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Las armas no tan secretas de Julio Cortázar

 

Si a estas alturas sería ridículo negar que Cortázar es uno de los imprescindibles del canon hispanoaméricano, la pregunta por su lectura, vigencia o razón literaria, me parece, creo, acertada. ¿Es posible seguir entendiendo a Cortázar de la misma manera que se hacía en los años sesenta, cuando el Boom marcaba el paso en toda Europa y los juegos intertextuales –Paris mediante– y el referente “escritor comprometido” tenían un eco más que político, estético? ¿Es Cortázar aún hoy un escritor “en diferencia”?

Como ya sabemos, los clásicos suelen tener una posteridad difícil. Algunos desaparecen para después volver a hacerse presentes: es el caso de El Quijote, ignorado durante siglos hasta que la Generación del 98 lo rescatara, o, el caso de Robert Walser, recluído por voluntad propia en un sanatorio suizo los últimos veinticinco años de su vida hasta que, gracias a una serie de escritores alemanes, españoles y norteamericanos, ha cobrado –last but not least– una especie de segundo pulmón, nueva existencia editorial.

Pero ¿y Cortázar? ¿Sucede lo mismo con el autor de Rayuela y Continuidad de los parques? La respuesta sería sí y no. Julio Cortázar no ha dejado de publicarse e incluso ser incluído en los cursillos de verano que preparan año tras año algunas universidades, sin embargo, muchos de sus libros resultan hoy ilegibles, algunos por ingenuos y otros por demasiado “pícaros”, y lo que sobresale de su obra es precisamente lo que a partir de cierto momento él mismo empezó a observar con recelo, esos textos que se agarraban más a cierto huequito existencial que a alguna insuficiencia política: El libro de cronopios y de famas o Las armas secretas por ejemplo; esos que más que “educar” se resolvían en cierta tensión, cierto goce entre escritura y juego.

Juego presente en mucho de lo que elaboró el argentino (al final nada más juguetón que esos señores de peluquín que rajan en sus libros o suben-bajan una escalera) y convierten las nuevas ediciones de La vuelta al día en ochenta mundos y Ultimo round (ambas por RM Verlag, Barcelona, 2010), bajo el formato original que el pintor Julio Silva les diera a finales de 1967 y 1968 respectivamente, en buena ocasión para conocer mejor el imaginario del Cronopio mayor, como era llamado por muchos de sus amigos; esa tensión que mencionábamos antes.

La vuelta al día en ochenta mundos, el primero de los tres libros que hiciera con Silva (el tercero sería Silvalandia), es, como indica su título, un homenaje a Jules Verne, una de sus influencias. Cortázar, al que ni siquiera en sus peores escritos le abandonó esa mezcla de ingenuidad e ironía que ya tan bien manejaba el francés, recoge, por así decir, lo mejor del autor de Cinco semanas en globo y elabora una especie de libro-monstruo, mitad coleóptero mitad vampiro, que, para ser sincero, no nos resultaría tan interesante si sus textos no estuviesen encapsulados entre fotos, ilustraciones, juegos tipográficos, páginas de diferentes colores, rotograbados y citas que Silva, dibujante surrealista entre pocos, fue desplegando a lo ancho de todo el libro. Como si en verdad La vuelta al día… fuese más un cuaderno para ser visto que para ser leído ?cosa que a la postre ha dejado mejor parado al dibujante que al escritor?; un triunfo más del ojo que de la cabeza.

Lo mismo con Ultimo round. No sólo porque la mayoría de los poemas que aquí inserta son malos, como poesía y como vanguardia; también, porque en éste intenta concientizar aún más a la masa de la situación política en el mundo (ese narcisimo de los años sesenta) y termina, como casi siempre que se juntan literatura y nacionalismo, arruinándolo todo.

Un buena muestra de esto sería Acerca de la situación del escritor latinoaméricano, la conocida carta que cierra el libro y éste dirigiese en 1967 a Fernández Retamar (¡ese argentino del trópico!). Carta que se ha convertido a la postre en una de las posiciones ideológicas más violentas pensada por un escritor en los últimos decenios. En ella, no habla únicamente del nuevo rumbo que debía tomar su obra: uno político, que hiciese cero concesiones con la “semilla del hombre futuro” pero continuara dejándolo tranquilo (en París, por supuesto); sino, que, por desgracia, hace eco a todos los estereotipos que la Revolución cubana había difundido en ese momento sobre latinoamérica y sobre el espacio de denuncia que los intelectuales latinoaméricanos (más latinoamericanos que nunca a partir del via crucis comunista) debían castigar con su obra. Por supuesto, ninguna palabra sobre la eliminación de libertades políticas y civiles en Cuba; ninguna, sobre la UMAP.

Cortázar: bibliófilo, cartomántico, trompetero, amaestrador de gatos, profesor de escuela, patafísico, y ante todo, gran narrador, será realmente recordado más que por estos textos donde lo político viene a movilizar una verdad a medias, por otros donde la social, el arrebato metafísico, el humor y cierta tanguedia rioplatense crean su propio locus, su riesgo. Y sin ese riesgo, como ya sabemos, no hay actualidad ninguna, tal y como demuestran después de muchos años Roussel, Cervantes o Zamiatin, maestros todos del peligro en literatura. Sin ese riesgo, sólo es posible llegar a donde Cortázar con estos dos libros llegó. Dos constructos bonitos pero sin nada que decir a la contemporaneidad. Dos pececitos muertos.

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