunidad, la barbarie, la ambición, los recuerdos… Miré a mi padre. Miré el tablero. Toqué una pieza como para sellar un pacto. Y le confirmé lo que irremediablemente llevaba rondándole bastante tiempo: Jaque.
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