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Acerca de la música de los Chirimarka

Julio Mendívil

 

Fue el azar el que me llevó a desvelar el secreto de la música de los chirimarka, uno de los últimos grupos de comuneros libres que habitan rumbo a las alturas del Rasuwilka, el gran nevado de Huanta. Hallándome a medio camino de Luricocha —donde solía recoger los quejumbrosos ayataki que entonan las viejas campesinas cada vez con más frecuencia—, un grupo de comuneros huircaínos me trajo la nueva de fuertes enfrentamientos armados en la carretera, instándome a alterar mi rumbo. Me encaminé entonces a Chirimarka, destino de los comuneros en fuga, movido por la esperanza de hallar en dicha comunidad un refugio seguro, al menos hasta el cese de los combates. Tenía borrosas noticias sobre los chirimarka, gracias a una escueta monografía de principios del siglo XX, en la que Joaquín Guipúzcoa, un clérigo español con afanes de etnólogo, los describía como un pueblo parco, carente de música. Si bien ello había llamado mi atención en un primer momento, como habría llamado la de cualquier musicólogo por lo inaudito del caso, había matado en mí toda curiosidad, llevado por un sentimiento quizás sólo comparable a esa mezcla de convicción y miedo con que los arqueólogos suelen despreciar una región sin ruinas. En aquella oportunidad —tal como las circunstancias lo ameritaban—, no puse objeciones al destino y me dirigí a la silente comunidad sin sospechar cuánto significaría en mi carrera ese cambio de ruta.

La literatura etnohistórica no ha sido generosa con los chirimarka, apenas un documento eclesiástico de 1576 los menciona escuetamente refiriéndose a ellos como los únicos naturales de la zona que desconocían cualquier género de “cantares”, un rasgo por demás remoto entre los grupos andinos. Desde entonces, los chirimarka se han vuelto un lugar común en la literatura etnomusicológica, como si, paradójicamente, la existencia de una sociedad sin música, viniese a enriquecer el mapa musical andino. Justamente por tratarse de una cita obligada, los chirimarka se han reducido a una mera referencia; así desde la fecha de la monografía de Guipúzcoa hasta hoy, ninguna pluma se ha dedicado a dicha comunidad, siendo este breve informe el segundo escrito existente sobre ella.

Durante mi estadía en Chirimarka, donde tuve que permanecer por varios días debido al recrudecimiento de los enfrentamientos, supe por boca de un infante que los hombres se hallaban ausentes de la comunidad pues se encontraban reunidos al pie del Rasuwilka, el Wamani principal de los chirimarka, preparando los cantos religiosos para la fiesta. En el quechua de la región no existe la palabra “música”, en su lugar los indios utilizan las expresiones “taquikuna” o “ñauraykuna taqui”, que podrían traducirse al castellano como “los cantos” o “todos los cantos”. Según mi pequeño informante los mayores se encontraban preparando “todos los cantos” para las celebraciones del día de los muertos, lo cual parecía ser una incongruencia, pues, como he referido, los chirimarka eran conocidos en la literatura etnográfica por carecer de repertorio musical alguno. En mi afán de ubicar algunos ayataki —los que suponía más antiguos que los de Lauricocha, pues se les adjudicaba a los chirimarka el haber olvidado desde hacía siglos toda práctica musical—, decidí indagar sobre dichas preparaciones, así que, tras asegurarme que no se trataba de una falsa información del infante, solicité a Hilario Huamanyauri, el Varayok de la comunidad, permiso para participar en las preparaciones y celebraciones de Todos los Muertos de ese año. Para sorpresa mía fui aceptado por dicha autoridad en calidad de invitado. El sucinto informe que presento ahora, debo advertir, no se funda solamente en las impresiones que causó en mí dicha ceremonia: es el resultado de numerosas visitas realizadas en los últimos años y no hubiese sido posible de no mediar la expresa voluntad de los chirimarka de abrirme las puertas de su cultura musical y, mediante mi persona, al mundo.

