La muralla digital

Entré al Bank of America de Calle 8.

Tenía que hacer un depósito a otra cuenta que no era la mía, así que me tocó hacer la fila para depositar por ventanilla.

La sucursal de Calle 8 es muy latina. Y lo digo con orgullo, yo soy latina también y me encanta eso.

Y cuando uno habla de «latinos» siempre aparecen tres cosas en mi cabeza:

Familia, comida y alegría.

La fila era bastante larga, así que me dediqué a observar a la gente.

Delante mío había una muchacha oriental extremadamente delgada, de pelo negro con la característica grasitud en la raíz del cuero cabelludo. Quizás se deba a la alimentación,  no sé, pero lo he visto con frecuencia.

Detrás, una señora muy ajustada, muy maquillada, muy exhuberante, bastante excedida de peso y muy latina, apoyada en la columna. Madre de dos niños de unos 9 y 10 años. Un varón que sonreía mucho y corría por todo el banco y la niña, muy parecida a su madre, pero sonriente y sin maquillaje.

La señora tenía los ojos pegados a su teléfono. Los niños corrían, le preguntaban cosas, la abrazaban, ella nunca sacó los ojos de su celular. No contestó a ninguna de las preguntas de sus hijos, ni siquiera reaccionó a sus abrazos. Solo dijo: basta, no molesten. Sin mirarlos a los ojos.

De refilón, pude ver que estaba en Facebook. Mirando la nada. Arrastrando el pulgar derecho hacia arriba, para buscar…algo. ¿Qué? No sé. Quizás lo que sus hijos le estaban ofreciendo en ese instante: Amor. Alegría. Ella no podía verlo.

Tuve el impulso de decirle: Juega con ellos. Abrázalos. Ríete de sus tonterías. En 8 años se irán a la Universidad y ahí los vas a extrañar.

Ni me molesté. Los niños intentaron llamar la atención una vez más y decidieron ir por la vía rápida: el niño le tironeó el brazo a la niña y la niña le devolvió una cachetada.

Lograron algo: que suspendiera lo que estaba haciendo por un instante, que pusiera mala cara y les prometiera una golpiza cuando llegaran a la casa.

Hace aproximadamente 6 meses cerré todas mis redes sociales.

Con la excepción de Linkedin, claro. Una al menos hay que tener en la vida. Especialmente porque es una red que se concentra en el tema laboral y cuando uno es free lance, hay que aprovechar las oportunidades.

Como te decía, cerré mi cuenta de Facebook e Instagram. Twitter nunca tuve, no lo entiendo realmente. Para ver noticias, leo los diarios online y listo y sinceramente los últimos tweets de Kim Kardashian ni me interesan ni creo que a ella le interese que yo la siga. Un follower más o menos dentro de la maraña de 54 millones de fervientes seguidores, no creo que le preocupe demasiado.

Tengo que confesar que fue una decisión importante. Como la de cambiar de auto, mudarme de país o dejar a un novio. Cerrar las redes sociales no es algo que se hace de la noche a la mañana. Hay que meditarlo bien.

Hice mi instropección, balanceé la cantidad de tiempo que estaba invirtiendo al día en mirar las fotos del viaje de egresados de la sobrina de una amiga de la escuela primaria que ni sabía que existía hasta que me pidió en Facebook y lo que estaba dejando atrás: tiempo de lectura de libros, tiempo de meditación, reflexión, espacio de escritura y algo más que después comprendí.

Pero para entender eso, tenía que hacer un corte.

No sé si alguna vez volveré. A veces me produce la misma sensación que tuve cuando dejé de fumar: me da placer cuando veo a alguien que fuma un cigarrillo con elegancia, pero recuerdo el mal sabor de boca y no me acerco a eso.

Cuando Mark Zuckerberg inventó Facebook en el 2004, fue simplemente una red para conectar gente en las Universidades. Nada más. Nunca pensó que a partir de ahí se desarrollaría un imperio que sumaría a casi la humanidad entera.

Lo más interesante de salirte de las redes es que puedes ver la película desde afuera.

Como si fueras el observador de Krishnamurti, sin el observado, porque no estás ahí.

Aún estoy tratando de dilucidar qué es lo que atrae tanto del social media y hoy, mientras barría mi casa, me hice estas preguntas y me gustaría que hicieras el mismo ejercicio:

¿Porqué tenemos necesidad de postear fotos de nuestros hijos y escribir públicamente que los amamos, cuando estamos a centímetros de ellos y tenemos la maravillosa oportunidad de decirselo mirándolos a los ojos?

