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Una noche con Susana Baca

Una noche de junio, en pleno invierno, me hallaba visitando el centro cultural Arena y Esteras en el distrito de Villa El Salvador en Lima. Se había organizado un festival de las artes, y la población y artistas del área abarrotaban la localidad, ansiosos de participar. Como acto de cierre se había anunciado la presencia de una artista invitada, alguien muy especial. Al terminar las presentaciones y los varios discursos de los organizadores, apareció en la sala la invitada especial de la que tanto se hablaba. Era Susana Baca. Llevaba puesto uno de esos vestidos sueltos y sobrios que se han convertido ya en parte de su imagen. El pelo muy corto y negro resaltaba sus facciones finas, la piel radiante de su rostro. Sonreía y abrazaba a todo el mundo mientras caminaba hacia el centro de la sala. La gente le pedía que cantara, que regalara un poco de su arte. Ella aceptó. Sin embargo, aunque había muchos músicos talentosos en el festival, músicos que la habrían podido acompañar sin ningún problema, Susana decidió cantar a capella. Un amigo músico que la conoce de cerca, me comentó en voz baja que la artista solo trabaja con “sus músicos.” Al parecer, Susana no posee ninguna educación formal como cantante y su arte fluye por instinto. Sus músicos usuales conocen el tono de su voz, sus inflexiones, la saben acompañar perfectamente.

Comenzó a cantar sin acompañamiento musical ni micrófono. Su voz era suave, delicada. La gente que pululaba en la sala de pronto se calló para poder escucharla con detenimiento. Las manos de Susana se elevaban y a veces posaban en el pecho, cerca al corazón, con movimientos muy pausados. El centro cultural estaba pobremente iluminado. Desde donde yo estaba, que era solo a unos metros de Susana, podía ver su silueta dibujada con ambigüedad, enmarcada por los brillos pálidos de los reflectores y rodeada de un grupo de entusiastas que la escuchaban en vilo.

Su voz se quebraba, sus palabras eran susurros a veces casi inaudibles. Cantaba con una especie de desgano apasionado; las melodías salían de sus labios con una languidez que parecía desvanecerse como flor de polvo, pero, al mismo tiempo, había un ímpetu muy sutil empujando las vibraciones internas de cada palabra. En un momento dado, la sala entera estaba como congelada, el tiempo se había detenido y todos los que estábamos allí, presenciando esa especie de ritual, seguíamos las inflexiones secretas de su voz, los susurros vehementes que caracterizan su prosodia.

Al terminar la interpretación, la concurrencia aplaudió y agradeció calurosamente. Yo me acerqué para ver a Susana más de cerca, desde otro ángulo, ya que la luz de los reflectores me impedía discernir su rostro. Desde mi nueva posición, pude verla de frente y con claridad. Sonreía y saludaba a la gente que se aglomeraba a su alrededor para darle la mano, abrazarla o tomarse fotos. Sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas y los ojos le brillaban como unos diamantes helados. He escuchado muchos discos de Susana a través de los años, muchos conciertos en vivo y colaboraciones con músicos fabulosos, pero esta interpretación en particular es la que más me ha conmovido y demostrado la profunda humanidad de esta artista única.

 

 

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Muela

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