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Allez mexicain, allez mexicain!

Llegué a Pau, Francia, en el distrito de los Pyrénées-Atlantiques, el primero de agosto del 2005, después de escalas en México D.F. y París. Supe la ubicación de la ciudad unas semanas antes irme a vivir allá, cuando mi madre se adelantó para conseguir vivienda. Por entonces, en mi casa de Ciudad del Carmen, Campeche, no tenía internet, así que agarré un Atlas de la biblioteca de mis padres y busqué las ciudades del sur de Francia. Encontré Pau en el suroeste, cerquísima del País Vasco. Entonces sentí alivio, dado que pensé que mucha gente hablaría español. Por aquel entonces mamá tenía treintaiséis, y yo era un chico de catorce. Los había cumplido el dos de julio. Además de encontrar casa, mamá tenía que arreglar trámites burocráticos antes de empezar su nueva etapa como geóloga en la empresa petrolera Total. También, debía inscribirme a una escuela. En México, yo había terminado de cursar segundo de secundaria. Mi promedio era un desastre, había alcanzado un siete punto cinco de diez. No sobresalía en ninguna materia, si acaso tenía arriba de ocho en Cívica y Ética y Español, materias en las que difícilmente alguien sacaba menos de ocho punto cinco. Adela, mi exnovia, me había cortado. Las cosas en casa con mis padres no iban del todo bien. Por entonces casi no salía porque era común que estuviera castigado por sacar malas calificaciones. Si no era ese el motivo, era que me mandaban reportes por no llevar el uniforme impecable, el cabello corto o las tareas completas. El dinero en mi bolsillo escaseaba y tenía pocos amigos. Eso sí, era muy bueno jugando FIFA 2005 y Mario Kart en el GameCube. Tenía el ejemplar del cuadrigentésimo aniversario del Quijote de la Real Academia Española y lo había hojeado varias veces. Me había leído un par de versiones del Quijote para niños y adolescentes. Había leído Marianela, de Benito Pérez Galdós, la Metamorfosis, de Franz Kafka, el Diario de Ana Frank y la saga entera de Harry Potter por lo menos dos veces (hasta el quinto libro en español). Por las tardes iba a clases de violín los martes y los jueves. Me tocaba ir al fútbol los lunes, miércoles y viernes. Era portero. También me gustaba fumar a escondidas en el jardín o en la calle. No veía al cigarro como algo ajeno, ya que desde que era muy pequeño veía a mis abuelos fumar. Me agradaba el aroma. Mis padres decidieron que me fuera a Francia para que aprendiera otro idioma, tuviera la experiencia de vivir en el extranjero y conociera otra cultura. Creo que, de paso, en el fondo querían que le agarrara interés a algo. Mamá me inscribió al colegio de L’Immaculée Conception Beau-Frêne para volver a comenzar segundo, que allá equivalía a quatrième, que en el sistema francés pertenecía al nivel Collège. Mis padres tenían la intención de que aprendiera francés sobre la marcha. Antes de irme de Ciudad del Carmen, agarré un par de diccionarios español-francés y comencé a aprenderme los números y palabras de supervivencia.

Mamá y yo vivíamos en un departamento que estaba en un quinto piso, un conjunto de edificios de nombre Victoria Garden, en Rue Ronsard, a un costado de la Universidad de Pau. Las clases comenzaban la tercera semana de agosto, el lunes veintidós. Tenía esos días previos para aclimatarme, ajustarme al horario y tomar clases intensivas de francés para sobrevivir el ciclo escolar. Las primeras semanas eran cruciales. Estaba emocionado. El año anterior, en septiembre del 2004, había estado ocho días en París con papá. Fue la primera vez que salí de México. No obstante, había tenido la oportunidad de recorrer casi todos los estados de mi país desde que era niño. Menos de un año después, las circunstancias me pusieron de nuevo en Francia, por lo que no tenía miedo o desconfianza. Al contrario, recuerdo experimentar una sensación de adrenalina, curiosidad extrema y libertad de saberme muchas horas solo en un lugar nuevo. Asimismo, me hacía ilusión saber que no tenía que usar uniforme para ir a la escuela. Anoté una lista de lugares para salir a explorar. Mamá contrató a una maestra de francés que era de San Sebastián. Perfecta para mi situación, bilingüe. Me dio el kit de supervivencia. El verbo être y sus conjugaciones. La lista de verbos más comunes y sus conjugaciones en presente. Frases básicas de saludos y despedidas. La comida. Los números. Los colores. Llegó el día. Comenzaron las clases.

A mis catorce, era consciente de una desigualdad extrema en México: étnica, racial, de género y clase socioeconómica. Observaba. Sí había sido testigo de injusticias de diversas índoles, y me bastaba con salir de mi casa para ver la pobreza, aunque nunca había tenido la mala fortuna de ser atacado, con excepción de cuatro veces que me asaltaron a mano armada. Durante la primera semana en Beau Frêne, me pasé los primeros dos recesos solo, deambulando por los jardines del colegio con mi Discman, un arcaico Walkman Sony. En mi mochila cargaba un estuche con varios CDs. Por esas semanas estaba obsesionado con The Eminem Show y Encore, me sabía varías canciones de memoria, y las entonaba, convencido de que George W. Bush era el Anticristo, que la guerra en Iraq y Afganistán debía terminar cuanto antes y que Detroit existía en algún lugar de la región de los grandes lagos de Estados Unidos. Admiraba orgullosamente a Avril Lavigne, sin importar las críticas infundadas de mis amigos en México. Repetía y repetía Let go y Under My Skin en mi Discman. Me daba cuenta de que pronunciaba las letras de las canciones bastante bien, aunque no podía decir que hablaba inglés. Al tercer recreo, mis compañeros de quatrième trois, mi grupo, me vieron parado en un árbol, tratando de escalarlo con mis audífonos puestos, y se me quedaron viendo por unos instantes. Llevaba el cabello sin peinar, una chamarra de motociclista que había conseguido en el E. Leclerc que estaba por mi casa y unos tenis azules de tracking, mi único par. Era bastante delgado, pesaba más o menos unos cincuenta kilos, y ya medía un metro con setenta y cinco centímetros. Ellos eran un grupo de ocho chicos, todos franceses. Cuchichearon entre ellos. Los miré de reojo mientras intentaba escalar el árbol. Me hice el tonto. Uno de ellos se me acercó, y me dijo, en francés, algo que no entendí. Me lo repitió en inglés: Do you want to come and hang out with us, mexican? En ese instante me sentí sumamente idiota tratando de escalar el árbol. Sin embargo, me sentí, también, aliviado. Al parecer todos habían discutido la posibilidad de invitarme a pertenecer a su grupo de amigos, y me estaban dando la oportunidad. Me fui a pasar el resto del recreo con ellos, sin pensarlo dos veces. Me preguntaron que si en México todavía se utilizaban los Discman. Uno de ellos, musculoso y de aspecto mayor que nosotros, me dijo que en Francia estaban de moda los reproductores mp3. Otro de los chicos sacó de su mochila un reproductor Samsung de 528 megabytes y me lo enseñó. Yo les mostré mis CDs. Me preguntaron que por qué escuchaba mucha música norteamericana. Me di cuenta de que no tenía muchos álbumes de música en español; sólo cargaba Dance and Dense Denso y Con todo respeto, de Molotov; , de Julieta Venegas y Natalia Lafourcade, de ella misma.

