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El mundo de los imperfectos

Tom Spenbauer, maestro de Chuck Palahniuk, escribe sobre gente imperfecta -gente como uno-

spanbauerSi bien ya debería ser tiempo de no preocuparse por la distribución local de libros, los lectores uruguayos nos enfrentamos frecuentemente con la ausencia de algunos autores de primera línea en nuestras librerías. Por ejemplo Amy Hempel, Miranda July, las últimas obras de Don DeLillo o la narrativa de Richard Yates, traducidas y publicadas en sellos españoles, no llegan a estas tierras no obstante la existencia de distribuidoras. La lista podría engrosarse significativamente, y entre ellos figuraría quien para mí es uno de los mayores escritores en activo, el estadounidense Tom Spanbauer.

Hace algún tiempo cayó en mis manos su penúltima novela, Ahora es el momento (2006), que tuve la suerte de reseñar para un suplemento cultural montevideano, y días pasados pude acceder –en copia pirata, lamento decirlo- a El hombre que se enamoró de la luna (1991). Se trata de dos obras notables, de las apenas cinco novelas que publicó Spanbauer. Las otras son Lugares remotos (1988), La ciudad de los cazadores tímidos (2001) y la muy reciente Yo te quise más (2014), todas traducidas al castellano.

Puesto a buscar datos sobre el autor tras la lectura de Ahora es el momento, me encontré con la entusiasta información que Chuck Palahniuk brindó sobre los talleres de Spanbauer, a los que concurrió en la ciudad de Portland, Oregon. El taller o el método fue bautizado por el propio Spanbauer como “Escritura peligrosa”. Para el crítico y narrador argentino Rodrigo Fresán, la “Escritura peligrosa” se remite a “revelar, más o menos minimalísticamente, con la más confesional de las primeras personas, aquello que más te asuste o te avergüence o te arrepientas de haber hecho o pensado hacer o, simplemente, haber pensado”. Cuatro pasos estructuran tal estrategia: “Caballos” (uso de motivos recurrentes a lo largo de un viaje narrado, sin renunciar a ellos en ningún momento), “Quemarte la lengua” (decir algo de manera incorrecta, retorcerlo para que el lector avance más lento), “Ángel que registra” (escribir sin emitir juicios) y “Escribir sobre el cuerpo” (que aquello que pudo ser dicho por un personaje sea reemplazado por sensaciones físicas: olores, sabores, roces y dolores).

El hombre que se enamoró de la luna y Ahora es el momento son ejemplares a la hora de observar cada una de estas premisas, tanto que pueden provocar que el lector pierda el aliento en cada página, en particular en aquellas donde Spanbauer aborda el miedo, la vergüenza o el remordimiento de sus personajes -¿o de sí mismo?-, hasta colocarlos tan cerca de nosotros que parecen accesibles al menor gesto.

El miedo a ser

Spanbauer nació en Pocatello, Idaho, en 1946. De esa pequeña localidad proviene Rigby John Klusener, el protagonista de Ahora es el momento, un muchacho de 17 años, que a mediados de los 60 escapa de la casa de sus padres rumbo a San Francisco, y pasa todo un día varado en la autopista 93 esperando un aventón. Entonces recuerda, reconstruye su vida breve y se da de bruces contra la vida. Pertenece a una familia tradicional: padres fanáticamente católicos, reaccionarios, racistas; una hermana mayor que queda embarazada y debe casarse de apuro; una granja con animales, papas, hectáreas de forraje; obligatoria misa dominical, confesiones y oraciones, rosarios, rezos, mentiras.

El raconto de Rigby da comienzo en la infancia, impactado por la muerte de un hermano menor que vive apenas cien días. A ello le siguen el padecimiento de ir a la escuela, las monjas dando clases, el siempre burlón Joe Scardino que sistemáticamente termina pegándole por cualquier cosa. La entrada a la pubertad, las primeras erecciones, la madre que lo descubre masturbándose, las infinitas novenas tratando de atenuar semejante crimen. Billie Cody, su primera y única novia; los dos amigos mexicanos que trabajan con él en la granja; la aparición de George Serano, un indio que vive con su abuela Queep en una choza cercana; la farsa de concurrir a charlas semanales brindadas por hermanos salesianos, que se convierten en encuentros secretos con Billie. Los primeros besos, las primeras dudas, la primera pipa de marihuana. El aluvión de referencias culturales que resultan comunes a toda una generación y a todo un mundo: Esther Williams, Fred Mc Murray, John Wayne, la banda de corazones solitarios del Sargento Pepper, Billie Holiday, Patsy Cline, la primera vez que escucha “Neblina púrpura” de Jimi Hemdrix. Nada nuevo bajo el sol del Medio Oeste.

Cobertizo, o Duivichi-un-Dua, o Niño hijo de niño, el protagonista de El hombre que se enamoró de la luna, crece en Excellent, también en Idaho, un pueblo dejado de la mano de Dios, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. Supone que es descendiente de indios, que su madre es una prostituta que trabaja en el local de Ida, una suerte de madama que los cobija, y que duerme, cuando su madre no está ocupada con un hombre, en la pieza número 11 del prostíbulo, o cuando lo está, en el cobertizo anexo. Alrededor de ellos ronda una estrafalaria fauna de hombres imperfectos, borrachos mal parecidos pero de corazón generoso, algunos otros individuos de bajísima calaña y peor racismo, y un grupo de mormones que intentan “evangelizar” a cualquier costo a sus impávidos vecinos, que además se han propuesto expulsar del pueblo a Ida y su comandita. Pero un oscuro e intenso deseo mantiene siempre en vilo a Cobertizo, hasta que, llegado a la adolescencia, decide salir a buscar sus raíces entre indios, búfalos, valles, fantasmas, la vasta noche y su misteriosa luna. El camino emprendido lo llevará a descubrimientos y desazones, y en su derrotero deberá asumir su bisexualidad, el uso y abuso del incesto, la muerte de quien creía era su madre, la jubilosa pero conflictiva presencia de su padre, el derrumbe violento de un mundo del que finalmente terminará escapando.

En una y otra novela se transita por un largo camino de iniciación, por los ritos y temores de un cuerpo que cambia y asombra, por la búsqueda incesante de la identidad, más allá del terror que signifique darnos cuenta de quiénes somos. Cada frase es un golpe y no hay descanso para el lector: un golpe seco, al corazón del asunto, con una técnica que opta por reiterar con perseverancia las características de cada uno de sus personajes. Vida y escritura corren suertes similares, transitan vías paralelas: esa es la estrategia adoptada, con la que una y otra vez Spanbauer insiste también en sus talleres.

Todo pasa por cierta sensación indescriptible”, dijo tiempo atrás en una entrevista. “No es que yo sepa algo que el estudiante ignora. Cada estudiante de literatura es, también, un estudiante de la vida. Yo también soy un estudiante. Los buenos escritores son los que saben reconocer esto último. Mi tarea es generar un ambiente seguro. Es terrorífico sacar algo afuera y leerlo en público. Y tengo que saber oír el corazón roto, la rabia, lo bochornoso y saber actuar acorde, respetando el modo en que cada uno de los estudiantes se relaciona con ello. Y permitirles que se equivoquen. En el error hay un tesoro. Y si se toca la nota incorrecta las suficientes veces, esa disonancia puede convertirse en la voz de los ángeles. Y una vez que ese estudiante está curtido y listo, recién entonces saco mis uñas y juego a ser el abogado del diablo, el policía malo, el tonto irrelevante… Yo aspiro a la excelencia. Y solo se accede a ella una vez que has perdido el miedo a ser quien eres.”

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