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Un pedazo de nube

Estamos de mudanza. Los muchachos sudorosos trasladan cajas y cajas con miles de libros.

Durante cuatro horas que son gotas de nostalgia los muchachos acomodan los muebles y esparcen la esperanza entre las paredes de la nueva casa.

   Después se van.

   Exhausto, acomodo los volúmenes como si fuera una ceremonia religiosa.

   Al mediodía, mi hijo juega en el jardín nuevo, impecable, lujurioso. Su risa es el perfecto lenitivo para el cansancio.

   Por la noche, escucho el lento canto de los coyuyos. El chirrido estridente y melancólico me trae el viento fresco y hermoso de California. Añoro las rojas tardes en la arena, las olas blancas, el prado de agua que circula por la costa interminable.

    El río es un recuerdo que vuelve. La memoria es un río que trae el pasado como una brisa diáfana.

   A la siesta siguiente, miro por la ventana verde cómo el pasto crece lentamente y los gusanos comen la carne de los muertos. Yo seré uno de ellos alguna vez. Veo que mi hijo corre en el pasto y pienso en la vida que corre, en los pies veloces de mi hijo y la vida que se va. Recuerdo los rostros decrépitos de las múltiples y diversas casas en las que estuve. ¿Esconden esas piezas solitarias la felicidad y el tedio, la muerte, las tristes tardes de la pérdida y la breve alegría del pan?

   Aquí, en la nueva casa, mi hijo me pide que vaya al jardín.

   Voy con él.

   Jugamos con una pelota enorme. Él está perdido en su alegría furibunda. Nada lo detiene. Nada nos detiene. Los teléfonos están apagados, las alarmas no suenan. Los celulares están muertos. Solo la risa y las huellas ágiles serpentean en el pasto.

   De imprevisto, entro a la casa. Le advierto a mi hijo que ya vuelvo.

   Él se queda solo, frente al silencio enorme y utópico de la siesta hermosa.

   Cuando regreso, lo encuentro tirado en la alfombra verde.

   Le pregunto qué hace tirado ahí. Él me dice que está mirando las nubes.

   Eso hace: mira el inabarcable paisaje celeste. ¿Qué otra cosa se puede hacer esta siesta esplendorosa, perdida en el tiempo?

   Me tiro en el pasto. El canto múltiple y musical de los pájaros acaricia el silencio.
Mi hijo sigue el movimiento parsimonioso de las nubes.

   Nadie habla.

   Podría regalarle un pedazo de nube a mamá, me dice, sorpresivamente.

   Es una gran idea, le digo. Y no agrego nada.

   Mi hijo se levanta. Cuando está parado, le pregunto por el motivo del regalo.

   Por el cumple de mamá, me dice.

   Me quedo quieto frente a la alfombra del cielo.

   Repito en la memoria la idea de mi hijo y siento que ahí empieza la poesía. La ternura de la idea es eterna y baila junto a los gusanos del cementerio.

   Estos son los límites de la vida, pienso: el regalo del pedazo de nube y los gusanos que comen, imbatibles.

 

 

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