El grupo que me acogió estaba formado por Maximilien, un chico rubio que tenía quince años, bastante alto y fornido y era, hasta cierto punto, motivo de burla, porque en quatrième la edad promedio eran trece o catorce años, cuando mucho. Era el fósil, el quedado del grupo. Estaba también mi amigo Bendji, de aspecto bonachón, bajito de estatura y tenía pecas. François, más alto que yo, usaba frenos y tenía ojos azules. Teníamos otro compañero, cuyo nombre no recuerdo, pero que era fanático del rugby y jugaba en el equipo de la escuela, un poco mayor que el resto del grupo, de catorce, y tenía unos músculos impresionantes para su edad. Después se encontraba otro chavo, delgado, de ojos verdes y que siempre iba peinado de copete. Le gustaba hacer ruiditos extraños, sobre todo cuando jugábamos luchitas; una especie de ronroneo felino. Hugo era un chico de piel muy blanca, pálido, a quien Maximilien, por lo regular, se agarraba como saco de boxeo. Luego estaba el mejor amigo de Hugo, un chico muy tranquilo, de sonrisa discreta, y que siempre me hacía la plática. Era bastante paciente con mi francés precario. Nosotros éramos el grupo de los chicos de quatrième trois. Las chicas tenían su propio grupo, y sólo nos juntábamos con ellas en el salón de clases. Afuera cada quién agarraba por su lado. Nos esperaba el ciclo escolar 2005-2006. Ya no estaba solo.

Una tarde de los últimos días de ese agosto, veníamos saliendo del edificio principal de la escuela, de cuatro pisos. Era la hora del recreo. Teníamos clases de ocho a once de la mañana, receso de once a dos de la tarde (una gloria comparándolo con los tiempos cronometrados y la disciplina dictatorial de la escuela en México), y luego clases hasta las cinco o seis, dependiendo de si nos tocaba educación física. Era una mañana soleada, sin nubes y veníamos bajando las escaleras de la puerta principal, aunque había algo de tráfico humano. Decenas y decenas de alumnos tratando de salir a los jardines. Una vez que sonaba la campana del recreo, todos los estudiantes del edificio corríamos al mismo tiempo en estampida. Dado que nosotros, quatrième trois, tomábamos casi todas las clases en nuestro salón del tercer piso, siempre tardábamos unos minutos extra en salir a los patios. Ya en las escaleras, casi a punto de pisar el suelo del estacionamiento que se encontraba inmediatamente al pie del edificio, pasó corriendo un chico, para mí, un auténtico desconocido. Era africano, más delgado que yo, pero varios centímetros más alto, y me asestó una cachetada rimbombante que me dejó la cara entumecida y el ojo derecho lloroso. “Putain de merde, conne, fils de pute”, me gritaba el susodicho.  En cuestión de segundos, reaccioné y salí corriendo a toda velocidad con la intención de corretearlo, aunque el ojo derecho me venía llorando sin control. Me lo toqué, me lo tallé, me lo limpié con mi playera, mas no me paraba de lagrimear. Corrí, atemorizado. Mi instinto de supervivencia y mi orgullo me forzaron a mover las piernas. Me esperó en el estacionamiento, tiró su mochila al suelo. Me estaba retando, en posición de boxeo, con los puños cerrados. No la pensé dos veces. Repasé, en unos pocos segundos, qué golpes de Karate Do le iba a asestar en el estómago y en la cara. Un maite zuki, pensé, y una patada, una mae gueri, y después lo reviento con una mawashi gueri. De bloqueo, para la cara, un age uke. Para una patada baja, un gedan barai. Para un golpe al tronco, un uchi uke. Agárratelo con el combo maite zukigyaku zukimae gueri, pensé, mientras me ponía en posición de combate, de kumite, como si ya estuviera en una pelea de torneo. De algo me tenían que servir los cinco años que practiqué Karate Do y los torneos oficiales en Puebla en los que me veía en la necesidad de pelear para sobrevivir y no hacer quedar en ridículo a la delegación Campeche. Se había formado un grupo de estudiantes alrededor de nosotros que gritaban, insultando o echando porras. La mayoría me echaba gritos de ánimo. Me sentí respaldado. Escuchaba unas que otras voces de caras desconocidas que gritaban “mexicain, mexicain, allez, allez”. No veía a mis amigos, creo que nos habíamos perdido en las escaleras. Me decidí, me aventé valientemente contra mi oponente y lo conecté en la cara con un potente maite zuki, con la firme intención de quebrarle el tabique de la nariz. “Yeeeeeeeeee”, grité, al momento de conectarlo; era mi grito de guerra. En el estómago le coloqué un mediocre y flojo gyaku zuki. En el pecho le hundí la planta de mi pie derecho con una mae gueri. Esta patada lo hizo perder el equilibrio, cayó al suelo de espaldas, aturdido. No vi sangre, aún. El puño me dolía de uno de los golpes que le di. Al parecer su nariz era elástica. “Mexicain de merde, putain de grosse merde”, me gritó tirado en el suelo. Se levantó inmediatamente, antes de que me diera tiempo de reaccionar y aventarme encima de él para noquearlo y forzarlo a que se rindiera. Ya de pie, me intentó dar un golpe en la cara, que bloqueé milagrosamente con un age uke. Seguimos midiéndonos, tirando golpes y esquivándonos. Bailando en círculos, él como boxeador, yo como karateka. De la nada irrumpió en el círculo de estudiantes alborotados Maximilien y se puso en medio de nosotros. Maximilien, imponente, más alto y más fuerte que cualquiera de nosotros dos, le gritó algo en francés al otro chico, aunque yo seguía en posición de combate por si las moscas. “Africain de merde, de très très grosse merde”, le gritaba yo, durísimo, casi perdiendo la voz, con el ojo derecho entrecerrado y goteando en lágrimas, para que me escuchara. Maximilien me sacó de la pelea, me sujeto fuertemente del brazo, me arrastró fuera del círculo de curiosos y me dijo que ya no siguiera más. Que ya no me iba a volver a atacar aquel chico. Le pregunté en inglés que si lo conocía, que si sabía por qué demonios me había buscado pleito. Me dijo que no tenía idea de quién era, pero que si no quería que mandaran llamar a mi mamá o que me expulsaran del colegio, que me olvidara del asunto. Me reuní con el resto de los chicos. Me preguntaron si estaba bien. Mis amigos tenían una cara de sorpresa y espanto. Me dieron una palmadita en la espalda. El chico que jugaba rugby me felicitó. El africano se echó a correr, y se perdió entre la muchedumbre. Sobreviví a mi primera pelea en el extranjero. El ojo me continuaba llorando. Me fui a revisar a la enfermería. Les dije que me había pegado un balón de fútbol en la cara.

