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Un clásico instantáneo

Cuando el editor español Paco Porrúa, que vivía exiliado en la ciudad de Buenos Aires y trabajaba en la editorial Sudamericana, recibió de un casi desconocido autor colombiano llamado Gabriel García Márquez el manuscrito de Cien años de soledad (1967), supo que tenía entre sus manos un gran libro, esas novelas que se inscriben en la categoría de clásicos instantáneos. De ese linaje en la literatura latinoamericana se encuentran Las lanzas coloradas (1931) –Arturo Uslar Pietri–, El señor Presidente (1946) –Miguel Ángel Asturias–, Pedro Páramo (1955) –Juan Rulfo–, Rayuela (1963) – Julio Cortázar, La ciudad y los perros (1963) –Mario Vargas Llosa–, Paradiso(1966) –José Lezama Lima–, El beso de la mujer araña (1976) –Manuel Puig–, Los detectives salvajes (1998) –Roberto Bolaño– y La Virgen de los sicarios (1994) –Fernando Vallejo.

Recuerdo el momento que descubrí la novela del autor colombiano. Fue a principios del 2001, mientras miraba en el pequeño estante asignado a los libros en español de la biblioteca pública de la calle 79 y Collins Avenue, en Miami Beach. Lo primero que me llamó la atención fue el nombre del autor, totalmente desconocido. Como el veinteañero aprendiz de escritor que era en ese tiempo, su nombre no estaba bajo mi radar, lo que en rigor era raro, ya que para ese entonces conocía muy bien a los autores latinoamericanos de los últimos cincuenta años. A ese desconocimiento del escritor se le sumaba el título de la obra, que era en verdad digno de un verso, un título oscuramente bello. Mi atención fue recompensada por completo cuando comencé a leerla. Enseguida la prosa amanerada e histérica, sus largas serpientes verbales se volvieron un lazo que me arrastró por la ventura que narraba.

Sin la necesidad de información previa sobre la novela y el autor, de los artificios del marketing o las reseñas laudatorias, sólo por la gimnasia de lector entrenado, supe íntimamente que La Virgen de los sicarios era un clásico: una obra a la que se puede volver una y otra vez, y las distintas generaciones le encuentran nuevos y estimulantes significados.

Al leer la novela de Fernando Vallejo, por otra parte, no pude dejar de asociarla a otro clásico, esta vez de la literatura europea: Muerte en Venecia, de Thomas Mann. En la nouvelle del escritor alemán el argumento gira en torno a tres personajes: Gustav von Aschenbach, maduro hombre de letras hastiado de la vida que se toma unas vacaciones en tierra extranjera; un adolescente llamado Tadzio, por quien el autor se enamora perdidamente; y la ciudad de Venecia, bella y extrañamente decadente, que sufre una epidemia de cólera que, sin embargo, sus moradores la niegan, ya que ese mal puede espantar a los turistas.

En el trabajo de Vallejo, tan breve en páginas como el de Mann, también hay tres personajes: Fernando, un escritor en sus cincuenta que regresa a su ciudad después de tres décadas de ausencia, condición que le da un rango de extranjero, con una mirada nihilista sobre la vida; Alexis, adolescente sicario, por el que Fernando se enamora; y Medellín, acribillada por el narcotráfico y la violencia, una metrópolis donde esos males son una peste –y como tal contagiosa–, pero los ciudadanos que la padecen apenas si se atreven a decirlo, o viven con el peor de los síntomas: la resignación.

En ese contexto de descomposición Fernando y Gustav se engañan: creen que el objeto de su deseo los salvará de su infinita tristeza existencial. Pero lo sabemos –demasiado bien– que nadie en esta vida salva. El vacío es inevitable, como la muerte. Y todavía así, los dos hombres se fugan desesperadamente hacia adelante.

Sin duda, la belleza de Tadzio remite a la belleza de la antigua Grecia: piel clarísima, cuerpo moldeado con harmonía, casi femenino, y un rostro esculpido con suma dedicación; la de Alexis, en cambio, es la consecuencia del choque entre la cultura europea y la indígena: piel canela, una masculinidad dulce, un rostro que oscila entre la ternura y la severidad.

