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NY Doesn´t Love You

 

 

Febrero 1996

 

Tengo una sorpresa, me dijo mi papá. Esperé unos días antes de ir a la tienda Kodak a revelar la sorpresa escondida en su cámara fotográfica. Daba vueltas, impaciente, me mordía las uñas frente al mostrador donde me habían prometido tener las fotos listas en una hora. Mi agonía hubiera sido más corta de haber visto esa foto en la pantalla de una cámara digital. Esa foto que representaba la traición. Decepción y molestia que roían mis huesos por dentro. Mi cuerpo de doce años no podría soportarlo.

Mi papá recibió el sobre con las fotos y pagó por el servicio. Todas han salido bien, dijo el empleado. Qué bien, qué bien, respondió mi papá mientras yo intentaba quitarle el sobre de las manos. Comencé a pasar las fotos desesperadamente con esos dedos que había mordido hasta sacar sangre. Buscaba la sorpresa mientras mi papá intentaba describir fotos que no me interesaban. Washington, el Capitolio. Tu tía saludándote. La estatua de Rocky Balboa en Filadelfia. Y luego Nueva York, la Estatua de la Libertad. No me dijiste que ibas a Nueva York, le dije. Era una sorpresa, repitió él. La sorpresa me dio un golpe en el estómago. Mis dedos temerosos seguían buscando la foto que terminaría por dejar mi cuerpo inutilizable. Y ahí estaba: mi papá en cuclillas al lado del monumento a Lennon en Central Park, ese mosaico blanco y negro que yo conocía por revistas y recortes de periódico. Lo conozco desde todos los ángulos, lo he dibujado varias veces con los dedos, sé cuándo lo construyeron. Mira la siguiente foto, dijo mi papá, es el Dakota. Lo veo conversando con el vigilante en la puerta del edificio. Yoko todavía vive ahí. Claro que sé, le dije. He leído la historia, he guardado cada noticia, las dos últimas navidades y cumpleaños he pedido discos de los Beatles, he forrado mis cuadernos de colegio con sus fotos. Soy fan, sé todo, claro que sé todo. Sentía las orejas calientes, la mejillas inflamadas. Rabia, dolor. Mi papá sacó de su bolsillo la mitad de una servilleta y la desdobló. To John, with love. Ernesto and Jennifer from Lima-Perú, leí. Me dijo que había dejado el otro pedazo en el monumento, con la misma inscripción. Esta parte es para ti, Jen, es como si hubieras estado ahí conmigo. Y extendió la mano para dármela. Sentí ganas de arrugar todas las fotos y limpiarme la humedad de los ojos con la servilleta

Seguí sin hablar todo el camino de regreso. Los puños apretados, los músculos de la cara tensos, la música que sonaba desde un cassette que yo había grabado con mis canciones favoritas. Lennon era mi preferido, era yo quien debía estar en cuclillas en esa foto o conversando con el vigilante del Dakota. Mi papá se había olvidado que en ese mismo Volkswagen amarillo había prometido llevarme a ese lugar mientras yo cantaba frenéticamente “Instant Karma”. Iremos juntos, te vas a sentar al lado de la palabra Imagine del mosaico y vas a tener tu foto. Vamos a cantar “Lucy” en voz alta para que otros se nos unan. Te lo prometo. Y esperando ese momento yo me había cortado el cerquillo de los Beatles y a mi papá ya le crecía el bigote de Sgt. Pepper. Éramos fans y el gusto por la música nos volvía cómplices. Solo él y yo podíamos entender la belleza de escuchar en el Volkswagen amarillo el Abbey Road completo. Pero algo se había roto en ese momento. Me dijiste que iríamos a Nueva York juntos, que visitaríamos esos lugares juntos, que nos tomaríamos estas fotos juntos, le dije cuando paró el auto frente a la casa. Cuando bajamos, tiré la puerta del auto. Luego subí al baño, agarré unas tijeras y me corté el cerquillo. Algunos pelos se quedaron enredados en mis manos, otros atracaron el drenaje.

 

Septiembre 2012

El pelo mojado, los pies sumergidos en un charco de agua empozada, dieciséis años después. Había llovido en Nueva York y yo no tenía paraguas, había llovido y yo estaba frente al Dakota. Un vigilante me dijo que me fuera. Saqué mi cámara, can you take me a pic…, pronuncié mientras él negaba con la cabeza repitiendo que me vaya. Me alejé a punto de estornudar, temblando debajo de ese abrigo empapado que pesaba en los hombros. Protegía la cámara de la lluvia que comenzaba otra vez y me impedía tomar la foto que había esperado durante dieciséis años. Estaba sola, en la esquina de la 72 con Central Park West, con un mapa de Manhattan que goteaba, se despintaba, se rompía. Serán 40 ó 50 pasos, estoy muy cerca, pensé mientras limpiaba mis lentes. Las lunas empañadas, las minúsculas gotas que se me ponían delante. Caminé contando mis pasos e intentando no tropezar. Y llegué al lugar: el mosaico blanco y negro, la palabra Imagine, unos niños saltando encima de los charcos. Salgan, salgan, quise decirles en un gesto inútil porque no tenía quién me tomara la foto. La gente de alrededor desconfiaba de mi penoso aspecto y de mi cara de asombro. No lo podían entender. Ya no tenía el cerquillo de mi infancia ni me acordaba del todo las letras de las canciones, pero seguía siendo fan, seguía queriendo la foto, seguía pensando en la traición que después de tantos años venía a remediarse aunque mi cámara fuera antigua de rollo, y ya nadie se acordaba cómo manejar. La foto tenía que estar en papel y ser revelada en la tienda Kodak en baja resolución. Tenía que mostrarme a mí en cuclillas frente al mosaico. Pero nadie quiso tomarme la foto. Quise poner en el mosaico la servilleta conservada durante dieciséis años y de mi bolsillo solo salió un pedazo de papel mojado. You love NY, but NY doesn´t love you, leí la camiseta de un chico que se reía sin parar.

Me senté en una banca. Ya sentía la inflamación de la garganta, el dolor en los músculos, las mejillas recalentadas. Un grupo de personas haciendo jogging pasaron a mi lado. Extraño, pensé, con esta lluvia. Más atrás, una mujer robusta llevaba un enorme paraguas blanco, detrás iba una mujer pequeña. Extraño, volví a pensar. Entonces miré con detenimiento. Y otra vez sentí el golpe en el estómago. La mujer pequeña, oriental, me sonrió y dijo “Hi”. “Hi, Yoko”, respondí instintivamente. Ella asintió con la cabeza y siguió su camino, junto a otro grupo de joggistas que la seguían a poca distancia. Entonces no pude hablar. Quería gritar, preguntar si alguien más la había reconocido. Quería pararme, seguir al grupo de joggistas, empujarlos y darles codazos para comprobar si era ella. Pero ya estaban demasiado lejos. Entonces me toqué el cerquillo inexistente, pasé mis manos por el bigote de Sgt. Pepper de mi papá que hacía poco se había afeitado. Sentí en mi bolsillo la servilleta destrozada, caminé hacia el mosaico y me puse en cuclillas. Nadie me tomó la foto, pero yo tenía doce años nuevamente y mi sorpresa al fin había llegado. Al día siguiente llegaría la fiebre y el dolor de garganta que me dejaría sin habla, sin poder contárselo a mi papá que esperaba ansiosamente su redención al otro lado de la línea telefónica.

 

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