Por aquel entonces, el único idioma que dominaba era el español. El inglés con el que me comunicaba con los demás era supuestamente intermedio, aunque en realidad calculo que todos hablábamos un inglés básico. De cualquier forma, yo ya sabía técnicas de supervivencia de francés, ya había aprendido a conjugar unos diez o quince verbos en presente, y también dominaba ya las groserías locales. Así que, entre inglés y francés, lograba entender muchas de las cosas que decían mis amigos. Por lo general, cuando discutían o conversaban, siempre perdía el hilo de la plática en algún momento. Aunque si esta era de mi interés, les pedía explicaciones de nuevo en francés, o recurríamos al inglés. En el peor de los casos, sacaba mi diccionario francés-inglés Larousse que traía en mi mochila en todo momento, o de plano nos comunicábamos con señas. No está por demás decir que, en ningún momento, me sentí separado del grupo. Al contrario, inmediatamente me acogieron, fue un contacto sumamente humano, aunque ninguno de nosotros domináramos completamente un idioma en común. En México, salvo mis poquísimos amigos, no me había sentido tan acogido por nadie. Ninguno de ellos sabía español más allá de saludos y despedidas. Me encargué de enseñarles palabras mexicanas, y técnicas de supervivencia en español. Era mi manera de darles las gracias, de devolverles la infinita paciencia que tenían conmigo, y por supuesto, de enseñarles sobre mi país, lenguaje y cultura. 

Por esos días me ocurrieron dos cosas que me animaron la existencia. Conseguí un balón de fútbol, el de la Champions League 2005-2006, un Adidas con estrellas rojas que cubrían todo el esférico, como una suerte de red estelar, unidas unas con otras a través de sus respectivos vértices. También me aseguré de conseguir una bomba para inflarlo y una válvula. Después de varios días de portarme bien, conseguí los tenis de fútbol rápido de Ronaldinho, los Nike Tiempo. Quería asegurarme de poder practicar en los recesos y jugar fútbol. En Ciudad del Carmen era portero desde que tenía doce, y en los torneos de la secundaria era el guardameta indiscutible de mi grupo. Tenía afición por aventarme y volar en las canchas de futbol rápido de concreto de la escuela. Admiraba mucho la leyenda de Jorge Campos, Oswaldo Sánchez, el Conejo Pérez y José de Jesús Corona. Internacionalmente, trataba de imitar a Iker Casillas, Oliver Khan y Gianluigi Buffon. De medios y delanteros, había dos nombres en mi once ideal: Zinedine Zidane, Zizou, el Mago de Marsella, la máxima sensación, y Ronaldinho, por su talento excepcional y la mucha mercadotecnia. En Pau, tenía la ilusión de probarme como defensa o medio ofensivo en el equipo de la escuela, aunque sabía que si algo no salía como lo tenía planeado, podía recurrir y aspirar a convertirme en el portero oficial. El ídolo mexicano en aquellos años era el entonces defensa del F.C. Barcelona, Rafael Márquez, y era motivo de orgullo nacional. Me recordaba que yo también podía pelear por un puesto en el fútbol extranjero. Para ello, primero, en mi mente, debía de probarme con los chicos que jugaban en el recreo, y con mi banda de quatrième. Siempre había grupos de chicos que llevaban su balón y organizaban retas, aunque no estaban diario. Era más bien una circunstancia aleatoria.

Una mañana de septiembre salimos decididos a pasar la mayor parte del receso jugando fútbol. Llevaba mi balón de la Champions League inflado, y tenía mis tenis de fútbol rápido puestos. Bajamos corriendo a los jardines. Pusimos mochilas para marcar los postes de las porterías. Contamos diez pasos de separación. No podía con la adrenalina. Me persigné. Miré al cielo, apunté a las nubes con el dedo índice. Era una acción que, católicos o no, muchos de nosotros hacíamos por copiar a los jugadores profesionales. En esos momentos de adrenalina y estrés, me volvía más creyente, más espiritual. Era mi primera oportunidad de jugar fútbol en el extranjero. De codearme con el nivel europeo. En Campeche, además de jugar devotamente de portero todos los recreos en la secundaria, representando a mi grupo, también militaba en el equipo de la Universidad Autónoma del Carmen (Unacar), en la categoría de trece a catorce años, y era el portero suplente, por lo que nunca vi acción como titular. Esto se debía en parte a que cuando hicieron las convocatorias para el equipo estatal, en marzo del 2005, y me tocó probarme, me anotaron un gol de túnel. Justo en ese partido estaban los cazatalentos a nivel estado. El entrenador de porteros se encabronó conmigo. “No chingues, Pliego, cómo de túnel, cabrón, así no, compadre”, fueron sus palabras. Está por demás decir que no me seleccionaron para el equipo estatal. Eligieron, en mi lugar, a mi compañero, el portero titular, al que le decían el “Pollero”. Desde entonces, perdí la opción de la titularidad en mi equipo de la Liga de Ciudad del Carmen. Traté por todos los medios de alzar el nivel, pero entonces tuve que mudarme a Pau. Allí, en cambio, podía comenzar de cero. Teníamos todo a nuestra disposición. Una cancha de césped inmensa. Un balón profesional. Tenía incluso los zapatos adecuados. Lujos que sólo había visto en la televisión o jugando FIFA 2005 en mi GameCube. La cancha donde entrenaba con los Delfines de la Unacar era de arena y hierba silvestre. Las porterías no tenían redes. El área chica y el área grande tenían hoyos. Los límites del campo, el círculo central y las áreas estaban marcadas con cal. A veces era más fácil hacerse un esguince en el tobillo que anotar un gol. En la secundaria, cuando el maestro de educación física no nos prestaba el balón, jugábamos hasta con latas de refresco o de jugos. En el peor de los casos, hasta con tapas o roscas. La situación en Pau era distinta. En ese recreo, después de acomodar las mochilas y marcar las porterías, inmediatamente se formaron equipos de otros grupos, de los otros quatrième y de troisième. Decidí probarme de defensa. Ya tendría tiempo de porterear después. 

En México comencé a fumar cuando tenía trece, aunque la primera vez que probé un cigarro fue en agosto del 2003, en unas vacaciones de verano en la casa de mi abuelita, en Ecatepec, Estado de México. Mientras ella hacía el quehacer, le robé un par de Montana rojos que guardaba encima del microondas, y me subí a la azotea de la casa. Agarré unos cerillos de la estufa. Me acompañé con la perra, que vivía allá arriba, y tenía su casita de ladrillos y techo de lámina que le construyó mi tío. Miré los cerros, a lo lejos, la nube de smog. Prendí el cigarro. No tosí. Era como si supiera fumar desde antes. Eso sí, me mareé bastante. Estuve cerca de quince minutos sentado, en la barda de la azotea, con la perra al lado, contemplando el noreste suburbano del Estado de México. Mi abuelita se dio cuenta unas horas después porque tire las colillas en el lavadero, y me gritó. Pero como era su consentido, el nieto mayor, no les dijo nada a mis papás, hasta donde yo sé. En la secundaria, era difícil conseguir cigarros, dado que mis papás no me daban dinero en absoluto, salvo en ocasiones especiales. Cuando me caía algún peso, lo ahorraba, y cuando no, esperaba a que se descuidara mi mamá y le esculcaba la bolsa. Husmeaba la casa para encontrar monedas tiradas, o billetes en libros. Una ocasión, en Ciudad del Carmen, después de jugar maquinitas de Street Fighter con mi amigo Fredier (él siempre me invitaba), agarré unos cigarros Marlboro Menthol de la papelería que atendían unas viejitas, que estaba a unas cuantas casas de la mía, y me eché a correr. Días después, mis papás me encontraron la cajetilla y me exhortaron a confesarles de dónde y cómo la había conseguido. Me sacaron la verdad. Me hicieron ir a pedirle perdón a las viejitas, y a ofrecerme a trabajar para ellas a fin de pagar mi deuda. Creo que en el fondo les he de haber dado risa a las viejitas. Me miraron con una cara seria. Me dijeron que no me preocupara. A veces hacíamos coperacha en los billares con mis amigos, y comprábamos una cajetilla de cigarros Camel entre todos. No eran tan fuertes como los Marlboro, pero mareaban los suficiente como para disfrutarlos. Otras veces, cuando nos caían dos o tres pesos, se los comprábamos sueltos a los vendedores ambulantes en triciclo que merodeaban por todo Ciudad del Carmen, los bien conocidos “chapitas”, indígenas de Chiapas y el sureste mexicano que laboraban, mal pagados, en dichos negocios (siempre ofrecían papas, refrescos, chicles, cigarros, dulces y aguas).

