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Sobre el gusto musical

 

Hace muchos años, como de costumbre, fui con mis compañeros a un bar mexicano a tertuliar después de clases. En el transcurso de la noche, estando ya avanzado en copas, uno de ellos preguntó a la ronda qué disco elegiríamos si tuviéramos que pasar el resto de nuestras vidas en una isla solitaria. Entre los que mencionaron mis contertulios recuerdo un disco de Tom Waits que sigo sin conocer, el Concierto nr. 2 de Brandemburgo grabado por Menuhin en 1959, el legendario Friday Night in San Francisco de Paco de Lucía, Al Di Miola y John McLaughlin, The Dark Side of the Moon de Pink Floyd y el infaltable St. Pepper de los Beatles. Y aunque me cause rubor el admitirlo, recuerdo que llegado mi turno, me enredé en una lista tan prolija de candidatos que mis compañeros pronto me callaron, otorgándome calificativos tan halagadores como el de aguafiestas o irresoluto. Quienes me conocen saben que no soy ni lo uno ni lo otro, aunque debo aceptar en honor a la verdad, que aquella noche no supe explicar el desasosiego que me produjo tan pueril juego.

Vista a la distancia, la pregunta no me parece tan banal. Y es que ella encierra premisas sobre el gusto que, aunque ampliamente difundidas, no tienen asidero alguno en cuestiones musicales. Partía mi amigo entonces de tres supuestos que hoy, veinte años después, me parecen hartamente objetables, a saber: 1) que las identidades son estáticas, 2) que el gusto musical es autónomo y se funda en el valor intrínseco de las estructuras sonoras y 3) que este instala jerarquías. Por mucho que le doy vueltas al asunto, sigo disintiendo de tales supuestos.

Mucho tiempo la musicología defendió el valor intrínseco del gozo estético. Eduard Hanslick, uno de los fundadores de la idea de una música autónoma, lo describió en 1854 como un producto directo del espíritu que inspiraba el material sonoro. Degustar de la música correctamente, por tanto, demandaba para el austríaco un conocimiento de la forma adecuada en que esta se hacía. El buen gusto musical, por consiguiente, era exclusividad de una elite musicalmente educada que no perdía el tiempo con las bagatelas sonoras del vulgo.

Fue Theodor W. Adorno quien propuso por primera vez que el gusto musical, al menos en el capitalismo, se hallaba relacionado con condicionamientos externos. En un texto clásico llamado “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha” (1938), el sociólogo de Fráncfort retrató una maquinaria industrial empeñada en vender mercancías a toda costa, pervirtiendo el gusto hasta volverlo anacrónico. Según él incluso el erudito sucumbía ante las artimañas de los medios, aceptando por bueno lo que la propaganda aclamaba. Puede criticarse a Adorno por su visión del consumidor como un ente pasivo —como lo he hecho anteriormente en esta columna—, pero sería injusto no reconocer que fue él quien bajó la música del limbo en que la habían enclaustrado los idealistas alemanes, devolviéndola al terreno de las relaciones sociales.

Pero fue sin duda alguna Pierre Bourdieu quien elaboró la teoría más convincente sobre el gusto, demostrando que este estaba estrechamente ligado a condicionamientos no artísticos. En La distinción. Criterios y bases sociales del gusto (1979), Bourdieu lo describió como resultado de disposiciones objetivas (el capital económico y el cultural) y subjetivas (un habitus social específico) de un individuo, es decir, como la afirmación práctica de una diferenciación en el campo social de la música. Bourdieu probó sobre una amplia base de datos empíricos de la Francia de los sesenta que el acercamiento a un repertorio por parte de un individuo concreto encontraba correlato en los recursos que le permitían tener acceso a ciertos bienes culturales. Así un muchacho de clase alta, criado en el seno de una familia educada en la música decimonónica europea de concierto, tenía mayores facilidades para gustar de ella que un joven de los suburbios, donde esta música no formaba parte del mundo cotidiano. Mas dicho acceso, según Bourdieu, estaba a su vez influenciado por estrategias concretas de acercamiento: “La inmersión en una familia en la que no sólo se escucha música, sino que también se práctica”, sostuvo entonces, “tiene por lo menos como resultado el producir una relación más familiar con la música que se distingue de la relación de aquellos que han llegado a ella a través del concierto…”. De este modo el sociólogo francés se alejaba del determinismo de Adorno, incluyendo en su análisis las experiencias subjetivas del actor social.

En los últimos años numerosos investigadores —Richard Peterson, Albert Simkus, Philippe Coulangeon y Andreas Gebesmaier entre otros— han demostrado que el sentido de distinción se ha mantenido vigente en los Estados Unidos, Canadá, y Europa, aunque la forma de diferenciación musical, es decir el gusto, haya variado sustancialmente. Si en los sesenta, el buen gusto se caracterizaba por un acercamiento a las formas tenidas como cultas, hoy en día este se manifiesta a través de un eclecticismo musical y por el uso social de la tolerancia como factor inclusivo. De este modo nuestro joven de clase alta puede gustar ahora del jazz híbrido senegalés, del barroco tardío de Rameau, del heavy metal escandinavo y del reggae caribeño, sin que ello sea contradictorio. El gusto exclusivo, en cambio, ha pasado a ser ahora propio de las clases más castigadas, quienes suelen sentirse representadas por un género musical específico, como en el caso del HipHop de la costa occidental norteamericana o la cumbia de las villas argentinas. Pero el amplio gusto musical de los nuevos sectores pudientes no debe llamar a engaño, pues la tolerancia omnívora —como la denominan Peterson y Simkus— siempre tiene un límite, excluyendo a ciertos géneros del canon cosmopolita.

