Tukzon: mutaciones, fronteras y la subversión de la realidad – Entrevista con Giovanna Rivero

En Tukzon, Giovanna Rivero construye un universo narrativo inquietante, donde las fronteras—físicas, identitarias y literarias—se diluyen en una exploración vertiginosa del exilio, la mutación y la violencia. La novela entrelaza ciencia ficción, thriller y crónica periodística, desafiando las convenciones del realismo para sumergirnos en un relato donde lo extraño y lo cotidiano se confunden.

En esta conversación, la autora nos revela las influencias que dieron forma a la novela, su experiencia migratoria como detonante de la escritura, y su mirada sobre temas como la literatura menor, el cuerpo femenino como campo de batalla y la tensión entre realidad y ficción. A través de su voz, comprendemos cómo Tukzon no solo narra una historia, sino que cuestiona las estructuras de poder que determinan quién pertenece y quién es considerado extranjero, quién controla los cuerpos y qué relatos son legítimos dentro del canon literario.

En la novela se entrelazan elementos de ciencia ficción, thriller y crónica periodística. ¿Cómo fue el proceso de construcción de este mundo híbrido y qué influencias literarias o cinematográficas fueron clave para ello?

Escribí Tukzon bajo la influencia del shock cultural de mi primera migración a Estados Unidos. Había llegado en enero de 2007, en pleno invierno, a las nieves de Arkansas, y viniendo yo de un lugar tropical, el paisaje se me hizo hostil y fascinante a partes iguales. El paisaje es el recorte estético fundamental del mundo, es la invitación que te hace el horizonte a atravesarlo. En ese sentido, la lengua ajena, el paisaje que se revelaba infinitamente blanco, el modo de practicar la religión, todo ello me colocaba en una sensibilidad otra que yo apenas había experimentado. La extrañeza de mí misma era, probablemente, lo más incómodo, el test más duro. Y la escritura que antes había elaborado de pronto exigía también fracturarse, dar cuenta de esa forma para mí nueva de estar en el mundo. Además, era un momento de revisar de qué se había nutrido mi imaginación y reconocer ese alimento fundacional, hacer las paces y redimirme con los primeros nutrientes, con la leche materna de mi formación lectora, de la que en algún momento había renegado, avergonzada, pues yo no venía de las grandes literaturas. Mi infancia estuvo poblada de personajes de cómics, de revistas de divulgación sobre ovnis, de libritos pockets del Lejano Oeste… De modo que esa revisión y el filo de lo extraño me demandaban una escritura en la que volviera, ahora desde mi propio teclado, a los géneros menores, ahí donde lo popular se rebela contra la alta cultura. Un poco en la misma onda, había estado viendo pelis Pulp y algunas de un impresionismo que no dejaba de lado la fábula, pero que hacía de la moraleja un desenlace ambivalente. Recuerdo, por ejemplo, este film de Jim Jarmush, Dead Man, en el que la dureza de la tierra y una sociedad sin ley hablan ya de la semilla del nacionalismo retorcido de este país.

En la novela hay un constante juego con la identidad de los personajes, quienes mutan física y simbólicamente a lo largo de la historia. ¿Cómo concibes la identidad en Tukzon ? ¿La ves como algo maleable y transitorio, o hay un núcleo inmutable en cada personaje?

Tukzon es, quizás, una galería de pequeñas postales del ethos gringo –como yo lo veía desde ese primer shock cultural–. También está, claro, la fuerza centrífuga que habita a los personajes extranjeros, que luchan por construir una pertenencia, pero la propulsión hacia el afuera es más poderosa. En ambos casos, las identidades están tensionadas justamente por esa colisión entre lo local-nacionalista y lo extranjero. Y precisamente por eso, por ese encontronazo entre una identidad que se pudre de tan pretendidamente endogámica y una extranjería que no siempre consigue descifrar los códigos culturales más subjetivos, más subconscientes de la tierra ajena, es que quise extremar un poco más esa suerte de doble enajenación y trabajé con personajes extraterrestres. Son aliens poetas con los que, además, recuerdo que empaticé mucho durante su escritura. Me hacían reír y sonreír. Esos aliens poetas ayudan a mantener con vida a un líder político cuyos órganos necesitan un reseteo constante. El semblante parece el mismo, pero las vísceras luchan constantemente contra la irrefrenable putrefacción. Los pobrecitos aliens hacen lo que pueden.

La protagonista reflexiona sobre la “literatura menor” y el periodismo como formas de narrar la realidad. ¿Crees que la literatura tiene un compromiso ineludible con lo real, o hay un espacio legítimo para la deformación y la exageración en la búsqueda de la verdad?

Creo que la escritura –y su semilla: la imaginación– tienen el poder de dimensionar ese consenso que llamamos “realidad”, o incluso, “lo real”, de un modo liberador. La realidad es también la articulación de una narrativa, de una sintaxis, y con frecuencia se convierte en un corsé de fuerza en el que hay que caber sí o sí, bajo amenaza de ser arrojados a los márgenes, a la locura, a lo incomprensible. En ese sentido, si somos fundamentalistas de la realidad, ya la estamos deformando; si solo damos espacio, tanto en la percepción como en lo discursivo, a modalidades que, en gran medida, siguen reproduciendo el viejo positivismo, estamos volviéndonos fanáticos de “lo real”. En Tukzon hay un juego con esos niveles de la realidad, en el momento en que esta se desborda porque los signos que la contenían ya no son legibles. La reflexión de la protagonista sobre la llamada “literatura menor” es también una declaración de principios. Escribí ese libro a lo largo del año 2008 y, en ese momento, todavía otras formas literarias que hoy están surfeando con más soltura las aguas pantanosas del canon –como es el neogótico y la ciencia ficción– no eran material legítimo o mainstream de lectura; eran textos que no terminaban de salir de la bastardía. Recordemos que el canon siempre fue masculino; las escritoras, en cambio, ingresaron a la escritura por sus costados, por lo epistolar, por lo menor, lo íntimo, y por tanto, desde lo tremendamente subversivo. Todo ello anima a la protagonista de Tukzon a narrar su travesía desde una discursividad algo retorcida.

En la historia hay una exploración de la feminidad desde el cuerpo, el deseo y la violencia. ¿Cómo abordaste la relación entre el cuerpo femenino y el poder en la novela, especialmente en un contexto como el de la frontera y el exilio?

El cuerpo femenino siempre ha sido una zona donde se libran las batallas del poder y las cruzadas por la conquista de una libertad carnal-espiritual. No estoy diciendo nada nuevo, pero quiero subrayarlo porque el cuerpo es, per se, la primera frontera con el mundo, la primera contención de la subjetividad y de lo que hemos convenido en llamar “personal”, “individual”. En Tukzon, por ejemplo, tenemos un episodio en el que dos mujeres atraviesan el desierto en una intemperie que no es solo ambiental, sino existencial, solo tienen sus cuerpos para refugiarse. Pero ese refugio es igual o más vulnerable que la sombra que encuentran bajo un gran saguaro. De hecho, esos cuerpos femeninos las exponen, las desnudan. Me interesaba precisamente borrar las líneas divisorias, tanto de los aspectos nacionales, como de la carne; por eso, los trasplantes de órganos en una suerte de mercado negro constituyen una alegoría central en esta cadena de episodios. Quise que esos órganos huérfanos, arrebatados, compusiera un gran collage, una suerte de macrocuerpo ‘frankensteiniano’, con todo lo que ello implica: la contaminación, la entropía, la disolución del ser.

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