Mi relación con el cigarro fue paralela a mi relación con el fútbol. Ambos, siempre, me acompañaron, incondicionalmente. En Pau, estaba impresionado por la cantidad de gente de mi edad que fumaba. Yo, por mi parte, era inmensamente feliz ante tal noticia, ante tal espectáculo. Un auténtico deleite. Había una cantidad de marcas de cigarros que en mi vida había escuchado y visto, lo que me inquietaba. Fumar era, como lo supuse, algo cultural. Aunque también estimo que tenía que ver con el hecho de que a los catorce se podía fumar legalmente en Pau, siempre y cuando el estudiante tuviera una carta de sus padres en la que estos le otorgaban el permiso de fumar en la escuela. Dicho documento, a su vez, tenía que estar en los archivos de la dirección del colegio. Si te veían fumando los maestros, tenían la autorización para pedirte dicha carta, y si no se la mostrabas, entonces mandaban llamar a tus padres. En mi caso, por supuesto, jamás me pasó por la mente pedírsela a mi mamá. De antemano sabía su respuesta, y la respetaba. Consideré seriamente falsificar una. En la secundaria, había estudiado detalladamente su firma, y la había falsificado al menos un par de veces cuando me mandaban notificaciones y reportes de la escuela. No me animé. La firma era lo de menos. Me lo impidió mi conocimiento precario del francés. Mi inglés, según estimé, no era lo suficientemente bueno como para pasar por la prosa elegante de mi madre. Pero eso no implicaba que no iba a tratar, por todos los medios, de encontrar cigarros, y fumar en Francia. Fumaría en la clandestinidad, sin cartas, sin permisos. En público. Era también, como el fútbol, un sueño. 

A la salida, había días en los que mamá me pasaba a recoger. Había otros, sin embargo, en los que me tenía que regresar al departamento en camión. Todas las mañanas, antes de irme a la escuela, mamá me decía si pasaría por mí, o si, por el contrario, tendría que regresarme solo. Si era de esta última forma, me daba los euros contados para pagar el camión, por lo que comprar cigarros me resultaba imposible. De ahí que tuviera que recurrir a pedirlos gratuitamente. Me beneficié tremendamente de ser bien conocido, de ser el único mexicano de todos los quatrièmes. Aunque eso no me quitaba la vergüenza de pedirlos. De encontrar el momento adecuado. En los días en que me tocaba irme solo, antes de caminar a la parada, que estaba enfrente de la escuela, me iba un rato a uno de los jardines que se situaba en los límites traseros del colegio, cerca de una cancha de fútbol rápido de cemento. Ahí siempre estaba Nina, una chica británica, un poco mayor que yo, de quince. Estudiaba en troisième. Desde que llegué a Beau Frêne, establecí una relación cordial con ella, dado que ambos hablábamos en inglés, lo que me hacía sentirme a salvo, sobre todo en los primeros días de clase. Me ayudaba platicar con ella, en especial cuando me frustraba por no poder expresarme en francés. Siempre la veía, a la hora de la salida, escondida en esa parte del colegio, fumando, también, en la clandestinidad. A ella, como a mí, sus papás no le habían dado ninguna carta con permiso para fumar. Conseguía tabaco suelto, papelitos para enrollar los cigarros y filtros. Nunca le pregunté cómo le hacía para conseguir el producto. Supongo que ha de haber tenido una identificación falsa, o algún contacto que le hiciera el favor. Cuando me acercaba, me saludaba, me platicaba algo trivial de su día, y, por supuesto, me invitaba un cigarro. Pensé en invitarla a salir muchas veces, aunque me moría de la vergüenza.

Mi paso por el fútbol europeo apenas comenzaba. En los días previos a que me inscribiera en el equipo de Beau Frêne, me fui a jugar retas a la cancha de fútbol rápido que estaba detrás de mi casa. Un colega mexicano del trabajo de mi mamá me aconsejó que lo más conveniente era plantarme ahí con mis tenis puestos y mi balón, listo para jugar. En caso de que viera a chavos jugando, lo único que debía hacer era preguntarles si podía entrar al partido. Le tomé la palabra. Las primeras veces que fui la cancha estaba sola, por lo que me puse a entrenar por mi cuenta. Comenzaba con un calentamiento de unos quince minutos. Trotaba alrededor de la cancha, para posteriormente hacer arrancones de velocidad. Después venían los estiramientos. Posteriormente, corría alrededor rodeando el perímetro de la cancha, adelantando el balón con los pies, haciendo fintas. Luego me concentraba en dominar el balón, repetidas veces, con los empeines de los pies, las rodillas, la cabeza, los hombros. Trataba de romper mi récord personal. Llegué a dominarlo más de cincuenta veces ininterrumpidas. Al final, hacía tiros al arco. Primero practicaba tiros libres, desde distintas posiciones de la cancha. Después penaltis. Por último, ya entrado en calor, tiraba cañonazos al arco. La cancha estaba rodeada en su perímetro por una cerca de madera, lo que evitaba que el balón se volara con tiros filtrados. La portería tenía de fondo una pared de madera. Alrededor de los postes y el travesaño, se encontraba un muro, también, de madera, lo que evitaba que el balón se fuera a la calle. La única forma de volar el esférico era haciendo tiros muy elevados. Me ayudaba bastante a ser más preciso, dado que, en caso de volar el balón, tenía que correr a máxima velocidad para que no me lo fuera a ponchar un carro. Lo volé varias veces, por supuesto. Salía disparado detrás de él. 

