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Home MIAMI ON

Después obviamente el resto.

by Elías David
14 junio, 2011
in MIAMI ON
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Noche. Aún así lo esperaba. El humo del cigarro se escurría hacia arriba, rumbo a la ventana. Somos novios, pensaba una y otra vez. Apenas hace una semana se agregaron a sus respectivas cuentas. Recuerda ese día. Esa mañana, ese minuto. Todo pasó tan rápido, como pasa un latido, como se actualiza la lista de publicaciones en ese microblog. Él tenía una foto extraña, colores borrosos, líneas confusas como la silueta de una cabeza. En fin, no era una foto normal. Ella, sólo sus ojos; sin embargo, él no necesitaba ver más; siempre veía primero, en la red o no, los ojos de las chicas que conocía. Después obviamente el resto.

Ella leyó una entrada en la cuenta de él. No recuerda bien qué pero le pareció entrañable. Suficiente. Hizo un clic en “agregar”, a los dos minutos ambos ya se seguían.

Conversación entrecortada. Minutos como paréntesis para caminar con atención, subir al metro, bajar escaleras o viceversa. Le vibra su móvil. Es él. agradece la invitación y pregunta de dónde es. Ella responde y suelta una pequeña broma: es de ahí, de la red. Él aún no recibe ese último mensaje, mientras, llega y abre su oficina, acomoda su computadora portátil donde siempre, la enciende. Va por su café. Huele el aroma revuelto con galletas. La música desde su oficina lo apura. Su móvil empieza el tono que le indica un nuevo mensaje. Llega y lee. Sonríe levemente. Escribe algo y se sienta tras el escritorio. Suspira quedo, casi imperceptible. Él no lo nota, pero suspira. No sabe bien qué le dicen esos ojos.

Ella no sabe bien qué le dicen esas letras. Esos mensajes cortos que relee. Se contestan y, raro, empiezan a extrañarse. O al menos ella empieza a extrañarlo. Si no a extrañarlo, a sentir ese pálpito taciturno en su centro, cuando lee un mensaje nuevo. Lo que siente en el pecho lo desahoga con sus dedos en el móvil. Escribe una y otra vez besos y corazones. Ambos llenan los espacios del tiempo y los espacios donde se supone no hay lugar para nada más, con lecturas mínimas, dirigidas a ellos; arman un vals de miradas, de hormigas en los brazos, de latidos luminosos en los ojos. Un vals que nadie ve.

Comparten ya su correo electrónico; se envían fotos una y otra vez de ellos, de su entorno. Ella le envía una o dos de sus diferentes tatuajes pero se detiene en los más íntimos; aún no, piensa. No hay publicación en sus cuentas que no se comenten; no hay insinuación a la piel, piel de letras, que no capten y así continúen las caricias tecleadas. Al teclado.

Una noche antes del fin de semana él no está disponible, lo último escrito en su cuenta fue: “¡Jueves! ¿Qué me tendrás hoy?” Es obvio que le habla a alguien, piensa ella, y empieza a buscar en la lista de sus seguidores, de sus seguidos, ¿quién le habrá hablado expresamente a él? Nada. Vuelve a buscar.

Ella sale a cenar. Sola. Recibe notificaciones en la red. Saludos que atiende normal, mientras cruza calles, ve semáforos, esquiva personas. Sigue contestando invitaciones a pasar la noche frente a la pantalla de su computadora, entrelazar amistades. “Hola” comienzan todos. Después de dos, tres mensajes condescendientes, el lazo empieza a mezclarse con las sensaciones, o la falta de ellas. El cerebro es una enredadera; un nudo de fotos y contactos agregados, nuevos o no, que buscan intimidad desde una ávida pantalla parecida. Y ella busca. También. ¿Qué? Que. Letras encendidas en deseo, luz, de una pantalla a otra.

Él llega. Se hablan. Dice que está en casa. Ella le cree. Le cuenta solo de su día y ella lee y se desnuda. Clic. “Enviar”. Él recibe la foto, las fotos, la cascada de fotos. Extraño, él, comienza un vaivén etéreo. Corresponde a las imágenes. Te extrañé, le dice ella en el nombre de una de las fotos. Él dice yo también, en el baño, donde sigue tecleando letras melosas que nacen en él. sigue enviando y recibiendo fotos. Ella muestra esos tatuajes, los otros. Ambos se complacen. Ambos, cómplices, terminan.

