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Dos mujeres, un vestido y la noche de millones

Gino Slider OK2

La trigueña Encarnación, la del pasito sencillo
(Cambia el paso, que se te rompe el vestido )
con sus simples movimientos
no se sale del ladrillo…
—Larry Harlow, «el judío maravilloso»

Paseaba ilusionado dentro de The Falls Mall, pues luego de una buena racha de trabajos eventuales bien remunerados y después de pagar mis cuentas atrasadas, había pensado en ir a una buena tienda y comprarme algo bonito que me levantara el ánimo, y así entré por primera vez a Bloomingdale’s.

Deambulé por la tienda mirando desanimado las lindas prendas fuera de mi alcance y envidiando a las personas que salían con sus bolsas llenas, felices, tranquilas, como quien compró pan, y, entre ellas, me encontré con Luz Marina, antigua amiga colombiana.

Me sorprendió verla tan elegante y llena de paquetes finos, pero igual de coqueta y feliz como la conocí años atrás cuando ella fungía de waitress en el Bahama Breeze. Luego de los saludos, me invitó al Brio Tuscan Grille y, entre lasagnas y vino tinto, me contó su nueva vida de ricachona desde que se casó con el dueño de Bayram Motors, una distribuidora de automóviles y camiones usados.

Luz Marina tenía la carita redonda, los ojos chispeantes y la sonrisa infantil. A pesar de haber subido de peso —para beneplácito de su marido turco— aún conservaba sugestivas curvas que la hacían ver apetecible, al menos de lejos.

Me dijo que justo andaba buscando una persona como yo, para que acompañara a su hermana Toti, recién llegada de Pereira, a la fiesta de confraternidad que se llevaría a cabo en el lujoso club de yates donde el turco era socio. Acepté la invitación y luego nos despedimos efusivamente.

Dos días después me llegó por correo el pase para el evento. Desempolvé un antiguo terno gris Ermenegildo Zegna de mis lejanas buenas épocas —que por suerte tenía pocas puestas— y me fui al Dadeland Mall, donde conseguí, a buen precio, unos zapatos Florsheim y camisa y corbata Stafford, con sus respectivos pañuelos, lo mínimo para pasar piola.

El sábado siguiente enrumbé al medio día hacia el noreste y no paré hasta North Miami Beach, frente a la bahía, sobre Biscayne, y sin mayores problemas llegué al Marina Palm Yacht Club.

Sin dejarme impresionar por las instalaciones, le di las llaves de mi viejo Volvo al sorprendido valet parking diciéndole «con cuidado, please, perteneció a Woody Allen» y entré caminando con la cancha que te dan los años, como si fuera el dueño del lugar. Entregué mi invitación a la hostess y me dirigí a la mesa 54 —muy bien ubicada entre la infinity pool y el escenario— donde me esperaban Luz Marina, el turco y la Toti, quien tenía por lo menos diez años menos que yo, cuerpo de cabaretera y un rostro de lo más sexi, medio escondido entre las mechas de una linda cabellera negra, a lo Cher. Nos caímos bien desde el saque y me senté feliz a su lado sin poder ocultar mi entusiasmo.

La mesa era de diez asientos y poco a poco fueron llegando tres parejas de judíos, todos amigos del turco. Luego de las presentaciones, empezaron a hablar de sus yates y por más que traté de pasar desapercibido haciendo reír a la Toti con una de mis historias, no faltó quién me preguntase por el mío.
«Aún no me decido a comprarlo» dije, con el fin de salirme del tema, pero —craso error— empecé a recibir lecciones, de los cuatro profesores, sobre cómo y con cuáles características tenía que escogerlo. La verdad es que no sé nada de yates, nunca me interesó comprar un yate y ni juntando todo el dinero que gané en mi vida entera podría comprar uno, ni siquiera de segunda, chocado, hundido o naufragado, así que miré a mi querida amiga Luz Marina, que ya no aguantaba la risa y, cambiando de tema de forma contundente, le dije «te felicito Luz Marina, ese vestido te queda regio».

Parecía que Luz Marina estaba esperando que le toquen el tema, porque empezó a narrar, con lujo de detalles, la historia completa desde que vio el vestido en la revista Vogue, hasta que se lo trajo de New York, pasando por la búsqueda del diseñador, las tres pruebas preliminares con sus respectivas dietas rápidas y hasta el costo, los taxes y con cual tarjeta lo pagó. Estaba súper feliz con ese vestido carísimo de estilo ochentero, con miles de espejitos sintéticos en forma de cuadritos muy pegado al cuerpo, mostrando nítidamente las exuberantes curvas de mi amiga, cuya afición a las pizzas le había empezado a pasar factura. Aun así, bien fajada como estaba, los rollitos quedaban escondidos y su figura seguía siendo apetecible… para cualquier cuadrilla de camioneros que la viera desfilar por la carretera.

Acabamos los aperitivos, la ensalada, el plato principal y el postre, y Luz Marina seguía hablando de su vestido, lo cómoda que se sentía, porque era una tela sintética especial, lo exclusivo del modelo, la envidia que le iba a dar a sus amigas cuando publicara las fotos en Facebook, etc.

