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Ana no duerme

Esta mañana se despertó con la sensación de no haber dormido. La mujer del piso superior no ha dejado de llorar en semanas. O tal vez ya debería medir el insomnio en meses, concluyó mientras se servía un café negro y le agregaba tres cucharadas rebosantes de leche condensada. A través de la ventana observó el paisaje de siempre. En el parque, los ancianos del dos cero dos sentados en el banco; la mujer gorda del tres con el coche. El kiosco de periódicos del atareado señor Andrés. Al mirar el cielo pensó que llovería y que sería necesario el impermeable. Abrió la puerta del apartamento y asomó sólo un brazo para tomar el periódico del suelo. Se sentó en el sofá y con una tijera recortó la fecha, que más tarde guardó en un archivo especial para esos papeles alargados. Apiló el periódico en la torre correspondiente. Se vistió, y se maquilló poco; terminó su café, ya frío, introdujo los pies en los zapatos y salió del apartamento. Tarde, otra vez.

Bajó por las escaleras de caracol que abrazan el ascensor para no esperar. No escuchó el mecanismo funcionar; durante las últimas semanas el ascensor se había dañado con frecuencia. Al llegar a la calle notó que no llevaba los documentos. Subió corriendo, de nuevo usando los escalones para no esperar por el ascensor, y entonces vio el movimiento a través de las barandas que protegen los peldaños y las rejas del elevador. El pensamiento o el movimiento la distrajeron, y allí, justo antes de llegar al cuarto piso, falló un escalón y se dobló el tobillo. No se detuvo. Entró, tomó lo que había olvidado y continuó, pensando que no hay dolor en el movimiento. El tobillo no le molestaba aún. Corrió escaleras abajo, caminó de prisa su calle, la siguiente, y apenas a una cuadra de la estación comenzó a llover.

Sintió las gotas de lluvia en el rostro pero no intentó cubrirse. Había olvidado el impermeable y se propuso no lidiar con el agua, que ya se deslizaba por sus mejillas hasta el mentón. Una vez bajo tierra, ya en calma, respiró el silencio y en un impulso eléctrico recordó la cafetera: imaginó el recipiente estallado, un incendio en el apartamento, o el café quemado y adherido en el fondo de la jarra. Eligió la última visión y pensó que habrá que comprar una nueva, una jarra nueva. En el pasillo de la estación, como todos los días, contó cada paso intentando no tocar con los pies los límites entre cuadro y cuadro del suelo oscuro. Pisando un cuadro sí, uno no. Al mismo tiempo, como todos los días, se dejó seducir por la visión: el acercamiento a la encrucijada, a la escalera herida en dos destinos que se le antojan siempre opuestos. Abajo el tren es el mismo pero como todos los días se preguntó qué lado tomar. Pie derecho, escalera derecha; pie izquierdo, escalera izquierda. Al acercarse a las vidas posibles, al dictamen final, observó con mayor nitidez el anuncio publicitario, apreció con detalle el cuerpo de la mujer tatuada, desnuda, en el afiche. Cada vez que pasa por allí observa el ganso en la nalga y el costado derecho de la modelo, y luego muy por encima, lee el texto como si fuera la primera vez. Algo sobre los amores y el estigma que dejan en la piel. Bajó utilizando los peldaños del lado izquierdo: siempre baja del lado que le toca.

Aquella estación le pareció un animal enorme. Latía al ritmo de la materia en movimiento, seres viscosos. Jamás me haría un tatuaje así ¿Un ganso? Nunca. De pronto la voz anunció el retraso por fallas en el sistema. Ana pensó lo que siempre piensa cuando el tren no llega: alguien se lanzó al andén. Alguien quiso romper el tiempo, se dice, como reprochando la falla de un reloj, el mecanismo roto en una máquina que se detiene. Sujetó el maletín con fuerza, respiró profundo y otra vez comenzó a darle con la uña a esa zona desgastada del abrigo. Observó a lo lejos un asiento disponible y caminó pensando que alguien lo tomaría antes que ella y también que si es para mí, cuando llegue al final del corredor estará libre. Ana caminó hacia el asiento. Ana se desplazó pesada más allá de la liviandad de su cuerpo. Imposible dormir con los ruidos reiterados a las dos, a las tres de la madrugada. El sufrimiento de la vecina pesa, cruje en el suelo que es mi techo; algo así se dice con variaciones insomnes cada mañana.