Quien asista a las celebraciones de Todos los Muertos de los chirimarka podrá ver en ellas apenas una ceremonia silenciosa, desprovista de cualquier interés para el musicólogo. Los miembros de la comunidad se reúnen frente a la casa comunal, donde se exhibe un anda con la imagen de un esqueleto humano que recuerda a los personajes de las Danzas de la Muerte europeas de la Edad Media o aquellas imágenes de los pueblos mestizos mexicanos; el de Chirimarka lleva una guadaña en la mano izquierda y un libro en la mano derecha, donde se lee en quechua y español “Apu Diusniyku, líbranos”. Al carecer de capilla la comunidad, los chirimarka realizan la fiesta —la única en la cual se realizan actividades musicales— frente a una cruz que se halla en el patio de la casa comunal. Allí los hombres se disponen en tres grupos, uno al centro, que representa a los ancestros y que está conformado por los miembros más ancianos de la comunidad y otros dos que representan las parcialidades hanan (arriba) y hurin (abajo) y que están conformados precisamente por los miembros de ambas. Sentados frente a frente, las dos parcialidades rodean a los ancestros en señal de veneración mientras las mujeres realizan en un murmullo ronco los rezos católicos que se hallan extendidos por toda la región andina. Tras los rezos, según pude observar, comienza la celebración misma, la cual se prolonga hasta que el sol se esconde tras las cumbres del Rasuwilka, el cerro protector de la comunidad. Durante el tiempo que dura la ceremonia central, los chirimarka parecen estar absortos en una profunda meditación, la cual no es interrumpida por ningún sonido musical perceptible, es por eso que los pocos foráneos que han sido testigos de la fiesta entre los chirimarka los describen como un pueblo triste y silencioso, un pueblo sin cantos.

Es ese silencio, por el contrario, el punto más álgido de la práctica musical de los chirimarka. Sería un lugar común afirmar que la música se forma de sonidos y silencios. La música de los chirimarka, empero, se conforma exclusivamente de silencio. Según refieren estos indios, la música sólo puede existir como expresión de la naturaleza y sus dimensiones sonoras, por ello el hombre sólo puede percibirla y no crearla. De manera similar a la música mundana de los doctos teóricos medievales, los chirimarka reconocen en las cascadas, en el silbido ronco del viento, en el movimiento lento de las hojas de los eucaliptos, en los chillidos desgarradores de los patos silvestres, en el sonido imperceptible de los astros celestes, la materia prima de la producción musical toda. Pero no se trata de conseguir una imitación de la naturaleza semejante a la que realizan otros pueblos andinos capaces de reproducir el fluir de los arroyos en el arpa, el arrullo del viento en sus cañas o los chillidos de las aves con las flautas roncadoras, se trata de un ejercicio de percepción sonora que, según alcanzo a ver, no tiene parangón alguno en ninguna otra cultura. Los chirimarka se caracterizan entonces por ser portadores de una cultura musical que, por llamarla de alguna manera, bien podríamos definir como perceptiva y que nace de su deseo de escuchar el mundo. Los chirimarka no poseen por consiguiente instrumentos musicales. Su música, sin embargo, no puede ser definida como vocal –ya que carece de voces y por tanto de textos– sino, más bien, yo diría, como “mental”, pues ella no nace de la propensión de estos indios a producir sonidos, sino por su enorme capacidad para escucharlos dentro de un sistema cultural definido, mediante el cual clasifican el mundo natural de su entorno.

En cuanto se trata de una “música mental” que se funda en la audición de los sonidos naturales, la música de los chirimarka carece de todo carácter tonal, y se caracteriza, por el contrario, por una absoluta libertad armónica. Cada uno de los “músicos” percibe un sonido natural, ya sea el sonido del agua cayendo sobre las rocas en las alturas, los chirridos hirientes de los chiwakos cuando llega el invierno, el llanto de los sauces cuando el temporal los sacude como leves pañuelos o el canto de la lluvia al gotear sobre el agua empozada de los charcos, y puesto que es no es dable para cada uno de ellos saber la altura y la intensidad de los sonidos percibidos por otro, les es imposible alcanzar cualquier tipo de consonancia o disonancia. El sentido colectivo de esta música se remite, sin embargo, a la plena convicción de que todos los chirimarka son capaces de escuchar cada uno de los sonidos que pueblan el mundo. Así después de adquirir un sonido, el “músico” se entrega a la captura de otro, y luego de otro, y otro, y así sucesivamente hasta abarcar la totalidad sonora del universo. Llevados por la arrogancia típica que genera la ignorancia, querrán los musicólogos de vieja escuela definir ese rasgo como una tendencia a la heterofonía. Nada más lejos de la verdad, pues el carácter atonal de la música de los chirimarka no es producto del desconocimiento de reglas tonales, sino, todo lo contrario, el resultado de un sistema que se propone aprehender el mundo auditivo en su más profunda plenitud.

