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Las reglas de la supervivencia

Mamut

Adelanto de novela de Esteban Lozano

Umberto Eco situó la acción de «El nombre de la rosa» en la Edad Media. Agatha Christie incursionó en el Antiguo Egipto con «La venganza de Nofret». En «Las reglas de la supervivencia», finalista del Premio La Trama y publicada por Ediciones B (España), el relato policial se ambienta en la Prehistoria. Aquí, un adelanto de esta novela que combina suspenso y aventura y cuyo argumento es rico en sacrificios humanos, escatología, traiciones, supercherías y calamidades de varioestilo.

El Sol era un enorme disco de neón velado por una capa de nubes delgadas, grises, que abarcaban el cielo entero; le arrancaba a los cuerpos que discurrían sobre la piel de la Tierra sombras débiles, insustanciales, chirles, que se arrastraban como suplicándole al astro que les diese cuerpo verdadero y nítido, y obteniendo por toda respuesta una silente indiferencia.

Los cazadores seguían el rastro de excrementos que desaparecía y volvía a hacerse visible sobre el suelo eternamente helado de la tundra. A medida que avanzaban hacia el norte iban siendo rodeados por un paisaje en el que las fronteras se borraban, haciéndose imprecisa la línea del horizonte en el cual se adivinaban las nevadas más recientes; la que el día anterior los envolviera había quedado atrás, reemplazada ahora por la molestia extra de un viento gélido, inmisericorde, que les dificultaba el avance soplando su estentóreo aliento con ira digna de un dios.

(…) Lo primero que los cazadores divisaron, preanunciando la euforia inminente de contemplar al rebaño de mamuts con sus propios ojos, fue la nube de pájaros garrapateros. A medida que avanzaban, apresurando ahora el paso, la nube parecía degradarse, haciéndose menos espesa y oscura y los cientos de puntos móviles que la conformaban más discernibles.

(…) Llegaron a aproximadamente doscientos metros de los mamuts que cerraban la fila. La nube de aves garrapateras, densamente poblada de ejemplares que graznaban famélicamente, se prolongaba de un extremo al otro del rebaño, sobrevolándolo, moviéndose y contorsionándose y modificándose a cada paso que daban las aproximadamente treinta y cinco cabezas en total, entre adultos y crías, barritando esporádicamente y sacudiendo la nutrida pelambre a cada paso.

(…) Ronco, uno de los cazadores más respetados de la partida, gruñó su parecer:

–Creo que debemos cortar la fila antes del último grupo… a la altura de las crías.

Dos adultos y cuatro crías cerraban la procesión. Todos coincidieron con Ronco y apuraron aún más el paso, resollando, hasta colocarse exactamente detrás del rebaño, como si fuesen parte de él y marchasen en la misma dirección. Estaban a unos sesenta metros del animal más cercano: intentarían aislar a ese adulto o al que lo precedía. Los cazadores se dividieron en dos grupos: uno al mando de Rebelde y el otro al mando de Flexible. Se pusieron de acuerdo gestualmente –evitando, por si acaso, emitir sonidos que pudiesen ser percibidos por los animales– con respecto a los movimientos a seguir: si la dirección del viento no variaba, ambos grupos atacarían por el flanco derecho; si lo tenían directamente de frente, ya sea porque su dirección variaba o porque el rebaño comenzaba a desplazarse corrigiendo su rumbo ligeramente hacia el oeste, el grupo de Rebelde se encargaría del flanco derecho y el de Flexible del izquierdo.

(…) Las dos columnas de hombres formaron una sola e iniciaron con mucha cautela el camino hacia la supervivencia… o la extinción.

La comprobación del rumbo del viento era constante ahora: el puñado de polvo era arrojado por el guía con mayor frecuencia a medida que avanzaban.

Hacia el oeste comenzaron a verse unas manchas oscuras que, en ese paisaje cuya tonalidad abarcaba toda la gama del gris, delataban la presencia de pasturas. Los mamuts barritaban ahora con mayor intensidad. La columna que conformaban torció la marcha sensiblemente hacia allí. El viento estaba ahora de frente y daba la impresión de haber menguado. Tras caminar unos doscientos metros, las bestias se detuvieron y comenzaron a arrancar las hierbas negruzcas con sus gigantescos apéndices prensiles. Intercambio de gestos entre Flexible y Rebelde: el plan era ahora abrirse en semicírculo, quedando cada grupo equidistante del sitio en que se hallaban las crías, a la prudencial distancia de aproximadamente cincuenta metros, un poco por delante de la ubicación de los dos adultos. Recién entonces encenderían las antorchas usando los pedernales y correrían hacia donde estaban ubicadas las crías, cortando la columna a esa altura y aislando, de ser posible, a uno de los adultos.