Al día siguiente él se levanta un poco tarde, se da un baño y se arregla rápido. Sale, sube a su auto con un café en la mano y conduce rumbo a su oficina. Llega y me da los buenos días. Hola, colega, me dice casi sin verme. Le regreso el saludo y no me escucha. Está apurado. Atraviesa una luz en el pasillo que lo conduce a su cubículo. La luz se queda en el mismo lugar, como yo. Trabajo al lado de su oficina y puedo escuchar hasta sus refunfuños cuando las cosas no le salen en la computadora. Alguna vez salimos, un restaurante y un bar. Varias veces. En fin, no hablaré de qué somos nosotros. Esa “Relación” que ha mantenido ya por una semana me la contó anoche, entre alcohol. Por eso no hicimos nada más, le dije que cómo era posible que algo desde tan lejos lo mantuviera tan atento, cómo si apenas y conocía fragmentos de ese rostro distanciado. Pero estaba alcoholizado. Pues es linda, siempre estamos al tanto el uno del otro, me dijo. Pero no está aquí, dije, y eso no cambiará por ahora. ¿Y quién quiere que cambie? ¿quién busca acompañar mis días con algo físico a mi lado? Al menos no así, no sé si ella pero no así. Más tarde, en el bar, me sacó a bailar, casi siempre trato de tomar menos para cuidarlo. Me gusta que tome poco, porque me empieza hablar lo que nunca me dice, y yo lo miro como nunca puedo verlo. Sus ojos, ebrios, son un poco acuosos. Así bailando se acerca tanto, más cerca de lo que en todos los años de trabajar juntos hemos estado. Ni en reuniones, ni en fiestas de compañeros. Pero solos, le coqueteo con mi sonrisa. Una vez me dijo algo sobre mi sonrisa, pero en la oficina no hay tiempo para sonreír. Lo que nunca acepto es que trate de llevarme a su casa o a algún hotel; no me permitiría destruir tanto con tan poco. Juntos, solos, bailando, riéndonos de lo cerca que estamos, toqueteos indiferentes en los hombros, pequeños abrazos, los días que pasan transformándose en la vida. Después me deja en casa, nos despedimos de un beso en la mejilla, anoche duró tanto el roce de su rostro en el mío. Pero fui fuerte, le di mi sonrisa y abrí la puerta, crucé por ella. Hasta mañana, le dije, maneja con cuidado. Siempre, dijo y no escuché sus pasos hasta que corrí el pasador grande por dentro. Hoy ya no hemos hablado del tema. No hemos hablado nada, de hecho. Como dije, hasta acá oigo todo lo que sucede en su oficina, incluso esos mensajes que le llegan al móvil.

Buenos días, le dice ella, en su primer mensaje del día a través del móvil. Él lo lee de reojo. Llegó tarde y contesta igual: tarde y a prisa. Ella cree que se ha adelantado; aún no, recuerda que pensó hace apenas tres días. Ambos teclean rápido. Él, unos números en su computadora; ella, una respuesta para no dejar escapar la conversación: ¿Cómo estás? Le dijo. Algo apurado, él contesta y activa el modo “silencio” del aparato, no hay tiempo que perder. Ella publica algo así como un despecho en su cuenta. Todos lo leen. La mayoría le contesta ese mensaje para nadie, para él. Bueno, le escribe, te dejo trabajar, háblame cuando quieras. No quiere parecer incómoda. Inquieta. Olvidada.

Cae la tarde y él regresa a su casa. Se despidió de su colega, la única amiga en el trabajo. Hablamos mañana, recuerda la colega que él le dijo. Él camina unos pasos de laberinto. Rumbo a su casa. Su mano desmemoriada busca el móvil (esto le recuerda que olvidó visitar la página de los nuevos aparatos celulares, siempre busca el más nuevo). Lee todos los mensajes No Leídos. No contesta, espera a llegar a casa. A la intimidad de su casa. A la placidez de una soledad elegida por él. Donde, desde el móvil, ella lo espera. El hombre no quiere accidentes, maneja con cuidado y a lo lejos alcanza a ver al sol cayendo. Cruza a un lado del parque donde parejas caminan, se comparten voz y palabras sobre sus vivencias diarias; pudiera olerse, casi, el cigarrillo de los padres sentados viendo a los hijos pedalear su bicicleta; donde seres vivos buscan lo que todo ser vivo busca: sol, risas, vida; el aroma del viento revive las risas algodonadas, las causan los dulces. O la tarde.

Abre la puerta de su casa exhausto y así se tira en la cama. Escribe “Hola, amor” en un mensaje, “vengo muerto”. Con esa conciencia inocente, de cuentas saldadas, que ofrece el cansancio nocturno después del trabajo, se estira a lo ancho de su colchón; nadie lo nota y no espera nada de eso, ni siquiera imagina quién, en su ciudad o lejos, le piensa.

Ella, cerca de su computadora, prende un cigarro cuyo humo se escurre por la ventana. Me dijo amor, piensa sonriente ignorando el sueño de él. Somos novios, o pareja o amantes o algo, se dice una y otra vez. Él revisa perfiles de personas, ve más ojos, y una invitación para una nueva amistad. Hace clic en esos otros ojos. Hace clic en “Aceptar”.

David Campos…

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Tags: despuéselobviamenteresto
Elías David

Elías David

Sostuvo en esta revista, hace tiempo, la columna de poemas Saudade que ahora retoma, ya sin saudade. Ha impartido en su ciudad natal talleres de creación literaria donde ha aprendido mucho. Textos suyos han aparecido en antologías regionales de su país y de Miami. Fue profesor de secundaria. Ahora sólo lee y escribe, o sea, no hace nada.

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