«En la vida conocí, mujer igual a la Flaca, coral negro de La Habana, tremendísima mulata…»

En un momento bendito, cuando a Luz Marina se le secó la garganta y paró de hablar para beber su Perrier, la orquesta empezó a tocar «La Flaca», canción sensualona del grupo Jarabe de Palo. Toti me miró —tan linda y oportuna ella— y me dijo que le encantaba «La Flaca», «igual que a mí, querida ¿me acompañas a la pista de bai…?» Antes que terminara de recitar mi invitación, la Toti y todos los de la mesa —incluyendo al turco— se pararon como si se les hubiera metido un zancudo con zica en el orto y salimos en estampida hacia la pista de baile, seguidos por Luz Marina, a quien no le quedó de otra que cortar la reseña y seguir a su marido.

La Toti bailaba coqueteando conmigo y yo no tenía ojos más que para ella. Luz Marina se posicionó a nuestro lado tratando de enseñarle algunos pasos latinos al desorejado de su esposo, pues nadie sabía lo que estaban bailando el turco y los judíos, pero de hecho no era «La Flaca» ni nada que tuviera similar compás.

Recién habíamos bailado los primeros acordes, cuando ocurrió el desastre:
Una morena piel canela, bellísima, con cabellos de reina gitana y cuerpo de diosa se puso a bailar junto a nuestro grupo, en el point más visible de la pista y con un vestido idéntico al «exclusivo» de Luz Marina…

(A los hombres alguna vez nos pasa que llegamos a una fiesta y uno o dos galifardos están vestidos exactamente igual que nosotros. Normalmente nos juntamos, nos saludamos riendo francamente y nos decimos cosas como «Ah, tú también compras ofertas, ja,ja,ja…», pero una mujer… una mujer preferiría subirse a una mesa, delante de todos, bajarse el calzón y orinarse en el florero antes que encontrarse con otra mujer que tenga su mismo vestido, y si a eso le sumamos que a la otra le queda mejor, es más, que le queda perfecto, como pintado al cuerpo… ya saben).

La morena se puso justo al lado de Luz Marina, con un gringo idiota medio borracho que bailaba como Travolta, señalando a las dos alternativamente, con el índice y el brazo estirado. La morena barrió con la mirada de abajo hacia arriba a la pobre Luz Marina —que estaba catatónica— y luego le hizo un quite a lo Garbo, con su respectiva sonrisa sarcástica de medio lado y quebrando ese talle espigado cuyas lumbares terminaban en un par de turgentes nalgas tan aerodinámicas que parecían diseñadas por los ingenieros de la Porsche.

De lo impactada que estaba Luz Marina se desincronizó completamente y parecía estar bailando el baile del cangrejo, mientras la morena, que le llevaba una cabeza de talla, hacía unos pasos tan sensuales con ese par de piernas afrodisíacas que, si no fuera tan elegante y distinguida, hubiera jurado que era una teibolera. Luz Marina, con la cara roja de vergüenza, juntaba sus bracitos regordetes contra sus pechos de paloma empachada y, girando al lado de la espectacular morena, parecía una de esas esferas de espejitos que giran pegadas al techo de las discotecas y reflejan las luces como los caleidoscopios de «Fiebre de sábado por la noche».

Para mala suerte de Luz Marina, «La Flaca» dura un poco más de cuatro minutos, y encima la gente estaba bailando tan contenta que la orquesta la alargaba y la alargaba y la alargaba, mientras la pobre miraba hacia el suelo rogándole a Santa Lucía, patrona de modistos, sastres, costureras y afines, que se abriera la tierra para que se la tragase con vestido exclusivo y todo. Yo estaba virolo de tanto fingir que miraba a la Toti para que ella no se diera cuenta de que en realidad miraba a Luz Marina para disimular que de reojo estaba mirando a la morenaza, que acababa de girar, mostrando su espalda desnuda, esculpida por Michelangelo y sin faja.

La morena quedó frente a mí y su escote delantero era espectacular, tanto que, a su lado, el de Luz Marina parecía un azafate de frutero con dos papayas maduras en oferta. Instintivamente la Toti —marcando su territorio— me tomó la cara con sus manos, suave pero firmemente, la giró hacia ella y me dio uno de esos besos instantáneos, de sonido seco —como los que hacen los niños juntando los labios y despegándolos de golpe— que me sacó de mi concentración morena y no me dejó regresar, porque cruzó sus brazos por mi nuca y se me colgó del cuello, como diciendo «si aún no te has fijado en mis pechos latinos, ¡SIÉNTELOS, idiota!»

La gente empezó a apartarse para hacerle espacio a la morena y el cantante de la orquesta no dejaba de dirigirse a ella en cada estrofa, con cada tumbao. Los fotógrafos del club se acercaron y todo quedó filmado y fotografiado. «Ahí está pues, por bocona» se le escapó a la Toti, sotto voce, haciéndome notar que las relaciones con su hermana no eran del todo buenas. (A veces tengo la sensación de que las mujeres son como las hienas: siempre parecen estar en competencia y por lo bajo todas se odian entre sí, sin importar su grado de parentesco ni de afinidad).

No sé en qué momento se escapó Luz Marina con su turco —yo estaba distraído, con una opresión en el pecho, digamos, deliciosa— pero cuando por fin terminó la canción, ya no estaban en la pista de baile ni su linda sonrisa de niña, atrapada entre sus cachetes de querubín, ni su vestido.

Al final, con varios mojitos de más, convencí a la Toti de fugarnos, pues ella no hablaba inglés, los judíos no hablaban español y a mí siempre me han jodido las conversaciones de yates.

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Muela

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