Algo similar sucede con el aspecto rítmico, pues las características no-melódicas de la música de los chirimarka no les permite a los “músicos” motivos rítmicos identificables, formándose estos exclusivamente a través de las interrupciones o continuaciones que ofrecen los sonidos naturales. La caída de una piedra sobre una superficie de agua, por ejemplo, inicia una nueva secuencia rítmica que termina cuando las ondas sobre el agua se apaciguan por completo. El aletear de un quillincho inicia igualmente una secuencia que concluye cuando su vuelo lo aleja tanto que los movimientos bruscos de sus alas se vuelven imperceptibles a los oídos de los hombres. Por eso algún advenedizo podría aventurar la hipótesis de que la música de los chirimarka carece de formas rítmicas. Pero la verdad es otra acaso más sorprendente: que este pueblo no ha querido reducir el ritmo natural de las cosas a los caprichos deleznables del hombre.

Según los chirimarka la agudización del oído es un requisito fundamental para una iniciación en su práctica musical. Es por eso que desde pequeños son sometidos a un entrenamiento auditivo riguroso que los lleva a diferenciar si el ondearse de las aguas es originado por un pato silvestre o por una parihuana, si la quiebra de las ramillas de los arbustos fue producida por las patas de un zorro, de una vizcacha, de un venado o una chinchilla, o si las espigas de trigo que sacude el viento ya están secas o aún verdean bajo el sol moderado de junio. Así los chirimarkas poco a poco, aprenden a oír el mundo, a reconocerlo a través de sus expresiones sonoras convirtiéndose de este modo en oyentes de una sinfonía interminable.

El carácter mental de la música de los chirimarka llevó a muchos a la equivocada conclusión de que carecían de un cancionero siendo por eso difamados implacablemente como inaptos para la música. Pero los rumores llegados a sus oídos sobre su incapacidad musical no los ha perturbado en absoluto, pues, según su lógica musical, incluso aquellos rumores que el viento y los comerciantes de las ferias arrastran hasta sus desolados pagos, son parte de ese concierto inmensurable al que solo ellos tienen acceso. Otros factores pueden haber contribuido a la confusión. Durante mi estadía en Chirimarka constaté un particular uso del sustantivo taqui, el cual solamente se combina con la voz pasiva uyarisqa, del verbo uyariy, “escuchar”; no es de extrañar entonces que incluso las comunidades más cercanas hayan visto en estos extraños hombres un pueblo capaz de oír, mas no de producir cantos, sin percatarse que su manera de producirlos radica justamente en escucharlos en el silencio.

Ha querido la casualidad que estos tiempos de turbulencias políticas y violencias injustificadas me llevaran a descubrir el secreto de la música de los chirimarka, regalándome una experiencia que ahora transmito tal como la aprendí de sus productores. No me aventuro a hacer conjeturas sobre el origen de las prácticas musicales de los chirimarka. La idea de un origen preincaico, sin embargo, no debe ser descartada del todo. Dejo pues a mejores y más autorizadas plumas el elucidar tal aspecto ya que mi escaso discernimiento no me permite responder a tamaña incógnita. Anhelo, sí, haber contribuido con este pequeño informe a dar a conocer una de las culturas musicales más originales del mundo, un pueblo que siendo único en materia sonora, erróneamente, fue considerado por muchos como un grupo de parias musicales.

Chirimarka, 26 de enero de 1983



[1] Encontrado en la Revista del Conservatorio Nacional de Música, Año 12, vol. 23, 1985, pp. 28-33.

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