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La música y el paisaje

Por Julio Mendívil

En 2009, frente a un público de banqueros y financistas de todo el continente, Alan García culpó al gélido paisaje andino del derrotismo y la tristeza que, según él, caracterizan a los zorros de arriba. Despilfarrando pseudo-erudición en genética, el entonces presidente peruano afirmó, sin tapujos, que los colombianos —hiperactivos raciales, mezcla de catalanes con negro y antropófago primitivo, según sus palabras— tendían a la acción y a la alegría, pues, como los brasileños, tenían más sol que los desafortunados quechuas y aymaras. Lo que en boca del ex-mandatario sonó a lamentable gazapo y a filosofía barata, fue en tiempos pretéritos —¿quién lo creería?— dispendioso saber de doctos y científicos. En 1915 el geógrafo norteamericano Ellsworth Huntington creyó haber demostrado que el grado de civilización que alcanzaba un pueblo se hallaba estrechamente condicionado por el paisaje que lo rodeaba. Afortunadamente el auge del determinismo climático —como pasó a conocerse la teoría de Huntigton— fue fugaz en los círculos académicos. Su carácter altamente especulativo y sus no pocas connotaciones racistas lo desterraron pronto de las aulas universitarias. Por desgracia, su éxito fuera de estas, ha sido más perdurable. Así, la idea de que el paisaje determina el comportamiento social de los individuos nutre aún hoy las divagaciones intelectuales del vulgo e incluso, como acabamos de ver, la labia desaforada de algunos políticos.

Siendo doctrina popular, el determinismo climático ha pretendido explicar también la diversidad musical en el planeta. Es común oír a improvisados expertos sustentar que la “tristeza” de los cantos tibetanos se debe al frío temple de las montañas en el Himalaya o que la alegría de la rara haitiana o la bomba portorriqueña es consecuencia del cálido trópico caribeño. Los etnomusicólogos de estos tiempos, tan poco propensos a los determinismos, suelen fruncir el ceño frente a tales afirmaciones. Y es que, si bien es cierto que grupos culturales como los Kaluli de Papúa Nueva Guinea o los Suyá del Alto Xingú en Brasil hallan en su entorno acústico —los ruidos del trópico, el cantar de las aves y el gruñir de los animales— inspiración para componer sus cantos, también es igualmente cierto que no sólo el paisaje rige las prácticas musicales, sino además el comercio, la guerra, la migración, la expansión imperialista o el cambio natural que experimenta toda fenómeno con el transcurrir del tiempo. Otra razón, acaso menos esgrimida en la literatura, pero igualmente convincente, es que la relación entre la música y el paisaje, contrario a lo que se cree, no es siempre una de dependencia de la primera en función a la segunda, sino que en algunos casos la música puede llegar a modificar y construir el paisaje.

El primer ejemplo que se me viene a la mente mientras escribo estas líneas es la llamada música sertaneja, un género urbano y comercial del Brasil, vinculado a la música caipira, la música del poblador del sertão brasileño. Como bien nos recuerda la historiadora María Amélia Alencar, el sertão representa en el imaginario brasileño un territorio cuasi mítico, una terca naturaleza, rebelde e indomable. No sorprende entonces que en los albores del siglo XX Euclides da Cunha, el padre de la sociología brasileña, haya visto al caipira como un hombre parco y rudo, pervertido por los condicionamientos medioambientales que enfrentaba. La música del sertão, por consiguiente, no podía ser para el sabio citadino sino rústica e imperfecta, igual que sus creadores. Pero la música caipira devino en urbana hacia la tercera década del siglo XX, cuando un grupo de intelectuales del interior de São Paulo y Minas Gerais volvió su rostro a las expresiones populares rurales para proponerlas como el germen de la identidad brasileña. Es en este marco de lucha por el reconocimiento nacional que, bajo la tutela del empresario y promotor cultural Cornelio Pires, esta música pasó a ser música de entretenimiento para amplias mayorías; y es en este marco que, por filiación al paisaje del que provenía, comenzó a ser tildada de música del sertão, es decir, música sertaneja.

