Rubén Varona
La calle es una selva de cemento
y de fieras salvajes cómo no
ya no hay quien salga loco de contento
donde quiera te espera lo peor.
Juanito Alimaña
Héctor Lavoe
Febrero de 2011: el desierto de Chihuahua cubierto de nieve. Me encuentro en una cabina de Migración, en la frontera de Ciudad Juárez, México, y El Paso, Estados Unidos. El oficial pasa sus dedos regordetes por las letras doradas de República de Colombia, impresas en mi pasaporte. Se detiene. Me mira a los ojos, busca en ellos nieve distinta a la del desierto. Sonrío, con el INRI de colombiano en la ciudad que cada tres horas suma una nueva víctima al saldo de la guerra entre carteles de la droga. El oficial abre su mandíbula de pitbull afelpada por los pliegues de carne que le caen sobre el cuello. Me interroga: “¿Qué hace un colombiano en Ciudad Juárez?” Lo mismo que haría un belga, un sudafricano o un liliputiense, respondo para mis adentros: ¿Qué acaso a todos no nos trajo la cigüeña desde París? Le enseño las novelas policiales que llevo bajo el brazo, le digo que vivo en Texas y fui a México a comprarlas en español, el idioma en que fueron escritas originalmente.
Dejo al pitbull en su jaula y salgo de allí, asegurándome de que estén completos los libros. Pienso que así como México le calza al Tequila un sombrero de charro y Cuba hace de su mapa un Habano retorcido, los crímenes en literatura policial, como prefería llamarla Alfonso Reyes al parecerle un término más apropiado que policiaca, de misterio o detectivesca, exhiben las cicatrices de su parto, los perfumes propios del lugar en que cobraron vida. En este sentido, si se toma una novela detectivesca que suceda en la Londres de finales del siglo XX (olvidemos por un momento la nacionalidad del autor, la calidad literaria y el año en que fue escrita), no se necesitaría ser Lord Peter Wimsey, ni vivir en 221B Baker Street, para hacer conjeturas acerca de lo que vamos a encontrarnos:
Los crímenes serán el producto de mentes frías y turbias, de individuos que no asesinan para llevar comida a sus familias, ni porque un borracho le lanzó un piropo a una de sus hijas. Los explosivos no se robarán el show: es Inglaterra, no Irlanda. Escasearán los estrangulamientos, asesinato por excelencia en la India. Abordaremos la psiquis de personajes vengativos, ambiciosos, capaces de planear un crimen por años, para que éste sea limpio, silencioso y perfecto como lo hace P.D. James en Original Sin. En lugar de homicidios sangrientos con armas de fuego, como en las ficciones que suceden en los Estados Unidos, la cena se condimentará con tímidas dosis de arsénico o de cualquier otro azafrán: The sweetness at the Botton of the Pie, de Alan Bradley, o, Dark Mirror, de Barry Maitland, son claros ejemplos de esto. Habrá violencia doméstica y crímenes de cuello blanco, pero jamás en la medida de los países escandinavos; prueba de ello son las novelas: Silence of the Grave, de Arnaldur Indriðason, o, la saga Millennium, de Stieg Larsson.
Al respecto de la novela detectivesca inglesa, Raymond Chandler nos dice en The Simple Art of Murder: “The English may not always be the best writers in the world, but they are incomparably the best dull writers”. (Mansfield-Kelley y Machino: 214)
Chandler señala que los autores ingleses que forman parte de la Edad Dorada de la Literatura Detectivesca, perdieron la consciencia de lo que sucede en el mundo al focalizarse en la configuración de un misterio. No es gratuito que precisamente él, junto a otros grandes escritores como Dashiell Hammett y James Cain, se hallan dado a la tarea de retratar las ciudades, de re-inventar las calles y los rincones, de la mano de las víctimas y de los detectives. Dieron vida al hardboiled, estilo de literatura policial anclado al concepto de la verosimilitud, al depender por completo del cronotopo espacio-tiempo, responsable de que los crímenes en un lugar determinado no sean siempre los mismos. En este orden de ideas, dudo que para conocer la descomposición social de la California posterior a la Primera Guerra Mundial y a la Gran Depresión del 29, exista una fotografía más certera y entretenida que la capturada por la lente de Hammett, Chandler y Cain, en las novelas: The Maltese Falcon, The Big Sleep y Double Indemnity, respectivamente.