Las dos filas de cazadores comenzaron a alejarse la una de la otra cuando los dos mamuts adultos que cerraban la caravana se apartaron del resto de los animales. Los cazadores se echaron al suelo, en un acto reflejo, para evitar cualquier posibilidad de ser vistos. Entonces la descomunal pareja dio comienzo a un rito que los hombres ya habían observado en otras ocasiones: el macho daba con la trompa suaves golpecitos sobre el lomo y la cabeza de la hembra; ella no oponía resistencia ni daba muestras de que el cortejo le desagradara.

Rebelde hizo señas a sus hombres para que no encendiesen las antorchas; Flexible lo imitó con los suyos. Rebelde se señaló a sí mismo como el encargado de la ofensiva, tras lo cual, lanza en mano, se incorporó a medias y comenzó a avanzar muy lentamente hacia la parte posterior del macho, seguido a unos pocos metros por los demás, también agachados y en fila.

El macho empujaba ahora con la cabeza al objeto de su deseo. Por un momento la hembra pareció reacia a esta caricia, pero el macho insistió en ella, incluso con más vigor aún, de manera que la hembra pareció pensárselo mejor y se mostró condescendiente. Los empujones del macho iban en aumento a medida que crecía su deseo.

Los restantes miembros del rebaño, apercibidos del inminente apareamiento, comenzaron a anunciarlo barritando profusamente, como obedeciendo un atávico mandato; hecho lo cual volvieron a concentrarse en la comida, sin conceder a la vida sexual de sus congéneres mayor importancia.

En el instante en que el monstruo de seis metros de altura se incorporó sobre sus patas posteriores semejando una descomunal parva de heno, Rebelde estaba apenas a unos pocos pasos. Al apoyar las patas anteriores sobre los cuartos traseros de la hembra, la cabezota del macho alcanzó los nueve o diez metros de altura. Así encaramado, la verga del mamut, mucho más grande que Rebelde, penetró en la hembra. El macho inició un movimiento cadencioso que reveló para Rebelde algunos de sus secretos: un acentuado olor a lubricidad, que hasta entonces le había sido desconocido, emanaba del sector de los genitales, mientras que podían oírse claramente los ruidos de la cópula, una especie de viscoso y lento chapotear, así como también los rumores provenientes de los intestinos de la bestia; seguramente aún rumiaba los musgos y juncos y demás hierbas de la tundra que ingiriera en su última parada.

Rebelde indicó a los hombres que encendieran las antorchas y se aproximasen: la pareja de mamuts se hallaba concentrada en los pormenores de la sesión amorosa, abstraída de cuanto la rodeaba. Los cazadores extrajeron de sus talegos trozos de madera que remataban en abundante paja seca atada a uno de sus extremos, los colocaron en el suelo dispuestos en asterisco, con los extremos de paja tocándose, y utilizando pedernal les dieron lumbre en pocos segundos. Luego, con la lanza en una mano y la tea encendida en la otra, se acercaron, extremando la cautela, a Rebelde. Éste caminó unos pasos hasta ubicarse casi en el claro que quedaba entre las patas posteriores del macho y de la hembra, y miró hacia arriba: el falo descomunal realizaba su tarea entre los jadeos del macho, los resoplidos de la hembra y el ensordecedor barritar en staccato de ambos. Sobrecogido (“un espectáculo que no se ve todos los días”, pensó), Rebelde levantó la lanza por encima de su cabeza, estiró hacia atrás el brazo, tensionándolo, calculó, cerrando un ojo, fuerza y rapidez de envión, trayecto a recorrer y oportunidad de encuadrar el movedizo blanco elegido –el vientre, donde la piel del mamut, que en el resto del cuerpo tenía unos cinco o seis centímetros de espesor, imposibles de atravesar, se reducía a menos de la mitad–, y la arrojó con todas sus fuerzas.

La lanza silbó al hender el aire y fue a incrustarse exactamente en el punto elegido, tragada por la carne en una longitud equivalente al brazo de un adulto.