La Virgen de los sicarios plantea de este modo un tema que en la literatura latinoamericana ha sido ocasionalmente trabajado y es el de las relaciones homosexuales. Hasta el momento de la publicación de la novela de Vallejo, el tema había sido abordado de una manera velada –es el caso de la obra de Manuel Mújica Láinez– y en clave de denuncia social –El beso de la mujer araña y El lugar sin límites(1966), de José Donoso. Acorde a la tradición de los autores que le precedieron, el autor colombiano no es pornográfico ni explícito en las escenas de sexo, pareciera que lo embriaga cierto pudor. No obstante, los amantes del narrador –ya que luego de Alexis aparece en escena Wílmar–  no son “locas”, la caricatura del homosexual afeminado y que sufre del dedo acusador de la sociedad por la elección de su placer. Estos jóvenes –en Estados Unidos los críticos anglosajones señalarían que Fernando es un pedófilo, ya que todos sus amantes son menores de edad– no muestran en ningún momento un amaneramiento ni fragilidad por el destino que les tocó en suerte. Viven sin cuestionarse el veredicto del otro. En este sentido, aún cuando sobrevuela la transacción del dinero, los jóvenes disfrutan su sexualidad de manera libre, sin el filtro de los mandatos: es una pulsión vital.

El rasgo salvaje de ese erotismo, lejos de apartar el deseo de Fernando –un intelectual–, lo seduce de una manera irresistible. La “loca” es el narrador, únicamente. Los muchachos irradian un magnetismo natural que incluye ternura, esa ingenuidad que ha perdido el escritor con tantos libros a cuestas…

Entre el sexo y la violencia, La Virgen de los sicarios toca otro tema que no es ajeno a los latinoamericanos: el exilio. La novela de Vallejo es una novela del regreso: luego de una vida bien llevada en el exterior, Fernando vuelve a su tierra con un único motivo: morir en paz. Pero esa vuelta es un camino amargo. De la Medellín donde el narrador tuvo su educación sentimental sólo quedan tristes escombros: la violencia, la corrupción y la pobreza se hicieron un cáncer mortal. Caminando por sus calles el autor sabe que ha perdido definitivamente el paraíso. El edén perdido jamás será recobrado. La barbarie le ha ganado a la civilización. En su crítica Vallejo se ríe de los intelectuales de Colombia que creían que Francia e Inglaterra quedaban a un paso en el horizonte de sus sueños como Nación.  Pero también en esas entrelíneas que son forjadas por un escritor queda muy claro que el proyecto de una América Latina próspera ha fracasado: ni siquiera la democracia –el orgullo que han ostentado los países de la región en los últimos años– ha podido lamer las heridas de tantos años de inequidad social.

A la novela del regreso se la escribe caminando (y sabemos que caminar es, a la vez, la mejor manera de leer). Fernando es un flaneur que describe todo lo que ve a su paso. La Virgen de los sicarios es una obra callejera: de cielo abierto y urbana. Si decimos urbana, en consecuencia, decimos modernidad, que en el contexto de la narrativa es novela pop. Vallejo no habla de campesinos, no hay un clima rural: sólo contaminación y cemento. La clave pop se subraya en las referencias a cantantes y canciones, como a zapatillas y ropa importada que desean con locura los amantes jóvenes de Fernando.

Ese caminar no le prohíbe a Vallejo despotricar contra la iglesia católica. Sus opiniones son dardos venenosos. Para cualquier lector latinoamericano el gesto del autor es un salto al vacío: pocos escritores tan abiertamente han atacado a la iglesia.

Pero, sin duda, lo que le da una vuelta de tuerca a este panorama ya de por sí cargado, es que el trabajo de Vallejo dio una visibilidad al tema del narcotráfico y los sicarios en la literatura. Hasta ese momento –principios de la década del 90–tímidamente lo había tocado: él llevó esta problemática a un nivel artístico y a la vez lo sacó de Colombia: así los lectores del continente supimos de una problemática que nos llegaba sólo por los noticieros y algún libro periodístico.

Luego de su publicación la novela tuvo infinidad de copias, pero ninguna con su calidad literaria. Fernando Vallejo se volvió un personaje, un coleccionista de polémicas. Poco importa: La Virgen de los sicarios es una obra de destreza, en temas y estilo, el qué y el cómo por igual confluyen en un punto de excelencia.

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