Entonces pensó en Armando: cómo dormir con este sufrimiento encima, le preguntó Armando la última noche. Pero no era una pregunta. Ya frente a la silla aún vacante, Ana lo recuerda levantándose de la cama, saliendo de la casa desesperado, diciendo no aguanto el llanto. Necesito dormir. Tú me gustas, Ana, pero necesito dormir. Así mismo: tú me gustas, y luego, nos vemos cuando nos veamos. Recordó a Armando cruzando la puerta y se preguntó por qué ella no ha llorado su ausencia: esa madrugada se dio media vuelta luego del portazo, con una almohada en la cabeza intentó no escuchar más el llanto de la vecina y no mirar el vacío a su alrededor mientras frotaba un pie con el otro hasta no saber más. Ahora, sentada en el andén se pregunta qué será de Armando, cuándo lo verá de nuevo. Y también si es que lo va a ver. Luego se pregunta si quiere verlo.

Ana desplazó su peso hacia adelante, colocó su maletín en el espaldar de la silla y se sentó en el borde, recostada del rectángulo oscuro que ahora servía de apoyo; sintiendo sus bordes clavados en las escápulas. Entonces al mirar hacia el suelo divisó una marca, un pegoste: voy a llegar tarde, voy a llegar tarde, voy a llegar tarde, se decía mientras con la punta del zapato derecho comenzó a empujar, raspar, despegar esa goma, ese pegoste en el piso. Quedó absorta mirando el ir y venir del zapato; sintiendo eso allá abajo cada vez más suave, entregado ante la insistencia de la planta de su pie. Ante su impaciencia. Pronto el suelo mostraba solo una mancha tenue, y su zapato, el pegoste. Ana respiró profundo, se sacudió. Un gesto de malcriadrez. Un impulso imperceptible al mundo subterráneo que la rodeaba. Estoy llegando tarde. Entonces, en el movimiento y sin querer, detalló a la mujer sentada junto a ella.

Notó cómo la mugre difuminaba los colores y las texturas de su piel y de su ropa, admiró ese cuerpo extraño, sin fronteras. Bajo el disfraz confuso intuyó una mujer joven. Contempló lo anárquico en su cuerpo cubierto de abrigos, detalló el bastón que llevaba en su mano izquierda y la carretilla cargada de lo que se le antojaron fragmentos de historias de otros. La materia pastosa en el zapato, la mano ansiosa y el abrigo gastado donde ella, la mano, va; los relojes y el destino del día, quedaron suspendidos por un momento en el que para Ana sólo existió la mescolanza de objetos abollados y sucios, el amasijo que intentó detallar sin ser notada, ocultando su insistencia mediante un leve movimiento del torso hacia atrás. Ana es pequeña; siempre se escabulle, pasa desapercibida cuando quiere.

Puesto que estaba el maletín no era posible desplazarse del todo, pero logró atrasar el cuello, la cabeza, y mirar desde arriba y sin ser vista, el carrito. Allí estaba Ana, borrada tras el enredo que era la mujer vecina. Entonces pudo ver mejor el aparato de radio, el recipiente plástico color azul y un oso de peluche vestido con una camisa desleída que llevaba inscrita en el pecho las palabras ¡¡¡recupérate pronto!!! Los pasajeros en la estación continuaban moviéndose, había cada vez más gente agolpada en el andén. Superada la breve dispersión, luego del precario roce con lo que la cercaba y siempre detesta (las personas amontonadas, empujando: la gente), Ana volvió a su vecina y se detuvo en sus pies, o más exactamente en los tobillos cubiertos con calentadores rosados de ballet. Entonces, atraída por el movimiento de unas manos inquietas, distinguió entre ellas un sobre maltratado. Ana observó el modo en que la mujer sostenía el sobre entre los dedos índices, medios y pulgares; el modo en que lo manipulaba, con movimientos circulares, como acariciándolo, puliéndolo sin parar. Entonces recordó algo incómodo. Inhaló con fuerza, contrajo los hombros, levemente (tampoco se notaba ahora este gesto), tomó aprisa el borde de su abrigo y se sostuvo de él. Notó que la mujer repetía, murmuraba algo en una letanía incomprensible. Algo así escuchó Ana: mis papeles, que no se pierdan mis papeles.

Seducida por el cuadro ante ella, por los sonidos, seguramente por el movimiento, no logró reaccionar a tiempo: en un impulso, en un gesto que interpretó como violento, la mujer volteó a mirarla y clavando sus enormes ojos en los de ella le preguntó: ¿Qué carajo miras, niña? Entonces Ana notó las pupilas magnificadas gracias a los lentes de aumento que funcionaban como lupas y que hacían del rostro de la mujer algo espantoso. Ana emitió un grito breve, más bien una exhalación con un sonido que nadie notó; demasiada gente en el andén. Ya la mujer le tomaba la muñeca izquierda con fuerza y en un segundo más Ana saltaba e intentaba acercarse al borde del andén. Ana es pequeña, no se hace notar, pero el cúmulo de personas, los paraguas, la suma de sudores y horarios y planes por cumplir, no le permitieron alejarse lo suficiente como para dejar de escuchar: ¿Qué miras?, ¿por qué carajo miras, niña? Algo así. De pronto la mujer quedó en silencio, con su mirada clavada en otro lugar, probablemente suspendida de algún recuerdo. Pero esto Ana no lo vio, ya el tren se escuchaba llegar y ella se acercaba a la línea amarilla en el borde del andén.

