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Herejes, de Leonardo Padura: el libro de las coincidencias cósmicas

En 1939 llegó al puerto de La Habana el S.S. Saint Louis, transportando a más de novecientos judíos que escapaban de la Europa nazi. El pequeño Daniel Kaminsky y su tío Joseph van a recibir a la embarcación donde vienen los padres del niño y su hermana Judith, quienes supuestamente cargan entre sus pertenencias un original de Rembrandt, la cabeza de un joven judío que podría representar a Jesús, y que resulta una suerte de tesoro con el que la familia piensa asegurarse su asilo en Cuba. Pero las autoridades de la isla niegan el desembarco y el buque, previo paso por costas de Estados Unidos y Canadá, debe volver a Europa, donde la mayoría de los viajeros será asesinada durante el Holocausto.

Daniel crece protegido por su tío, se casa, cree detectar quién fue el responsable de que aquel cuadro quedara misteriosamente en La Habana, y en 1958, un año antes del triunfo del castrismo, debe marchar hacia Miami sospechado de participar en un homicidio. Tiempo después nacerá su hijo Elías, quien cincuenta años más tarde, enterado de que en Londres se ha subastado la tela, viaja a Cuba para aclarar algunos detalles, entre ellos qué caminos había seguido el Rembrandt y si su padre había matado o no al funcionario que había engañado a su familia.

Elías recurrirá entonces, ya en 2007, a Mario Conde, el héroe por excelencia de la narrativa policial de Leonardo Padura (Cuba, 1955), un ex teniente ahora dedicado a la compraventa de libros viejos, que ya había protagonizado la llamada tetralogía de “Las cuatro estaciones” (Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño), así como participado en otros títulos. En la primera parte de Herejes (Diario de Daniel), la última novela de Padura, será Conde, pues, el encargado de acompañar a Elías en sus búsquedas y en el interrogatorio a algunos sobrevivientes de la época en que Daniel Kaminsky, alejado de la religión familiar, se formaba como un legítimo cubano. Pocas son las certezas que Elías se lleva tras su visita, ya que más allá de que él y el investigador dan con la identidad del criminal, las dudas acerca de lo que realmente pasó quedan flotando en la equívoca memoria de los involucrados.

Del no saber al saber

Acaso para dar verosimilitud histórica a la existencia del cuadro, y para remarcar la herejía que, se supone, debe unir anécdotas y personajes, Padura escribe una segunda parte (Diario de Elías) en la que se remonta a mediados del siglo XVII, cuando Elías Montalbo, un joven judío que a pesar de las prohibiciones de su religión quiere ser pintor, acude al taller de Rembrandt y posa además para el que sería el retrato que, por casi tres siglos, pertenecería a la familia Kaminsky. Y acaso para dar un cierre que se ajuste a las necesidades del género policial, Padura escribe una tercera parte (Diario de Judith), en la que Conde es compelido a dar con el paradero de una joven emo habanera, Judy, desaparecida de su hogar, que si bien no tiene absolutamente nada que ver con la historia del cuadro, permitirá a nuestro detective aclarar aspectos claves del asunto. Y acaso para dar cierre a una secuencia de hechos en la que faltaba un detalle, el autor de El hombre que amaba a los perros escribe una cuarta parte (Génesis) en la que se explica cómo y por qué el cuadro de Rembrandt terminó en manos de la familia Kaminsky, allá por 1653.

Todo relato va del no saber al saber”, escribió tiempo atrás el argentino Ricardo Piglia, “Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema”. En ese proceso de conocimiento que todo relato necesariamente es y produce, hay dos tipos de lógica, antagónicos y excluyentes: uno interno, inherente a los sucesos y que funciona como consecuencia inexcusable de la propia anécdota narrada, y otro que trata de ajustarse desde el exterior -desde el sistema de ideas y los planes del narrador- pero que no pertenece categorialmente ni a los personajes ni a la peripecia que estos protagonizan. El primer entramado lógico suele encontrarse en los grandes escritores del género policial. El segundo, en aquellos que sin tener claro cómo resolver un problema, lo hacen a través de la improvisación, la fuerza o el absurdo.

A esta segunda situación Padura la llama “coincidencias cósmicas”, buen eufemismo para decir que por sus manos pasaron varios paracaídas que cayeron con el fin de salvar una trama y solucionar un conflicto que pasadas las quinientas páginas no había encontrado aún una explicación verosímil. Y si las ciento treinta tediosas páginas del Diario de Elías hacían correr el riesgo al lector de convertirse en un especialista en vestimenta, urbanismo, elucubraciones teológicas y artes plásticas del siglo XVII, el caso de la emo cubana es traído de los pelos más allá de su supuesta herejía, su resolución es tramposa (Conde aclara el caso mirando Blade runner, pero se olvida de comentarle al lector en qué secuencia de la película encontró los elementos para hacerlo) y su vinculación con la historia de los Kaminsky es una verdadera engañifa.

Un extraño sitial

En este libro todo tiene olor a deliberado. Deliberadas parecen las quinientas trece páginas que seguramente la industria editorial estima necesarias para dar forma a un best-seller, deliberadas ciertas aristas temáticas que siempre rozan lo políticamente correcto, deliberados buena parte de los personajes que por lo general hablan con erudición de ensayistas y no como individuos de carne y hueso (Ana María, la profesora amante de Judy, es uno de los ejemplos más pavorosos), deliberadas las explicaciones filosóficas que asedian a cada vuelta de página y que Padura reitera como si el lector no las hubiera entendido, deliberadas las críticas a un sistema de cosas en Cuba que parece tener su origen en los errores del primer castrismo y su solución en las buenas intenciones del segundo castrismo, deliberado que todo intento de disidencia en su país se limite a una tribu de muchachos que se tajean los brazos, usan piercings y escuchan a Nirvana.

Y si no bastara con todo ello, el lector se encuentra de modo permanente con descripciones interminables (“Del lado del mar vio unos arrecifes sumergidos, con toda probabilidad intervenidos por el hombre, pues formaban unas cruces oscuras, definitivamente tétricas; de la parte de la ciudad contempló azoteas, antenas, palomares destartalados, vehículos renqueantes atrapados entre nubes de escapes mortales, árboles carcomidos por el salitre y personas lentas, disminuidas en virtud de una distancia capaz de borrar, incluso, las alegrías y tragedias que los impulsaban”) o con frases a las que resulta muy difícil hallarles sentido (“Casi todas las trazas de unas reminiscencias fabricadas con palabras se habían pervertido hasta mostrar sus entrañas más viles”).

Padura ha logrado posicionarse en un extraño sitial: es denigrado por cierta disidencia y festejado por otra (recientemente presentó este libro en Miami); es festejado por cierta oficialidad (sus libros son editados en Cuba por la Unión de Escritores y en 2012 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura) y denigrado por otra. Quizás en ello radiquen algunas razones de su éxito editorial.

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