¿Porqué subimos fotos de viajes?

¿Qué es lo que nos atrae de sacarnos fotos con famosos?

¿Porqué necesitamos compartir con los demás que somos felices?

¿Porqué tenemos que sacar una foto de lo que comemos?

¿No podemos disfrutar con ojos a pleno y con los sentidos dirigidos hacia la fuente que nos da felicidad?

¿Tenemos que retratar la vida en fotos y subirla a Instagram, Facebook, Twitter, Snapchat, Pinterest para que sea real?

¿No nos alcanza el instante privado?

¿Necesitamos perpetuar todo, capturar todo, permanecer todo, detener todo?

¿Cuánto tiempo dura la sonrisa de quien tienes enfrente?

El tiempo que dura es lo que queremos que dure.

Hace poco repasaba los 82 consejos de Gurdjieff a su hija y me di cuenta que 34 de ellos no pueden cumplirse si tenemos una red social.

Y no me cierra la frase «para estar conectada con la gente del trabajo, con los amigos de la infancia o con las noticias del día».

Nos conectamos para chusmear al ex, a la ex, a la nueva novia del ex, a los amigos que en el fondo envidiamos, posteamos para que los demás vean cuán felices o infelices somos, para que el resto del mundo se entere de nuestra alegría o nuestro dolor. Para descargar nuestro enojo con los gobernantes de turno o solidarizarnos con un like y una banderita cuando hay una masacre y un atentado.

Y muchas veces lo hacemos porque hay que hacerlo.

Ponemos un like y un corazón, porque DEBEMOS hacerlo.

Porque sino ponemos un like, nuestro jefe puede llegar a pensar que el vestido horrendo de su esposa, nos parece horrendo.

Nos hemos vuelto muy hipócritas.

Nos hemos vuelto muy temerosos.

Nos hemos vuelto muy poco sensibles al verdadero dolor.

Hemos puesto una muralla, transparente, entre nosotros y el mundo. Pero insistimos en decir que estamos conectados.

Nos conocemos por texto, nos enamoramos por email, nos separamos por Whatsapp, nos hacemos el amor por facetime o skype, nos casamos por instagram y hacemos duelo por Facebook.

Aprovecho a recomendarles una serie que emite Netflix y se llama Black Mirror.

Es producida por Endemol UK y tiene un corte de ficción, al mejor estilo de los cuentos de Issac Asimov o Ray Bradbury pero más dark y satíricamente tecnológica.

Particularmente hay tres episodios que le caen como anillo al dedo a este artículo.

Temporada 2:

Be right back (episodio 1)

Temporada 3:

Nosedive (episodio 1)

Shut up and dance (episodio 3)

Véanlo. No se los voy a arruinar ahora contándoles el final ni me voy a poner a hacer un ensayo sobre el tema.

No sé hacia donde va el mundo, lo único que sé es que ni Alexa, ni Siri, ni Facebook, Twitter, Snapchat, Pinterest o Instagram, puede abrazar, o compartir un atardecer en la montaña, tomados de la mano.

Soltemos los celulares, soltemos las redes y coloquémoslas nuevamente en el lugar que corresponde.

PD: Acabo de abrir una nueva cuenta en Instagram.

Luego les cuento mis impresiones.

Gabriela Guimarey

Gabriela Guimarey nació en Buenos Aires. Fue presentadora y locutora de radio en su país, hasta que se mudó a Estados Unidos en el 2001. A partir de ese momento cambió su ángulo de observación y se transformó en Productora de Contenido y guionista para Promofilm US, Plural Entertainment, Zodiak Latino, Endemol, Telemundo, Cinemat y Univisión. Pinta cuadros, piedras de río y las paredes de su casa, es Reiki Master y especialista en Té. Escribe desde siempre. Tiene 2 hijos que adora, dos gatos, un árbol de mango, otro de aguacate, toca la guitarra cuando tiene ganas, espera algún día tomar clases de piano y bajar los 5 kilos que dice que le sobran. Milán Kundera, Arturo Perez Reverte, José Saramago, Raymond Carver, Rosa Montero, Claudia Piñeiro, Marcela Serrano son algunos de los autores con más libros en su biblioteca. Colecciona vinilos de Carole King, Miles Davis, Crosby Still Nash and Young, Carpenters, Joni Mitchell, The Who y Kendrik Lamar.
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