La estación comenzó a latir de nuevo y la mujer y el mal rato quedaron atrás. Ocurrió lo de siempre: las personas comienzan a empujar, a murmurar, a desplazarse y comprimirse hacia las puertas finalmente abiertas, y Ana, tan liviana y tan pequeña, es transportada sin proponérselo hacia el interior del vagón. Un algodón de polen flotando en el aire. Así, sin notarlo y sin ser notada, termina siempre en el centro, embutida entre los demás viajeros. Esta mañana, a través de una mínima ventana entre los bultos que la rodeaban, Ana observó la mujer aún sentada, prácticamente sola en el corredor. Entonces descubrió su maletín abandonado sobre el asiento.

Esto es lo que recuerda Ana: ella y la mujer de los harapos cruzan miradas; en eso aquélla levanta su mano derecha mostrando su palma con los cinco dedos extendidos en un gesto que bien hubiera podido significar hasta luego, o ni lo intentes, o espera, o, seguramente, detente; pero que es algo más, pues también cuatro dedos de su mano izquierda están extendidos; el pulgar no se ve. En eso la mujer flexiona dos dedos de su mano derecha, el pulgar y el más pequeño, y deja estirados los otros tres. Su mano izquierda ya no se ve. Luego la mujer comprime la mano derecha en un puño, y lo mueve hacia delante y hacia atrás, con lo que evoca en Ana el recuerdo de un juego infantil para decidir suertes y destinos, y también la imagen de su prima Anaís sentada en los escalones de la casa de la abuela. Su mano derecha no se ve. Ana recuerda que empujó a los pasajeros que la rodeaban. Pidió que se movieran, que por favor quítese señora, por favor que se me quedó algo ¡Permiso! dijo varias veces mientras empujaba. Nadie se inmutó. Tal vez nadie logró oírla. Era demasiado tarde. Cuando las puertas se cerraron, ya el maletín se mostraba desplegado sobre los muslos de la mujer, que rodeada y protegida por el silencio del andén se disponía a escrutarlo. Comenzaban a llegar nuevos pasajeros. Eran las nueve y media.

De pie en el vagón, ya a punto de descoser el botón del abrigo, casi despegando la minúscula rueda plástica oscura, martirizada no se sabe desde cuándo, pulida por el roce y los giros de las angustias de siempre, descubrió que le dolía el tobillo izquierdo y sintió también el otro pie levemente adherido al suelo: eso continuaba allí, en la planta del zapato. En la estación siguiente se bajó del tren e inició el recorrido de vuelta. Al regresar, caminó directo hacia el asiento de la mujer: Ahí tienes. Justo hoy dejas el maletín. ¡Justo hoy! continuó diciéndose ya frente al puesto que había sido el de la mujer de los harapos. Subió al mundo usando las escaleras que le tocaban y pensando que tal vez se había equivocado de lado al bajar. Observó de reojo el afiche del tatuaje. Una vez en la calle se detuvo en el último escalón, limpió con el borde la suela del zapato y continuó su camino de vuelta hacia el edificio Texas; esta vez con calma, con pasos controlados, intentando siempre llegar con luz verde al siguiente cruce. Ninguna excusa es buena para saltar el protocolo. Mientras jugaba con los semáforos se preguntó como si fuera la historia de otra de qué manera entraría a su casa y, como si no lo supiera, también si Armando conservaría las llaves que ella le había entregado semanas atrás. Cruzó el portón de vidrio, subió por el ascensor hasta el piso cuatro. Intentó girar el pomo de la puerta: mientras enfurecida pronunciaba un par de palabras en voz alta, golpeaba la superficie de madera con un puño y en seguida se lanzaba al suelo, apoyando la cabeza en las rodillas. Pronto se halaba el cabello con las dos manos, sin violencia pero insistentemente. Masajeaba su cráneo. No había dormido. Ana no recuerda la última noche en que logró dormir; dormir de verdad, sin ser testigo de sí misma.