Una tarde de fin de semana de septiembre, llegué listo para entrenar en la cancha. Me encontré con la sorpresa de que había grupos de chavos jugando retas. Eran equipos de siete, si la memoria no me falla. Me acerqué. Les pregunté: “Puis-je jouer avec vous?”, con la voz algo floja, pero emocionado. Había estudiado esa frase muchas veces. Primero había consultado mi diccionario Larousse. Igualmente la había consultado en el internet, en la clase de computación en el colegio. “Quoi?”, me respondieron. Les repetí, más despacio. Me dijeron que esperara. Estuve parado unos quince minutos. Eran un grupo de chavos, después me enteré, marroquí-franceses, jugando en contra de un grupo de chicos blancos. Había uno, en especial, que me llamó la atención por la calidad de su juego. Llevaba puesta la playera de Thierry Henry, del Arsenal. Se llevaba a dos, tres, cuatro jugadores seguidos. Estaban goleando al otro equipo. Cuando el chavo de la playera de Henry anotó un gol de tijerita, asegurando así un nueve o diez a cero, me dijo entonces que podía entrar de cambio. Todo pasó en cámara rápida. Vi momentos. Sudé, perdí contacto con la realidad fuera de la cancha. Tenían una condición física impresionante. Hacían fintas, piruetas. Se aventaban chilenas, tijeritas, palomitas, sombreritos. No fallaban. Eran impecables. Era un juego rápido y bastante físico. Sabían meter el cuerpo sin hacer faltas. Me dediqué a tocar el balón, a moverlo. Me convenía evitar contactos físicos, dado que yo era de peso ligero. Me acomodé de medio ofensivo. Recibía el esférico, lo pisaba, me hacía una finta de bicicleta, o algún recorte, y lo distribuía a los de mi equipo. Metimos más goles, once a cero, doce a cero. Pasaron alrededor de diez minutos. Me acoplé al ritmo. Tuve un tiro al arco. Lo paró el portero. Salté y esquivé varias barridas. Llevaba semanas practicando la Roulette de Zinedine Zidane. Tuve la oportunidad, hice la faena. Me llevé a dos con la finta en menos de cinco minutos. No anotaba. Sabía que tenía los minutos contados. Hubo una falta. Me barrieron por detrás. No salté a tiempo. Me quedé tirado en la cancha de césped sintético un par de minutos sumamente adolorido. Tenía la rodilla raspada, y me sangraba, aunque no tan escandalosamente. Me aguanté las lágrimas. El chico que me barrió se veía fácil de unos dieciséis o diecisiete años. Se alejó, y no le reclamé. La pantorrilla derecha la tenía semi acalambrada. Me levantaron. Era un cobro de tiro libre. El otro equipo mandó poner una barrera de dos jugadores. Agarré el balón sin pensarlo dos veces. Era uno igualito al mío, de la Champions. Me tardé unos segundos. Conté unos cinco pasos hacia atrás. Me encarreré. Le pegué con chanfle, en dirección al ángulo izquierdo de la portería. No llegó el cancerbero. ¡Golazo! El primero. “Bon but, mexicain”, me dijeron.

Una de las tardes en las que platicábamos en el receso mis amigos de quatrième trois y yo, antes de entrar al comedor, a la cantine, les pregunté si alguno de ellos me podía conseguir cigarros. A cambio, me ofrecía a hacerles las tareas de matemáticas, con la condición de que copiaran a mano los ejercicios con su letra. Maximilien, a quien habíamos apodado “pigeon” porque decíamos que tenía cabeza de paloma (aunque yo les decía que era de pájaro dodo), me dijo que él me podía conseguir una cajetilla, pero que le diera el dinero. Le dije que me iba a tener que dar algún tiempo para conseguirlo. Incluso me ofrecí a pagarle intereses. Me dijo que no había problema, pero que, si no le pagaba, me iba a dar una lección. En parte nos gustaba molestarlo porque, como era el más grande, y cuando jugábamos luchitas, siempre nos vencía, teníamos que, de alguna forma, contrarrestar su fuerza física. Le di las gracias. Al día siguiente, me trajo a la escuela una cajetilla roja de Gaouloises Blondes. Por aquellos años, en Francia ya manejaban los letreros de advertencias de riesgos contra la salud en letras grandes. La cajetilla decía: Fumer tue. No necesité traducirla. También me trajo un encendedor. Como solo eran veinte, y no sabía hasta cuándo podría conseguir otra, decidí que cada cigarro me lo iba a fumar como si fuera el último. Resolví, entonces, guardarlos en mi mochila y estrenar el paquete más tarde, en casa. El departamento tenía un balcón con vistas a Rue Ronsard, el que podría ser el lugar indicado, o me podía encerrar en el baño a las dos de la mañana, cuando mi mamá estuviera perdida en el quinto sueño. Era cuestión de poner desodorante y encender el extractor de olores. Cuando me tocaba irme solo a casa, me ponía mis audífonos. Elegía el CD en el camión. Por aquellos días repetía y repetía Cleanin’ Out My Closet y Without Me una y otra vez. Me sabía las letras de memoria. Me tardaba unos cuarenta minutos en llegar al Victoria Garden. El recorrido pasaba por el centro, pero no me tenía que cambiar de línea. En esos días, mi mamá podía aparecer hasta las seis o siete de la tarde, como máximo. Los franceses, me enteré, tenían reglas estrictas de trabajo en las que no podían estar en la oficina hasta altas horas de la noche. El día que conseguí los Gaouloises, llegué al departamento, prendí la televisión y decidí que no podría fumar hasta la madrugada, porque mi mamá estaba próxima a llegar. Como yo no tenía celular, si no me encontraba en el departamento, me metería en problemas, y le metería un buen susto. Estuve viendo cualquier cosa en TVE. Era el único canal que entendía al cien. Me enteraba de lo que sucedía en España. Por las mañanas, veía las noticias en francés, antes de irme a la escuela. Disfrutaba de ver el canal France 3 Aquitaine. Antes de que llegara mamá, me senté a escribir. Por aquel entonces tenía un diario, un viejo y destartalado cuaderno del Demonio de Tasmania, en el que anotaba lo que me sucedía. También me dedicaba a copiar a mano letras de canciones en inglés. Me esmeraba haciendo mi mejor letra cursiva, con mi pluma fuente. Llevaba ya más de dos meses escribiendo relativamente seguido. Pensé en hablarle por teléfono a Purificación, mi tía segunda, con la que tenía una relación bastante estrecha. Ella tenía un año más que yo, así que éramos relativamente de la edad. La había visitado en Torreón, Coahuila, en agosto, justo antes de irme a vivir a Pau. Había hecho un viaje con mi papá en auto desde Ciudad del Carmen. De niños, habíamos pasado muchos veranos juntos. Era la hija de mi tía abuela, hermana de mi abuelita paterna, María Concepción, a la que todos llamábamos Concha. En Torreón, Puri y yo pasamos dos semanas juntos. Papá y yo nos quedamos a dormir en su casa. Diario recordábamos las veces que iba a pasar los veranos a su casa con mi abuelita Concha.  Paseamos bastante por Torreón, la Comarca Lagunera, y visitamos al resto de la familia. Puri y yo forjamos una estrecha relación. Era su sobrino favorito, me decía, aunque el término nos causaba risa. Su acento, bastante cantado, norteño, me causaba gracia y simpatía. Era contagioso. Ella me decía que hablaba con una mezcla de acento chilango y costeño.  Fuimos juntos a todos lados. Entonces, al momento de despedirnos, nos prometimos mantenernos en comunicación. Me entregó un sobre con estampitas, y una carta dentro. Yo, por mi parte, hice lo mismo, nada más que sin sobre y sin estampitas. Le escribí algo en una hoja que le saqué a mi papá de su portafolio mientras dormía. Le dije a Puri que como no tenía celular, le hablaría por teléfono cuando pudiera. Ella siempre contestaba el teléfono de su casa. Esa tarde, mientras esperaba a que apareciera mamá, le marqué por teléfono, usando una tarjeta para hacer llamadas de larga distancia a México, que comprábamos en un puesto de periódicos en el centro para hablar con papá y la familia. Mamá me contaba los minutos que gastaba, pero yo siempre le alegaba que tenía que respetar mis derechos de adolescente. Me preguntaba que a quién le hablaba tanto. Le decía que a Puri. A veces le decía que, a Adela, mi exnovia de segundo de secundaria. Otras veces le hablaba a Puri a escondidas. Al final, las veces que mamá estaba en el departamento, terminaba por no decirme nada, porque sabía que podía desencadenar una batalla campal a gritos, un cuento de nunca acabar. Le llamé a Puri esa tarde, como lo hacía en esos meses, dos o tres veces por semana. Le contaba de Pau. Ella me contaba de su escuela. Estaba en tercero de secundaria. Era su último año, antes de la preparatoria. No sabíamos cuando nos volveríamos a ver. Le dejé de marcar por teléfono durante mi último mes en Pau. Nos volveríamos a ver en marzo del 2007, para una boda familiar.