Los estudios sobre distinción musical recientes muestran también que las identidades son más fluidas y efímeras de lo que se pensaba. En el mundo anglosajón, por ejemplo, los jóvenes participan en diferentes comunidades musicales, asumiendo, según la ocasión o la etapa de vida que atraviesan, divergentes identidades. Es común para los jóvenes asistir a discotecas en Inglaterra. Pero igualmente común es que dicha afición se diluya con el tiempo cuando las obligaciones labores o familiares sientan otras prioridades. El gusto ha pasado de este modo a formar escenas en numerosos centros urbanos del mundo globalizado. En dichas escenas musicales, sostienen Andy Bennett y Richard Peterson, confluyen individuos de diversas clases sociales, sistemas religiosos o identidades de género, sin que ello impida que unos y otros compartan de manera efímera experiencias musicales. La participación en una escena suele ser por eso una decisión individual —independiente de las identidades colectivas tradicionales recién mencionadas—y estar inducida por cuestiones meramente biográficas como conocer a un miembro de la escena o interesarse temporalmente por un cierto tipo de música. El gusto, así ha comenzado a articularse en función a dinámicas de grupo que permiten al individuo separarse momentáneamente de las grandes masas indiferenciadas. Micha es fan del heavy metal, pero en las fiestas de su pueblo natal en el corazón mismo de Baviera, baila y disfruta la música tradicional de su región con sus amigos de infancia y sus parientes como lo hace desde antaño, aunque en su vida cotidiana evite dicha música. Ambas identidades musicales pueden parecer encontradas, mas sólo si se pasa por alto que estas obedecen a distintos momentos de socialización y que por tanto no tienen por qué excluirse mutuamente. Ni las identidades ni el gusto son estáticos y sólo circunstancialmente generan jerarquizaciones.

Después de esta pequeña disertación sobre el gusto, quiero abordar nuevamente la pregunta de mi compañero. Según él, todos poseemos una identidad única y ella nos serviría de base para decidir qué música nos acompañaría en caso de naufragar y convertirnos en un Robinson Crusoe musical. Pero como hemos visto, ni las identidades ni el gusto son estables. Crecí escuchando el mersey beat, el rock progresivo de los setenta y la música decimonónica europea de concierto. Entonces no había peor música para mí que los boleros de Los Panchos y Leo Marini que oían mis padres. En los ochenta las convulsiones sociales que sacudieron mi país me llevaron a convertirme en un intérprete de música andina tradicional, una música que ha aprendido a amar intensamente. Mi labor etnomusicológica me ha llevado también a enfrentarme con lenguajes sonoros de pueblos tan diversos como los tucano brasileños, los aborígenes australianos o los chopi de Mozambique, quienes han desarrollado algunas de las formas musicales más enigmáticas que conozco. Hoy que diferenciarme de mis padres no es más una urgencia, suelo escuchar la música que desprecié como adolescente, justamente porque ella me los recuerda. Dejé durante años de escuchar rock para adentrarme en la música de los Andes. Y, sin embargo, aunque efectivamente no me involucre de igual manera que la música andina, una cierta nostalgia me ha llevado a “recuperar” la colección de álbumes con que antaño trataba de impresionar —muchas veces sin éxito— a las quinceañeras limeñas de clase media. A veces escucho huayno, otras veces rock, otras flautas de Pan nyanga o cantos polifónicos de Georgia. Y disfruto de todo ello sin remordimientos de ningún tipo. Esto no me pasa a mí por ser etnomusicólogo o músico, nos pasa a todos en mayor o menor medida, pues todos cambiamos a lo largo de nuestras vidas o nos posicionamos con relación a las cosas según las situaciones que enfrentamos, condicionando ello nuestras necesidades y nuestros gustos. El gusto musical, puedo decir entonces, no dice mucho sobre la música en sí, sino sobre nuestra historia de vida; las jerarquías que establecemos entre nuestras preferencias tampoco dicen algo sobre las cualidades de las músicas que valoramos sino de la posición momentánea que ellas reciben en nuestras biografías emocionales.

Por suerte, la pregunta de mi amigo es apenas hipotética. Y sin embargo, si tuviera que elegir hoy entre los Beatles, Chet Baker, John Dowland, los chopi de Mozambique, Johann Sebastian Bach, los Dreaming australianos o el Picaflor de los Andes, no titubearía ni un segundo en responder que me quedo decididamente con todos. ¿No sería terriblemente aburrido tener que escuchar lo mismo todos nuestros días?

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Muela

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