Cayó en un sueño profundo que no vio venir y luego de varias historias que ha olvidado, abrió los ojos. Se levantó, intentó girar de nuevo el pomo de la puerta y bajó por el ascensor a la pastelería: un café le haría mirar todo más calmadamente, pensó justo antes de decirse otra vez que esto no me puede estar pasando a mí. Al verla frente a él, el tipo de la máquina la miró con una familiaridad parecida al afecto y sin esperar instrucciones le preparó un marrón grande oscuro y sin espuma. Ana abrió tres sobres de azúcar y escuchó lo de siempre, que quién diría, tan flaquita usted y mire, toda esa azúcar. Y luego: Mire que eso hace daño. Pero esta parte Ana no la escuchó, se la sabe de memoria. Desde un teléfono público llamó a Armando pero habló con una máquina: Armando, que no me vas a creer (temía que no le creyera), que me quedé afuera. Que no sé si todavía tienes mi llave (pero sí sabía); que llámame, cuando puedas. Y al final, disculpa la molestia. Momentos más tarde Ana pensó en la gente que se borra y en lo rápido que se borra cuando quiere hacerlo, y también en lo rápido que se borra y punto. De vuelta al edificio tropezó con la conserje, que le dio un papelito y le dijo con su antipatía usual: anoche vino el muchacho. Que y que le entregara esto. Y le extendió una bolsa de papel blanco, de panadería, con algo adentro. Ana abrió la bolsa buscando algo más que llaves.

Subió por el ascensor al piso cuatro, caminó hasta la puerta cuatro cero tres. Entró y pasó el resto del día mirando el techo. Durmió lo que no había dormido en los últimos meses y durante la noche se encontró con el desvelo de siempre. Tarde, más de lo normal, la vecina que sufre comenzó su rutina nocturna. En esos momentos Ana da vueltas en la cama, se cubre con la almohada, se quita el cobertor, se pregunta por Armando y le da la razón. Mueve los pies, frota los pies con la sábana mientras aprieta la almohada contra el cráneo. En el vacío insomne Ana recordó la fecha de hoy y se levantó de la cama: había que guardarla. Sintió culpa por posponer el ritual, encontró en su olvido el responsable del día fatigoso que no terminaba de acabar. Buscó en la sala el papel alargado, de la segunda gaveta del clóset extrajo la pega y las fichas azules del tamaño justo, y adhirió a una de ellas el recorte. Sacó la caja de zapatos número tres del último estante de arriba e introdujo la fecha nueva presionando hacia atrás las cartulinas rectangulares de los días anteriores, ya archivadas. Pensó que pronto haría falta una cuarta caja. Mientras se dedicaba a la tarea cotidiana hoy pospuesta por el desacierto de la jornada (o tal vez causante del desacierto de la jornada), pensó en el maletín y lo que ha perdido. Pensó en el agobio histórico del olvido y luego sonrió o se imaginó que sonreía: el agobio histórico del olvido que le recuerda el maletín y también a Armando.

Las pisadas martirizaban el piso superior. Ana se levantó de la cama y sin calzarse salió del apartamento. Al poner el segundo pie en el pasillo se regresó resoplando y tomó las llaves. Cerró la puerta dando un vistazo antes de apagar la luz. Ha subido un piso, ha llegado al quinto. Camina el pasillo y del lado izquierdo encuentra la puerta quinientos tres. Toca el timbre. Nadie responde. Toca de nuevo y escucha pisadas tras la puerta. Las pisadas se acercan y el ojo mágico se oscurece. Nadie abre. Ana le dice a la puerta que soy su vecina de abajo. Que si necesita algo. ¿Está bien? Pero nadie responde.

Ana es sobresaltada por un miedo sin sentido (el miedo no tiene que tenerlo, se dice siempre) y vertiginosamente emprende el regreso, acelerada, liviana, apenas tocando el suelo. Se aleja diez, quince pasos de la puerta. Al llegar a los escalones se pregunta si las escaleras o el ascensor. En eso escucha un sonido al final del pasillo. Ana baja a pie, corriendo, entra al apartamento como si la siguieran (tal vez la siguen), cierra su puerta, pasa la cadena y se sienta en el sofá. Ana respira acelerada. Suena el timbre. Ana no se mueve. Suena el teléfono. Ana no atiende, se queda mirando el aparato como estuviera vivo. Un pequeño animal. Es la contestadora la que escucha primero a Armando diciendo que estoy abajo, espero que hayas logrado entrar; Ana, soy yo. ¿Estás ahí? Ana camina hacia el balcón y se sube a la baranda. Está sentada en el borde, moviendo los pies hacia fuera y hacia adentro, meciéndose y sin pensar, mientras del otro lado escucha la voz de la mujer del piso cinco que grita su nombre. La noche está estrellada y hay una brisa suave. No se ve nadie en el parque. Entonces baja del borde y piensa que hay que tratar de dormir.

Este cuento forma parte del libro Ana no duerme y otros cuentos

 

 

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