Esa noche me fui a dormir, aunque tenía insomnio, algo muy normal en mí por aquellas épocas. Me metía debajo de las sábanas, ponía la colcha encima de mi cabeza, y con una lámpara de pilas, me ponía a escribir en mi cuaderno en tanto que escuchaba música. Recuerdo que esa noche puse el disco de , de Julieta Venegas. Llevaba días de escuchar mucho rap y rock alternativo. Necesitaba algo meloso, pop, tranquilo. Escribía mientras sonaban “Lento”, “Andar Conmigo” y “Algo Está Cambiando”. Por fin mamá apagó la luz de su recámara. Mi cama estaba en la sala-comedor-cocina del departamento, que estaba conformado por un escritorio, un balcón, la recámara de mamá, un baño, una mesa-comedor, una cocina integral y un sofá de lectura a la entrada. Yo ya llevaba como media hora con las luces apagadas. Repetí el disco de Julieta Venegas, entero. Meditaba sobre lo que se me venía encima con el torneo de fútbol en Beau Frêne. Tendría mi debut europeo muy pronto. Pensaba en mis momentos con Puri. Pensaba en cómo iba a ser mi vida cuando regresara a Ciudad del Carmen. No quería volver a México, por ningún motivo. Tramaba un plan para convencer a mis papás de que me dejaran en Francia mientras mamá volvía a México a arreglar su visa. Después decidí que no debía de ser tan fatalista. Mejor debía dedicarme a pensar en todo el tiempo que tenía por delante en Pau. Me levanté de la cama, a eso de la una y media de la mañana. Agarré mis cigarros y el encendedor. Era el momento de estrenar la cajetilla. Me metí sigilosamente al baño. Cerré la puerta, con sumo cuidado, para no hacer ruido. Abrí la perilla de agua caliente de la tina. Me desnudé. Me miré en el espejo. El cabello lo tenía algo largo, al estilo de los Beatles, cuando comenzaban. Flexioné mis bíceps. Me miré el abdomen. Me estaban haciendo efecto las lagartijas y los abdominales. Quería tener cuadritos, lo estaba logrando. Le puse el tapón a la tina. Abrí, delicadamente, la cajetilla. Le quité el plástico envoltorio. Me recosté en el agua caliente, una vez que se llenó a medias la tina. Prendí, gloriosamente, el primer cigarro. Definitivamente no eran Marlboro rojos. Tenían un sabor más suave. Eran algo diferente a los Camel, Marlboro, Alas y Montana que hasta entonces había probado. Estuve meditando y fumando, cosa de media hora, cuando escuché que mamá se levantó de la cama. Abrió la puerta de su cuarto. Se escucharon pasos. Me lleva la chingada. Ahora sí se me va a armar. A improvisar, Ollin, a improvisar, pensé. Jamás me habían cachado mis papás en el acto. Resolví que fumaría en el baño porque, supuse, era difícil que mi mamá concibiera que yo sería tan estúpido como para hacerlo enfrente de sus narices. Pensé que lo más obvio era lo más difícil de desenmascarar. Tocó la puerta del baño. “Ollin, ¿qué estás haciendo despierto, Ollin, contesta, Ollin, estás ahí?”, me gritaba. “Estoy en el baño, ya ni siquiera puedo estar aquí en paz”, le contesté. Inmediatamente apagué el cigarro, volví a abrir la llave de la regadera, tiré la evidencia al retrete y le bajé a la palanca. Puse la cajetilla de cigarros entre la toalla, con la firme intención de abrazarla en caso de que mamá lograra entrar. “Salte ya, huele a cigarro, estás fumando, que te salgas, es una orden, ¡pinche escuincle!”, me gritaba y azotaba la puerta con las manos, ferozmente. “No seas dictatorial, jefa, no estoy fumando, han de ser los vecinos, seguro son los ductos de ventilación, aquí todo el mundo fuma”, le mentía vilmente. No salí como en otra hora. Dejé que mi mamá se cansara de golpear la puerta. Eso sí, me mantuve con la espalda pegada a esta en caso de que decidiera tumbarla. Salí como a las tres de la mañana, cuando me aseguré de que se había vuelto a dormir. Eché perfume, dejé la luz prendida, y también el extractor de olores. Recé para que no me fuera a imponer un castigo fuerte. Negaría los hechos. No encontraría los cigarros. Los escondí en uno de mis tenis, que puse estratégicamente detrás del sofá. 

