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El último bardo del criollismo

Mao1Manuel Acosta Ojeda incomoda hasta muerto. La familia, siguiendo sus deseos, quiso velarlo en la histórica casona de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero no fue posible. Pedro Cotillo, el rector, se negó preguntando quién era Manuel Acosta Ojeda para que la universidad decana de las Américas lo homenajeara. La siguientes líneas quieren ser una respuesta a la interrogante planteada por Cotillo y, a la vez, un homenaje al maestro y al amigo.

Hay compositores que le cantan al amor, al paisaje y las bondades de su tierra o a las alegrías y sinsabores de la vida. Manuel Acosta Ojeda, como los verdaderos bardos populares, es uno de esos raros ejemplos de versatilidad temática que supo esgrimir su pluma para cantarle con igual excelencia a la abnegada madre, a la amada perdida o a las luchas de su pueblo por una vida digna.

Hijo de padre sureños —la madre moqueguana, el padre arequipeño—, vio la luz en Barrios Altos, en Lima. Desde su infancia MAO, como lo llamábamos cariñosamente los amigos, se nutrió del criollismo popular que se formó en los centros musicales sociales de los barrios tradicionales de la capital peruana como El Rímac, Barrios Altos, Breña, Surquillo y La Victoria. Allí se codeó con legendarios criollos como Augusto Ascues o Adolfo Zelada, con quienes se inició en jaranas y en la bohemia limeña. Pero fue a través de su amistad con el eximio guitarrista, arreglista y compositor Carlos Hayre —otro grande de la música criolla—, que encontró el camino de la composición. Entonces, tomando la posta de Felipe Pinglo, MAO comenzó a cantar sobre el siglo XX que le tocó vivir.

En 1954 alcanzó reconocimiento por su valse “Madre”. Muchos se habrían regodeado en el éxito y repetido la fórmula. Pero Manuel, como un creador verdadero, se decidió a explorar nuevos terrenos. Dos características novedosas definían sus canciones: un interés poético y político, que lo acercaba al Felipe Pinglo, y una riqueza melódica hasta entonces inédita en el valse peruano. Y es que MAO jamás despreció lo foráneo, bebiendo armonías y melodías de géneros tan variopintos como el bolero, el jazz y las rancheras mexicanas. Fue justamente esa sensibilidad amplia la que lo acercó a lo andino cuando la migración serrana comenzó a cambiar el rostro de la otrora Ciudad de Reyes, haciéndola más provinciana. Entonces, encandilado por las arpas, los violines y los saxofones de los coliseos aprendió a admirar a Pastorita Huaracina, al Jilguero del Huascarán, a los hermanos Vivanco y otros músicos andinos. En un tiempo impregnado de resentimientos y desconfianzas, como José María Arguedas, soñó una patria heterogénea, basada en el respeto de la diferencia.

No le bastó la composición. Y para entender las músicas de esa patria disímil que la había tocado, se dedicó al estudio de su historia. Ávido y agudo lector, se entregó a la caza del dato desconocido y al rescate de la historia oral del criollismo peruano. Su enorme conocimiento sobre tradiciones musicales peruanas no se redujo a sus lecturas. Podía referir durante horas increíbles anécdotas sobre géneros o intérpretes del ambiente criollo, todo ello envuelto en un humor fino, aunque a veces también rayano con el sarcasmo. Buena parte de esa “biblioteca oral” ha sido compilada por Marino Martínez en un libro que lleva por título el nombre del bardo y como subtítulo, acertadamente, “arte y sabiduría del criollismo”.

Influido por las luchas obreras de su padre aprista —entonces el APRA no era el partido corrupto de hoy—, MAO se hizo socialista en un tiempo en que serlo equivalía a ser parte de una intelectualidad sensible, estimulada por la utópica promesa de un mundo libre, y lo siguió siendo en tiempos en que, en el Perú, serlo era más que peligroso. Así, continuó cantando sobre el sufrimiento del pobre y los sueños de esperanza que desataba un mundo sacudido por profundas revoluciones: “Se está muriendo el amor de frío, de hambre y de guerra, se está muriendo el amor que había sobre la tierra”, escribió en una de las canciones más hermosas que compuso. Al interior de un género musical como el valse, lleno de la lírica frívola y quejumbrosa que ha favorecido tan fuertemente la industria del disco, sus canciones destacaban por su vena humanista y solidaria. Solía decir que las disqueras jamás le perdonaron su conversión al marxismo. No lo sé. Pero sí guardo para mí la convicción de que, en un país acostumbrado al autoengaño y a la adulación al mediocre, su voz llegaba a ser incómoda por íntegra y sincera. ¿Cómo no iba a importunar entonces a los Cotillo de este mundo?

Esmerado en forjar un ideal humano de fraternidad, respeto e igualdad en sus valses —“para que reine el amor en un mundo de delicia, hay que matar al dolor que causan las injusticias”, escribió alguna vez— no llegó a ser el hombre nuevo que soñó, llevando una vida no exenta de aristas y contradicciones, porque, como diría el filósofo de la gaya ciencia, el ideal siempre es una mentira. Lo recuerdo como un extraordinario contertulio, como un bohemio mítico y un perspicaz observador de los problemas de su tiempo.

Con Manuel, con MAO, se va acaso el último bardo del criollismo, uno de los últimos compositores criollos no domesticado por la industria del disco y la farándula. Los dos criollismos que cantó Manuel durante su vida quedan ahora como tristes quimeras. El criollismo jaranero de callejón, atrapado en un pasado; el criollismo solidario y humanista, por ser parte aún de un Perú venidero. Nos deja sus canciones para evocar a ambos y así seguir vivo en nuestro recuerdo. Quería que algún día se muriera la muerte, esa misma muerte que el 20 de mayo de este año, con gesto triunfante, le cerró los ojos para sumirnos en una inmensa pena. Mientras leo las noticias sobre su partida me imagino su sonrisa irónica y su voz ronca, cantándole esos versos como replicándole: “Ningún triunfo, me querida señora, a lo mucho, un empate técnico”.

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