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El agua invisible

En las tardes de ocio, Alicia prefiere sentarse en la terraza del apartamento de Valentín a esperar la noche. Calienta un poco del café en la cocinita eléctrica que le han regalado los suegros y se recuesta en el piso de mosaicos áridos a tomar la brisa y mirar el paisaje repetitivo en árboles que se pierden hasta el obelisco de la rotonda.

Valentín no regresa nunca cuando ella lo necesita.

Valentín llega cuando la esperanza de no volverlo a ver se torna insoportable y la sorprende al borde de unas lágrimas locas y sin sentido.

Valentín es un tipo bastante ocupado con realizarse y todas esas cosas que se conversan debajo de las sábanas cuando existe la confianza y ya nada hay que temer del desengaño que pueden provocar los defectos de carácter en la persona que duerme contigo.

Alicia sabía todas estas cosas, compromisos, responsabilidades, incluso antes de casarse y se dejaba inmiscuir en los sueños, en sus sueños, en las satisfacciones, sus satisfacciones, y en la ira de sentirse-sentirnos incomprendidos y subvalorados. Alicia relacionaba estas confesiones con el sexo, de una manera directa y vaga, tangible y poco demostrable: no sabía por qué el desagrado que sentía por la creída superioridad de Valentín le provocaba unos deseos realmente devastadores de acostarse con él.

Desde antes de conocerse ya Alicia tenía problemas de autoestima, de no saber si era realmente deseada. No era un problema que se hubiera planteado abiertamente a si misma, pero rondaba sus canales neuronales como un ruido persistente y camuflado por la cotidianeidad y la amnesia que provocan los momentos mas o menos felices. No es que Alicia desplazara a propósito esta u otras preguntas capciosas, o que tuviera miedo de enfrentarse a su Yo por más retorcido o degradante que este fuera, no, ella era en verdad valiente, se hubiera enfrentado a un batallón de problemas e insatisfacciones si fuera necesario. El caso es que no había priorizado sacar a la luz esa carencia para combatirla, pues le quedaba la esperanza de no haberla constatado materialmente hasta el momento. Alicia sabía que los hombres la miraban cuando andaba por la calle. Algunos hasta se podría decir que la desnudaban con la vista y vaya usted a saber cuántas cosas más, si les hubiera dado la oportunidad. Pero una cosa es provocar una excitación pasajera y otra muy distinta dar lugar a un completo y estricto deseo. Deseo en todos los aspectos, un deseo irrefrenable, espiritual, un deseo gigante, cósmico, total. Ese le faltaba, o creía no poder llegar jamás a inspirarlo.

No quiere decir esto que su vida sexual fuera una reverenda mierda hasta el día en que conoció a Valentín. Antes de él aparecer ya había tenido alguna que otra sucesión de orgasmos intensos en una sola noche. Pero estaba el problema ese de follar las mentes. El problema se lo había planteado un cinéfilo empedernido después de salir del Yara una noche, mientras trataban de acoplar en una esquina de la Habana Vieja. Se lo había susurrado como esperando un gesto de sorpresa de su parte. Pero Alicia no había atendido a la película y se había entretenido mascando la mitad de la boleta de entrada en el momento en que surgió el parlamento. Así que lo tomó con calma y maldijo la hora en que había decidido tener sexo con aquel diletante de pacotilla que se ponía a propagar filosofías de vida en un momento tan importante como aquel. Lo separó en silencio, se subió el blumer, y mirándolo fijo lo mandó a la mierda. Así le pasó más o menos con todos los que se acostó y llegó a pensar que su objetivo era inalcanzable.

Pero llegó Valentín y creyó haber encontrado lo que estaba buscando. Nunca nadie le había provocado tanto deseo carnal ni tanta ansiedad por poseer: alma, carne, pene y espíritu.

Entonces recordó aquellas inoportunas palabras del cinéfilo y empezó a pensar que algo se había estado perdiendo. Pero Valentín era tierno y distante cuando terminaban de revolcarse en la cama, o en el pasillo, o en la azotea de turno y no le quedaba más remedio que rendirse a sus carantoñas sin perspectivas de diálogo. El le acariciaba la cara y le decía lo linda y buena que estaba, le hablaba de sus proyectos, de sus problemas familiares, le confiaba secretos que a nadie le hubiera revelado, como aquel de sus inseguridades ante la creación, y por ahí se extendía en una arenga intelectual y segura sobre casi todos los aspectos de su vida. Alicia optaba por escuchar y admirarlo en silencio, optaba por esto, porque no le parecía tener una vida tan interesante ni un Ego tan confortable como el de su amante. Se dejaba erizar los pezones y sonreía condescendiente cuando él aseveraba que ella era la primera mujer con quién había podido hablar de cualquier cosa; que qué inteligente era, que tras esa carita y ese cuerpecito tan bellos era casi imposible imaginar que existiera una mente y una sensibilidad tan portentosas. Alicia sabía que él creía decirlo en serio y le perdonaba ser tan imbécil porque por primera vez se sentía deseada en la carne y en el espíritu, aunque esto último fuera de cierta forma un equívoco. Sabía que Valentín se quería demasiado a si mismo, pero el deseo le bastó. Y se enamoró.

El trabajaba en una empresa de diseño industrial con muy buenos resultados.Trabajaba y trabajaba y trabajaba por un futuro confortable, apetecible, y, por sobre todas las cosas, compartible. Según le decía, ese futuro era el de ella también, de allí saldrían su casa, su comodidad y sus hijos. Alicia callaba y se limitaba a disfrutar los momentos de intimidad con una sed tanto mayor cuando estos se fueron espaciando y espaciando y espaciaaaaaando por motivos de trabajo, del futuro y de responsabilidades que debían ser asumidas.

Entonces empezó a pensar que algo había fallado en sus planes o en su desesperada carrera hacia la autosatisfacción y comenzó a exigir y a no recibir. Y a darse cuenta que Valentín no tenía la culpa, que la vida era así, que había metido la pata enamorándose de un hombre seguro de si mismo y más bruto que ella. Un hombre de éxito que hablaba sin parar de si mismo y que la alababa constantemente con el único objetivo de asegurarse tener como amante, novia o mujer a alguien fuera de serie, especial y acorde con su posición económica e intelectual. Ella se lo perdona todo.

Alicia estaba-está enamorada de Valentín.

Está cómoda y segura. Se ha casado con todas las de la ley.

Pero está el problema de no sentirse tan deseada como antes y a la vez no querer dejar a su marido. Se sienta en la terraza del apartamento ganado con tanto esfuerzo y alienta café en una hornilla importada. Se sienta y espera por Valentín y el crepúsculo hojeando revistas. Y da la casualidad que un día descubre, en un artículo, que en los paises del Oriente Medio y de Africa del Norte el agua escasea y que la importación masiva de cereales permite ahorrar agua de riego, que así importan «agua virtual».

– Agua invisible, se dice, y decide buscarse un amante.

 

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