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Un padre extranjero, de Eduardo Berti o la novela de los orígenes ficcionales

Para quienes seguimos la trayectoria del autor argentino Eduardo Berti, Un padre extranjero (Impedimenta, 2016) es una novela en cierta medida culminante. En ella son llevados al extremo una gran parte de los elementos que, desde siempre, caracterizan su trabajo narrativo: los vínculos y secretos familiares, las historias paralelas y, sobre todo, el diálogo con la literatura propia y ajena. El autor argentino lleva hasta los límites el juego con la materia textual, creando resonancias internas, cajas chinas, subrayando los desdoblamientos de los personajes, difuminando el género novelesco con otras formas más reflexivas como el ensayo y la autobiografía, por cita solo un par. Después de la lectura de Un padre extranjero, el lector que ha venido siguiendo su trabajo se queda con la expectativa de qué vendrá después, en el marco de una propuesta como la suya, tan serena como arriesgada.

No obstante, no anticipemos, recordemos primero de qué se trata la novela. Como muchas otras ficciones occidentales, cuya cima absoluta es À la recherche du temps perdu, en Un padre extranjero encontramos a un narrador que nos habla no tanto de una ficción como de la novela que está escribiendo. En el caso de Un padre extranjero el narrador busca escribir, una y otra vez, una novela dedicada a Joseph Conrad (de quien nunca se da el apellido, aunque sí algunos elementos que permiten identificarlo, como títulos y elementos biográficos). Hasta cierto punto, como ya ha sido repetido una y otra vez, la novela es en gran parte la historia del fracaso del narrador, quien se enfrenta sin descanso con la impotencia de escribir. No obstante, no es el único aquejado por el mismo problema dentro de la historia. En efecto, en la novela otros dos personajes viven el mismo trance: el padre del narrador —quien al morir le deja los cuadernos donde había escrito su novela, titulada “El derumbe”—, y el mismo Joseph Conrad, quien sufre el vértigo de la página en blanco.

En principio, esta serie de historias donde distintos autores deciden escribir sin llegar a hacerlo del todo puede implicar un desarrollo enmarañado. No es el caso de Un padre extranjero donde la historia está narrada con tanta solvencia como claridad. La estructura de la novela funciona muy bien en la medida en que permite alternar los relatos que se suceden uno tras otro, tanto para desarrollarse como para generar resonancias entre ellos. Como ya hizo prueba en novelas como Todos los Funes (2004) y La sombra del púgil (2008), las ficciones de Eduardo Berti avanzan generando paralelismos, juegos de espejos entre los personajes y las situaciones que viven. En ocasiones, estos son vertiginosos como es el caso de Joseph Conrad buscando escribir adentro del relato en el que el anónimo narrador procura hacer lo propio. Otras veces, son más discretos, apenas sugeridos por un par de frases escritas casi sin querer, aunque con la conciencia del sentido que generan. Por donde se vea, la inquietud acerca de la escritura —sus alcances, el misterio que la rodea— ocupa un lugar capital dentro de la novela.

A igual número de novelas, igual número de padres: hacia el final del relato descubrimos que el narrador tuvo un hijo, lo mismo que su padre y también Joseph Conrad. Muy pocas veces la “patria” tuvo un sentido tan literario y múltiple. La patria es ese lugar de donde vienen los padres, alejadas orillas, distintos idiomas, intraducibles experiencias, pero antes que nada es esa región de imaginación que se apropia del pasado y la realidad para reinventarlos. La ficción parasita la realidad, le entrega una cualidad distinta que no sólo la corrige, sino que le entrega el aura que sola, desprovista de palabras, no alcanzaría. En ese sentido, la gran lección de la novela de Eduardo Berti no es tanto el haber escrito una historia, hasta cierto punto conmovedora, acerca del vínculo que reúne a los padres con sus hijos sino recordarnos que este vínculo es antes que nada verbal:

Por entonces me agradaba la noción de que la “patria” de un escritor es su idioma natal. Hoy, con más veteranía como extranjero, prefiero la idea de que el verdadero país de un escritor está en sus libros: los que ha leído o sueña escribir (algunos llaman a eso “obra”). Comparto, desde luego, con los compatriotas de mi misma generación un conjunto de influencias parecidas: lecturas determinantes (parte de esa biblioteca o esa “patria” que muchos llaman herencia o tradición) y una infancia, sobre todo. Pero en esas “cosas comunes” que modelas a las naciones hay, en rigor, mucho de ilusión colectiva; algo comparable a lo que Raymond Radiguet escribió sobre dos amigos en El baile del conde de Orgel: “No se podía concebir a dos personas más distintas. Y, sin embargo, ellos se creían unidos por sus semejanzas. Es decir, que su amistad los llevaba a parecerse dentro de los límites posibles”. (p.102-103)

A la ficción se debe quien cuenta la historia de sus orígenes, sean estos literarios o familiares. Los padres extranjeros son aquellos que aprenden a escribir (como el padre del narrador) y los escritores (como Jozef Conrad) en un idioma, literal y metafóricamente hablando, que conquistan con paciencia, que descubren a la vez que amplían. Entre uno y otro padre extranjero, el verdadero y el simbólico, se coloca el narrador pues su relato es tanto una mirada retrospectiva a la relación con su padre como una mirada proyectiva acerca del libro que está escribiendo (y por el cual viaja a lo largo de varios países). Esa errancia por el mundo —Argentina, Francia, España e Inglaterra, nunca Rumania — es un eco, otro más, de la necesidad de hacerse de un territorio emocional y ficcional. Para Eduardo Berti, autor argentino que vive en el exilio desde hace décadas, la literatura que importa es aquella que conforme se desarrolla va abriendo un espacio distinto, liberado a la creación. Lo dice el título de una de sus novelas — El país imaginado—, pero también los guiños a literaturas inglesas (Hawthorne, Conrad), francesas, americanas y, desde luego, latinoamericanas presentes en cada una de sus ficciones.

Desde hace algún tiempo se habla de la figura del padre en las letras hispanoamericanas. Citar ejemplos sería ocioso pues estos abundan tanto de un lado a otro del Atlántico. Con mayor o menor fortuna, distintas generaciones de autores han explorado en sus propios vínculos familiares, bajo la premisa de que gracias a ellos se puede interrogar la existencia, la sociedad, el país mismo del que son originarios. De un tiempo a esta parte, pareciera que lo íntimo y lo personal se yuxtapusiera a lo social, incluso a lo político. Me limitaré simplemente a señalar que Eduardo Berti avanza en el mismo sentido si se trata simplemente del aspecto temático. Algo distinto ocurre cuando se trata de lo ficcional. Cuando la literatura hispanoamericana parece estancada en relatos que resaltan lo literal en desmedro de lo literario, cuando la ficción deja su lugar al testimonio honesto y valiente —adjetivos morales que contrabandean la calidad— es que novelas como Un padre extranjero de Eduardo Berti nos recuerdan que se trata antes que nada de literatura, ese juego peligroso y sin límites, donde lo que en verdad cuenta no es qué tan sincero sea uno sino qué tanto sea capaz de inventar. Gracias a una ingeniosa y arriesgada vuelta de tuerca, la ficción, y con ella la imaginación, se reapropia del espacio que parece negársele en estos tiempos. Por eso, le debemos al autor argentino no sólo una de las trayectorias más pulcras—y Un padre extranjero da buen testimonio de ello —, sino también una novela que dialoga con su tiempo. Un tiempo demasiado rápido, prolijo, carente de sueños de pronto interpelados por la imaginación sin patrias fijas aunque con la memoria de los padres (verdaderos y ficcionales, aunque no se sepa cuál es cuál).

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