Maximilien y yo teníamos claro que queríamos formar parte del equipo de fútbol de Beau Frêne, que pertenecía a la Liga de fútbol de colegios de Pau. Este estaba conformado por alumnos del Còllege y el Lycèe. La edad mínima era de quince, pero Maximilien me dijo que fuera a hablar con la entrenadora. Llegó el día de ir a hacer la prueba para quedarnos en el equipo. Conseguí unas espinilleras, unos tacos de fútbol y unas medias de portero. El campo de juego estaba en las instalaciones de la escuela preparatoria, que se encontraba sólo a unas cuadras de nuestro edificio. De pasarlas, entonces tendríamos que ir a la oficina de la entrenadora para que nos registrara en el equipo. Decidí probar suerte de portero, ya que Maximilien me dijo que no tenían a nadie de arquero. El cancerbero titular se había graduado la temporada pasada. Llegué con mi uniforme que usaba en los Delfines de la Unacar: mi camisa de manga larga de seda, de colores negro y rojo, Ardex, con coderas de protección en las mangas, y su conjunto, un short de portero con protecciones en los muslos. Mis guantes eran unos Voit rojos y negros, con un diseño de relámpagos. Tenían varillas de acero que me cubrían los dedos por la parte exterior, que a su vez me ayudaban a evitar que se me doblaran las manos al detener tiros potentes. Era el más joven. La mayoría de los chicos tenían quince, dieciséis o diecisiete. Me presenté. “Je m’appelle Ollin, je suis mexican et je suis en quatrième trois”. Me preguntaba cómo le haría para comunicarme con todos. Les fui honesto, diciéndoles que, si no les entendía, me podían hablar en inglés o en español. Calentamos. Trotamos alrededor del campo. Era una tarde de septiembre, calurosa, soleada, sin nubes. Llegó el momento. La cancha de césped estaba en perfectas condiciones. Las porterías tenían los postes recién pintados y las redes puestas. Los jugadores comenzaron a hacer trabajo de recortes y de conducción de balón con conos naranjas, intercalados unos centímetros los unos de los otros, para después tirar al arco. Me acomodé en la portería. Al pelotón de fusilamiento. En ese entonces, con mis uno y setenta y cinco metros de altura, más o menos podía volar y alcanzar los tiros aéreos. Aunque mi biotipo no era el de un arquero estándar, que, en las ligas europeas, a nuestra edad, estaban fácil por encima de los uno ochenta o uno ochenta y cinco, me decidí a mostrarme fuerte, ágil, determinado. Por abajo siempre llegaba relativamente bien a los balones. Me persigné y miré al cielo. Estuve cerca de quince minutos atajando cañonazos y recibiendo goles. Había un delantero, francés, de origen africano, como de uno ochenta y cinco, el capitán del equipo, que me colocaba los esféricos siempre a los ángulos aéreos. Recordé todas las instrucciones de mi entrenador de porteros de los Delfines. Hacía el recorrido en tierra, con los pies, agarrando impulso, y me lanzaba, también, a mano cambiada. Le detuve un par. Me anotó fácil una docena. Caía con las costillas, tratando de deslizarme en el pasto para que el impacto de mi cuerpo contra el suelo no fuera tan intenso. Siempre que me tiraban gritaba, en voz alta, para intimidar al cobrador, “Portero”, “Arquero” o “Puerta”, y si detenía el tiro, gritaba “Eso es todo”, “A huevo puta madre” o hacía gestos con las manos y sonreía. Me hacía gracia ver las reacciones de algunos tiradores, ya que no me entendían nada. Eran mis gritos de batalla. Después practicamos tiros de esquina. Ahí si tuve que salir a arriesgar el físico, por primera vez. En uno de los tiros de esquina, que realizó el cobrador designado, salí a toda velocidad del área chica, midiendo el balón en el aire, que llevaba un efecto de chanfle hacia afuera, es decir, hacia el área grande. Estaban en la danza del área unos seis o siete delanteros y unos seis o siete defensas, siempre los más altos del equipo. Maximilien también buscaba el remate aéreo, aunque era difícil que conectara los balones con la cabeza. Tenía yo a dos de mis defensas en los dos postes, y había colocado a los más altos en el área para despejar el balón. El capitán también buscaba el remate con la cabeza. Me llevaba fácil el doble de peso, aunque mi obligación era pelear cada balón, arriesgar el físico, sin importar los golpes que me llevara de por medio. Ser portero para mí siempre había sido un privilegio, aunque también un sacrificio. En Ciudad del Carmen ya me habían fracturado el tabique da la nariz dos veces portereando. Me encarreré, medí el balón, salté con la rodilla izquierda flexionada hasta el abdomen (lo que me daba impulso extra) y la pierna derecha completamente estirada. Estiré mis dos brazos lo más que pude para tratar de colgarme del balón, aunque el efecto de este hizo que no calculara bien su trayectoria. Inmediatamente intenté despejarlo con los puños cerrados, mas apenas lo rocé. Mientras tanto, el capitán saltó, al mismo tiempo que yo. Cuando ambos estábamos en el aire, el capitán conectó increíblemente el esférico con la cabeza, y con el remate también me tacleó, lo que me descolocó y me hizo caer de espaldas. No alcancé a meter los codos. Caí en seco. La tacleada y la caída me sacaron el aire. En el césped, tirado, con problemas para recuperar la respiración, vi cómo el balón se incrustaba en el fondo de la red. Sentí dolor en las costillas y en la espalda. Cerré los ojos. Me levantaron. Seguimos practicando tiros de esquina.

Unos días antes de mi debut oficial, fui a la oficina de la entrenadora, para que me registrara en la lista de convocados para los partidos de liga. “Nom de famille”, me preguntó. “García Pliego, we have two in Mexico”, le contesté. “D’accord. Prénom, s’il t’plaît”, me dijo. Le deletreé mi nombre. Me preguntó que qué significaba. Le dije que Movimiento, en Náhuatl. Estaba metiendo los datos en una computadora del año del caldo, una PC con Windows 98. Me preguntó otra información necesaria, como mi lugar y fecha de nacimiento. Me dijo que era el más joven, pero que había estado espectacular en el entrenamiento. Además, necesitaban portero. Me recordó que los dos primeros partidos de liga se jugarían ese viernes, en punto de las dos de la tarde. El camión pasaría por nosotros a la escuela. Debíamos de estar listos a las once y media en la cancha, para repasar las alineaciones y las estrategias de juego. También me entregó una carta para que se la diera a mis profesores, ya que perdería algunas clases. Llegó el susodicho viernes. Me reuní con el equipo. Le caí bien al capitán. Por suerte hablaba inglés, lo que nos permitía comunicarnos sin problema. “You are good for your age, you play good, just do your job”, me dijo. Le dije que por favor anotara muchos goles, que yo haría lo que estuviera en mis manos, que arriesgaría el cuerpo en todo momento. Maximilien estaba nervioso, callado. También era su debut. Yo ya estaba listo, con mi uniforme de portero puesto. Llevaba, en mi mochila, mi playera de la Selección de Inglaterra, una Umbro roja, con un diseño que me parecía futurista. Quería jugar uno de los partidos como medio ofensivo. Repasamos la alineación. Un clásico cuatro-cuatro-dos. Yo de portero titular en el primer partido. Si ganábamos este, podría jugar de medio ofensivo en el segundo, ya que había otro compañero que tenía ganas de porterear, y que había sido arquero suplente la temporada pasada. Sin embargo, este no era tan ágil y era más bajito de estatura que yo. Maximilien estaba de defensa central. El capitán, delantero titular. Había otro chico, de facciones mediterráneas, al que no le caía bien. Jugaba de carrilero por las bandas. Se había opuesto tajantemente a que me metieran al equipo porque tenía catorce, y según él, estaba muy chico y me comía goles. Según él, mi estatura de portero jugaría en mi contra. También mi complexión física. Le reclamó a la entrenadora. Ella, a su vez, lo calló. “Don’t pay attention to that guy, he tried so hard to earn a place in the team, you’ll do a great job”, me dijo el capitán. Nos sentamos en el pasto mientras que la entrenadora, en un pizarrón blanco, nos explicaba las estrategias y la posible alineación de los equipos que enfrentaríamos. Tenían a delanteros bastante altos, por arriba de los uno ochenta metros de altura. Tenían porteros con amplia trayectoria, que aspiraban a entrar a academias de futbol locales. Eran equipos de colegios que jugaban muy ofensivamente, con un cuatro-tres-tres o tres-tres-cuatro. Nosotros debíamos jugar defensivamente, construir desde la defensa y el mediocampo. Teníamos que aprovechar los tiros de esquina, los tiros libres y buscar que nos hicieran falta. La base de nuestro equipo, según ella, era la defensa y buscar los remates aéreos. En cuanto a mí, me dijo que simplemente arriesgara el físico y fuera por todos los balones aéreos. Me recordó que saliera a achicar en el área en caso de que estuviera solo en contra de un delantero, que me aventara por los balones a los pies de los jugadores. Que no esperara a que me fusilaran con un cañonazo, porque buscarían clavarlos a los ángulos aéreos en donde se me dificultaría llegar. Yo estaba tranquilo, puesto que mis cuatro defensas eran bastante altos, fuertes y más o menos podrían ayudarme, según les indicara. Nos faltaban mediocampistas y laterales generadores de centros y jugadas ofensivas. Era el once titular que teníamos. Tenía confianza. Llegó el camión por nosotros. Me senté con Maximilien. Este venía con un tic nervioso en la pierna y traía puestos sus audífonos. “Allez, mexicain, allez mexicain”, me corearon antes de bajarnos del camión.