Dos cosas estremecedoras –al menos para los participantes– ocurrieron a continuación: la menos terrible fue el modo en que el mamut expresó la mezcla de sorpresa y dolor que la destreza de Rebelde le ocasionara; la otra fue el inacabable, ardiente, nauseabundo chorro de gases intestinales que brotó en cuanto se hundió la lanza, acompañado del ruido de cien pieles de bisonte resecas que se rasgaran al unísono. La violenta bocanada derribó a Rebelde y alcanzó a los cazadores que estaban detrás de él, a pocos pasos. Los efectos no se hicieron esperar: todos, sin excepción, fueron presa de un súbito desespero que les hizo perder el temple y olvidar por completo para qué estaban allí, mareados a causa de la toxicidad del gas aspirado y con un huélfago creciente e irreprimible; tres de ellos comenzaron a vomitar la magra ración de carne que ingirieran aquella mañana, cayendo por tierra arrodillados, y a otro, el más próximo al mamut después de Rebelde, la cabeza se le encendió como si fuese un fósforo, debido a que el gas metano que lo alcanzó de lleno, altamente inflamable, entró en combustión con la llama de su antorcha y lo envolvió en una nube de fuego. Mientras dos o tres hombres socorrían al que las llamas le devoraban rápidamente los cabellos y la barba y comenzaban a extendérsele por la piel de uro que lo cubría, otros ayudaban a andar a los que habían vomitado o seguían haciéndolo, con el propósito de alejarlos cuanto antes del furioso mamut que, habiendo desmontado de la hembra, se revolvía barritando agónicamente, girando en círculos y expeliendo por la verga profusos chorros de esperma que se le escapaban y se cruzaban por momentos en el aire con el hilo de sangre –mezclada con excrementos– que manaba de la herida.

Esto provocó la súbita alarma de los restantes mamuts, que al percibir el tumulto habían dejado de comer, produciéndose una estrepitosa ruptura de filas, un barritar de múltiples voces, adultas y jóvenes, de sopranos y barítonos, un salvaje redoble de timbales producido por aquella multitud de patas en fuga que sacudía la tierra como un terremoto lo haría en su epicentro, un entrechocar de animales en desbandada totalmente desorientados que casi degenera en masacre y que acabaron, más tarde, por unificar su ruta de escape con rumbo norte, habiéndose previamente alejado unos de otros varios cientos de metros, las crías corriendo detrás de sus madres y afanándose en el intento de no perderlas de vista. En cuanto a los pájaros garrapateros, habían desaparecido como por arte de encantamiento.

41

Mata (así llamado porque en una ocasión había caído sentado, al perder el equilibrio mientras defecaba, sobre una planta que le llenó las nalgas de una virulenta urticaria y lo tuvo dos fases lunares enteras rascándose), que se había apartado del resto de los cazadores en el momento en que estalló la tormenta de pelos y colmillos, dio en quedar ubicado justo en el camino de dos de las crías que, presas del pánico, huían en la misma dirección, lanzando cada una, a toda velocidad, sus tres toneladas promedio a campo traviesa. El hombre estaba paralizado de horror ante las dos bestias que lo superaban en altura (por no mencionar sus volúmenes ni abundar ociosamente en comparaciones de otra índole) y que se le venían encima como locomotoras de trocha angosta, apenas separadas una de otra por escasos cincuenta centímetros; sólo atinó a dejar caer la lanza que sostenía en la mano derecha y la tea encendida que le ocupaba la izquierda, tras lo cual cerró los ojos y se llevó, en un acto reflejo, las palmas de las manos a la cara, a la vez que se despedía de este mundo, sabiendo que al abrirlos nuevamente estaría contemplando los rostros de los dioses. De modo que no presenció el paso de los mamuts junto a él, pero pudo sentir perfectamente el resollar de las bestias y el temblor de la tierra bajo sus pies y el roce de los pelos contra sus flancos y la violenta onda expansiva que la corriente de aire, generada por el veloz desplazamiento de tanto tonelaje, le propinó, derribándolo. De haber tenido aquellos benjamines colmillos más desarrollados, indudablemente el pobre cazador se habría reencontrado de inmediato con sus muertos; pero por esta vez, y por suerte para él, Mata faltó a la reunión familiar.

En el preciso instante en que Mata tocó tierra, pero a unos cincuenta o sesenta metros más allá, el mamut herido giró una vez más, extendiendo las pantallas de las orejas en señal de enojo, y quedó de cara a su agresor, cuyos reflejos no esperaron a que se produjese el riesgo del latigazo mortal que podía propinarle la trompa: saltando a un lado, Rebelde tomó la lanza y la antorcha que le alargaba Ronco y comenzó a menear esta última ante los ojos del mamut. Confundida, adolorida y aterrorizada, la bestia se vio repentinamente rodeada de hombrecillos que la atacaban de manera integral. Los dos cazadores que aún vomitaban habían sido alejados a prudente distancia, y el quemado lloraba su suerte, hecho un estropicio, de cara al disco solar que se parecía cada vez más a una Luna llena, merced al tamiz de nubes grises que se afanaba vanamente en ocultarlo por completo. Los que estaban aptos para el combate se esmeraron particularmente en esta ocasión: no se habían cruzado, en su camino hacia las regiones heladas, con otros animales que constituyesen una alternativa para mitigar el hambre, de manera que dependían de la fortuna de obtener aquella pieza que acababan de rodear y que comenzaba otra vez a girar locamente, sin avanzar ni retroceder, y se detenía, balanceándose y barritando, y recomenzaba el movimiento circular, a la vez que se le escapaban, por el ano, enormes boñigas de excrementos blandos de un color pardo muy oscuro, que la pálida luz solar contribuía a ennegrecer. Atacaban al monstruo con palos y lanzas y piedras en aparente desorden, pero en realidad hacían el esfuerzo de moverse organizadamente, siguiendo uno a uno los pasos de una estrategia que se remontaba a las primeras incursiones de sus antepasados en la caza del mamut.