Sin embargo, si la novela no sucede en los Estados Unidos de mediados del siglo XX, sino en los primeros años del siglo XXI, ¿qué les sugiere a los lectores el sello literario-policiaco: made in USA? ¿Cuál podría ser la denominación de origen de sus crímenes?
No hace falta Wikipedia para saber que los sobrinos del Tío Sam están armados y hasta los dientes, completando el lugar común. El derecho a la posesión de armas, “right to bear arms”, fue reconocido por primera vez en la Segunda Enmienda de la Constitución de ese país (1789). No es mentira, basta ir al Wal-Mart más cercano para conseguir leche, compota para bebé, y el arma que mejor nos combine con la niña de los ojos. La defensa propia es un derecho fundamental, coinciden en afirmar todas las sentencias al respecto. En contraposición, encontramos a una Gran Bretaña, cuya ley castiga el porte y el uso de armas de fuego, incluso en circunstancias de defensa propia. Por ello, no resulta gratuito que este país donde ni siquiera la policía está armada, tenga una de las tasas de homicidio más bajas del mundo y el sello de origen de sus crímenes literarios no esté grabado en plomo, como el de los Estados Unidos.
La denominación de origen funciona como el reflejo, la fotografía panorámica, multidimensional de una época y una sociedad específica. Nos invita a conocer cómo sienten y se comportan aquellos habitantes, sus motivaciones para cometer un delito, las víctimas y los detectives, producto de un tiempo y un espacio. “No os engañéis: Dios no puede ser burlado: que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará,” como proclama la biblia católica (Gálatas 6:7).
En un lugar determinado, el tipo de crímenes puede cambiar por diversas razones. Una muy simple es la alteración de las leyes que rigen a una sociedad: legislación en armas de fuego, despenalización de la droga. Pero también, por grandes migraciones producto de guerras y catástrofes naturales; por el crecimiento poblacional e incluso por el desarrollo de tecnologías que como el Internet, trajeron bajo el brazo un pastel bañado en salsas pornográficas, fraudes electrónicos, espionaje y suplantación de identidades.
Lo anterior cincela el espíritu de un autor de literatura policial, como un testigo del mundo en que vive. Lo conoce, inventa y re-inventa bajo una mirada crítica. Esta es la razón por la no solamente se ocupa del homicida que aprieta el gatillo para vengar la violación de la indígena Cheyenne discapacitada, como Craig Johnson en The Cold Dish, sino que también le ofrece a los lectores su perspectiva sobre el conflicto entre amerindios y vaqueros en Wyoming (Estados Unidos). Un autor comprometido con su oficio como Arnaldur Indriðason se vale del drama de una familia disfuncional en la Reykjavík de la Segunda Guerra Mundial, para retratar en la novela Silence of the grave, el cáncer de la violencia doméstica en Islandia, sin leyes ni dolientes. ¿Qué mejor inmersión en la vida actual de Corea del Norte que la revelada por James Church en A Corpse in the Koryo, mediante las pesquisas del Inspector O, bajo un régimen totalitario como el Big Brother?
En este sentido, no sería igual de interesante aquel vendedor de aspiradoras que se hizo espía de la Cuba de Batista para financiar los estudios de su hija, si Graham Greene en Our Man in Havana, no diera a sus lectores una divertidísima lección sobre las ironías de la vida, que pone a gente del común en situaciones impredecibles. Como a mí, viendo nevar en el desierto de Chihuahua, armado de dos novelas policiales y un pasaporte que de sólo ojear, suelta un parrandón de cumbias y vallenatos.