Nos pusimos en círculo cerca del mediocampo. Nos abrazamos los once jugadores para escuchar al capitán. Yo jugaría con el sol en contra durante el primer tiempo, habíamos perdido el volado. De acuerdo con lo que entendí, nos dijo que buscáramos mandarle centros en cualquier oportunidad, que moviéramos el balón por las bandas, que no diéramos pases al centro, mucho menos detrás del medio campo. Me fui a acomodar a la portería. La cancha, contra todo pronóstico, era de arena. Las porterías sí tenían redes. Me recé un Padre Nuestro, en automático. Sonó el silbato del árbitro. Yo les gritaba, los animaba. Los primeros quince o veinte minutos casi no tuve acción. Me llegaron un par de tiros potentes, por debajo, que logré atajar sin mayor problema. Después me llegó otro tiro, también, por debajo, que mandé a tiro de esquina por la izquierda. Era verdad lo que nos dijo la entrenadora. Tenían a un par de delanteros, de origen africano, que eran en verdad unas torres, unos mastodontes. Uno tenía pinta de Samuel Eto’o, delantero del F.C. Barcelona; el otro de Thierry Henry. Acomodé a mi defensa para el corner. Tres de los delanteros superaban fácil los uno ochenta y cinco metros de altura. Les grité a todos que bajaran a defender, en inglés, francés y español. Puse a dos laterales de mi equipo en los postes. Le dije a Maximilien que me marcara al que se parecía a Henry. A los siete jugadores restantes, los mandé a que marcaran a los demás. Todo el equipo a defender. El sol me calaba, me cegaba un poco. Por más que saltara con todas mis fuerzas, si me tocaba enfrentarme a estos delanteros, era sencillo que no les ganara el balón. Mi biotipo no me ayudaba. Tenía que llegar al esférico antes que ellos, aunque fuera por cuestión de milésimas de segundo. Sonó el silbato. El esférico voló con chanfle hacia adentro, hacia mi arco. Lo medí bastante bien, salí, hice el recorrido, me le adelanté a los delanteros, salté lo más que pude, doblé mi rodilla izquierda hasta el abdomen y estiré la pierna derecha. Me he de haber elevado unos setenta centímetros, quizás más. Mandé el balón hacia afuera del área con los puños, no lo pude sujetar porque estaban ya los delanteros encima, habían saltado para rematar. Maximilien hizo una marca floja, para el olvido. No era muy ágil. “Putain, Maxi, putain”, le grité. Aterricé bien parado, aunque el balón le fue a parar a un mediocampista del equipo contrario, quien, sin pensarlo, remató el balón, le pegó con el empeine del pie, un tiro mortal. Me hice para atrás como pude y me lancé. Me estiré lo más que alcancé, con el brazo derecho levantado. Sin embargo, no me dio tiempo de hacer el recorrido con los pies para lanzarme y detener el tiro. Me impulsé con las piernas, de resorte. Mi mano alcanzó la altura del travesaño, mas no llegué al esférico, que se coló por el ángulo superior derecho. ¡Un señor golazo! Caí de costillas, vencido. “Putain, mexicain, putain, I told you, I fucking told you”, me dijo el chico mediterráneo.

Nos fuimos al medio tiempo perdiendo uno a cero. “Mexican, we need you as a midfielder”, me dijo el capitán. No entendía. Sucedía que, según él y la entrenadora, nos podrían golear si no generábamos juego ofensivo. Había parado yo cuatro tiros al arco, había salvado al equipo de unos cuatro o cinco tiros de esquina, había detenido un tiro libre indirecto y me habían anotado un gol. Si podíamos jugar ofensivamente, conmigo distribuyendo el balón, circulándolo hacia las bandas y posiblemente disparando al arco en el caso de que lograra burlar a los medios de contención, podríamos remontar. La entrenadora nos dijo que era necesario tirar al arco. Apenas habíamos llegado unas tres o cuatro ocasiones. Me cambié de uniforme. Era esta otra oportunidad que estaba esperando. Sonó el silbato. Me planté en el medio campo. Tuve posesión del balón. Me dediqué a tocar, distribuir. Me limité a hacer puras fintas de bicicleta. No quería regarla. Nada de sombreritos ni de Roulettes de Zidane. Me llegó un balón, hice un recorte, hice otro, me llevé a dos jugadores, era dinamita pura, explosivo, ágil, metí velocidad, me subí a la motocicleta, me abrí a la derecha, me metí al área chica, me salió el portero, un auténtico gigante, a achicar. Justo antes de que se me lanzara a los pies por el balón, di el pase, una diagonal matona, que remató impecablemente el capitán con la parte interna del pie. El balón se incrustó en la red. Empatamos, uno a uno. “Eso es todo, ¡chingada madre!”, grité, eufórico. Medio me reivindiqué con esa asistencia. Estaba muy nervioso, y enojado con la falta de confianza que me tenían algunos jugadores. Abracé al capitán. Choqué palmas con Maximilien. El resto del juego me costó trabajo. Nos estaban bombardeando, pero por suerte no andaban finos los delanteros. Por suerte, también, no hubo muchos cobros de esquina. Me tocó bajar a defender un par de ocasiones. Me puse en el primer poste, por órdenes del portero. Reventé el balón lo más lejos que pude en una ocasión. Tuve el esférico de nuevo, volví a hacer un recorte y me llevé a un jugador, pisé el balón, me subí a él con la planta del pie derecho, me di la media vuelta, luego lo pisé y me subí a él con la planta del pie izquierdo, terminé el giro de trescientos sesenta grados, me salió la Roulette, de Zidane, me llevé a otro jugador, disparé al arco, a ras del suelo, pero el cancerbero detuvo el tiro. Faltaban dos o tres minutos para que se acabara el juego. Nos marcaron tiro libre directo por una falta de nuestro equipo. El portero me pidió que me pusiera en la barrera, para que conmigo ahí pudiera tener un hueco para ver a dónde iba dirigido el esférico. Puso a cinco, a mí en la orilla. Me cubrí los genitales con una mano, el pecho con la otra. Salté lo más que pude, como si mi vida dependiera de ello. Me reventaron el balón en la cara, quedé medio atontado, tremendo golpe, me dejó el cachete dormido, pero salí hecho una bala a buscar reventar el balón, le volvió a pegar al esférico un rematador: esta ocasión me pegó en la mano, que no pude pegar al cuerpo. Sonó el silbato. Penal. Penal. Penal. “Putain de merde, arbitro vendido, no mames, it’s not a penalty, what the fuck”, le dije en su cara. “It wasn’t intentional, no fue intencional, no mame, whyle dije. Me le acerqué más, con la sangre hirviendo. Algo me dijo en francés. Me sacó la tarjeta amarilla. Sacó su libreta de apuntes, y me anotó. “Puta madre pinche arbitro de mierda, racista, hijo de la chingada”, le grité, alteradísimo. Me alejé corriendo para que no me sacara la tarjeta roja. El chico mediterráneo, Maximilien, el portero y el capitán se acercaron a reclamarle. Se hicieron de palabras y empujones con los jugadores del otro equipo. Sacó otras dos tarjetas amarillas. La entrenadora me gritó que me tranquilizara. También le gritó sus cosas al árbitro. Perdimos el partido dos a uno, con un gol de penal en contra en el tiempo de compensación.

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