En el intervalo que se produjo entre el final de uno de aquellos ciclos de movimiento y el comienzo del siguiente, Rebelde esquivó a los cazadores, que acababan de ocupar sus puestos, agitando las antorchas, en torno al animal, y se acercó, esta vez adrede, al peligroso sector de los colmillos y la trompa. Los cazadores clasificaban al mamut, así como a otros animales que habitual o esporádicamente se convertían en sus presas, por “sectores de riesgo”, y el de la cabeza era el principal de ellos, seguido por el de las patas anteriores y, por último, el de las posteriores. Cada grupo de hombres asignado previamente a uno de aquellos sectores de riesgo (distribuidos según su destreza), sabía perfectamente qué rol tenía que desempeñar y cómo debía interactuar con sus compañeros de equipo para cumplir del modo más efectivo su tarea y no entorpecer la de los otros.

Frente a la colosal cabeza, cuya proximidad permitía que lo envolviese el pestilente aliento, húmedo y caliente, cada vez que la bestia exhalaba, la trompa sibilante retorciéndose peligrosamente ante sus ojos arriba y abajo, cuatro metros de colmillo semicircular a cada lado, Rebelde, esgrimiendo la lanza en el aire gris de la mañana, hizo sus cálculos de fuerza y alcance (esta vez debía jugarse por acertar en uno de los ojos, tarea prácticamente imposible tratándose de un blanco móvil) y obtuvo a cambio, justo en el instante en que iba a arrojar el venablo, un violento empujón procedente de la periferia. Cayó bajo la quijada del animal, quijada que se alzaba en aquel momento a poco más de metro y medio por encima de la suya, y desde allí, tendido cuan largo era, pudo ver el horror que devino acto seguido: la cabeza del mamut bajó hasta casi rozarlo, a la vez que Macizo, su compañero de equipo más próximo y uno de los cómplices del Chamán, en el cual Rebelde había depositado hasta entonces, tal como lo hacía con los demás durante la caza, su confianza y su vida, se hacía velozmente a un lado, apartándose del “sector de riesgo” con los brazos aún extendidos, rubricando con aquel gesto la autoría de la delicada situación en que ahora se encontraba Rebelde. Éste pudo verlo por el rabillo del ojo: sólo duró una fracción de segundo, pero fue suficiente para hacerle comprender la exacta naturaleza de la situación en la que se hallaba inmerso hasta los tuétanos; una situación cuyos peligros eran muy distintos a los que la cacería presentaba…

Ronco hizo el ademán de acercarse a los pies de Rebelde para tirar de ellos y arrastrarlo fuera del alcance de las patas y la trompa, pero tuvo la desdicha de resbalar en los excrementos que cubrían el suelo en aquel lugar. Si se hubiese desplomado, nada le habría ocurrido. Pero la suerte adversa quiso que quedase de pie y medio echado hacia delante. Cuando, inesperadamente, la bestia levantó su cabezota, Ronco estaba en un punto del trayecto a recorrer por el colmillo izquierdo, y fue por ende quien sufrió las consecuencias del paquidérmico ademán: ante los ojos de Rebelde –que en ese instante iniciaba la primera de una serie de vueltas carnero hacia atrás en el intento de huír, al cabo de ellas, de debajo del mamut por cualquiera de sus flancos, una vez sorteadas las patas anteriores–, el colmillo se llevó puesto a Ronco, que lanzó un aullido tan atroz que casi logró asustar al enorme victimario a cuya merced se hallaba…

“Las reglas de la supervivencia”, de Esteban Lozano. Novela publicada en formato digital por el sello “B de Books” de Ediciones B, Barcelona. http://www.bdebooks.es/catalogo/autor/esteban-lozano/1298/libro/las-reglas-de-supervivencia-finalista-i-premio-trama-_3687.html

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Muela

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