Ya en las ciudades la música sertaneja sufrió importantes transformaciones. La más significativa de ellas tuvo lugar hacia mediados de siglo, cuando un grupo de músicos sertanejos jóvenes empezó a interesarse por uno de los estilos musicales norteamericanos llegados a Brasil a través de los medios masivos de comunicación: El country. Emulando a Gene Autry y Roy Rogers, que habían introducido el jodeling en la música popular norteamericana, Bob Nelson grabó a principios de los años 40 numerosos hits de la country music en portugués, convirtiéndose en el primer caubói brasileiro. Lo que en Nelson había sido apenas una moda pasajera, devino paulatinamente en programa entre las famosas duplas sertanejas (dúos) que empezaron a fusionar la vida vaquera brasileña con una iconografía aprendida de los Western norteamericanos. Fue entonces que la música sertaneja volvió al sertão, pero ya no para representar la música rústica de las “pervertidos” pobladores rurales, sino para difundir de forma mediatizada una música más inspirada en Nashville que en los paisajes brasileños.

La norteamericanización de la música sertaneja moldeó el paisaje del sertão. En el siglo XIX Almeida Junior retrató a un despreocupado caipira con andrajosas vestimentas y su inseparable viola —la emblemática guitarra de cuatro órdenes de la música sertaneja—, en medio de un ambiente silvestre. Hoy, el lente fotográfico plasmaría un paisaje completamente distinto: restaurantes campestres, estancias y fiestas de rodeos, atiborrados de jóvenes con camisas a cuadros, jeans y sombreros vaqueros viendo a otros igualmente ataviados con camisas a cuadros, jeans y sombreros, charrasqueando guitarras acústicas cual Chitãozinho e Xororó o Zezé de Camargo y Luciano, sus ídolos mediáticos.

De manera similar a la música sertaneja, los dreaming, las series de canciones de los diversos grupos aborígenes que pueblan el desértico territorio australiano, han ejercido un poder transformativo sobre el paisaje. Según los aborígenes australianos dichas canciones fueron compuestas por los ancestros en el dreamtime, un tiempo mítico de dimensiones espaciales de existencia paralela al mundo real de los humanos. Para acceder a las series, los especialistas regresan durante el sueño al tiempo primigenio. Allí son instruidos por los ancestros en la ejecución de los cantos, los cuales dispersan ellos después entre sus congéneres a lo largo del desierto australiano. Los dreaming narran, en un argot esotérico, la ruta migratoria de las principales deidades aborígenes. La serie djambidj del norte australiano, por ejemplo, loa a pájaros, tortugas, ratones y cocodrilos míticos, evocando los lagos donde se detuvieron a beber agua, la cueva en la que se cobijaron, los cerros que atravesaron mientras el inclemente sol los azotaba desde su pedestal etéreo o la vieja higuera que les dio sus frutos hasta saciarlos. Pero estas canciones no son tan sólo meras descripciones de un itinerario fantasioso digno de las fábulas de Esopo, sino que además determinan los confines culturales y territoriales de los diferentes clanes y sub-clanes aborígenes, quienes delimitan sus asentamientos y su espacio social en función a las aventuras de los personajes totémicos con quienes están míticamente emparentados. Es por eso que Bruce Chatwin, uno de los autores de libros de viajes más afamados del mundo, ha tildado a estos trayectos mítico-musicales de songlines, de mapas territoriales sonoros, pues ellos no son el resultado sino el fundamento de la división social y cultural del paisaje en el gran desierto australiano.

De hecho, el paisaje puede influir sobre —y no determinar— la producción musical de un pueblo. Por eso el determinismo climático aplicado a la música suele ser igual de grosero e injustificado que las barbaridades soltadas por ex-presidente peruano frente a los financistas latinoamericanos. No existe nada, por ejemplo, que hermane a la música sertaneja y los dreaming desde un punto de vista estructural, aunque ambas formas musicales estén ligadas a paisajes áridos y rurales, es decir, aunque ambas provengan de un hábitat semejante. Estas músicas, harto disímiles, surgen unidas, empero, si observamos la manera cómo ellas condicionan y fijan la percepción y construcción del paisaje. No lo sabe Alan García. ¡Qué duda cabe! Excusémoslo, aduciendo que no es tarea imperativa de políticos estar al día en asuntos musicológicos, aunque, bien me imagino, más de uno prefiera hacerlo recurriendo a la vieja sentencia popular que reza ¿qué sabe el burro de alfajores?

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