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Las canciones austeras de Rodrigo Guajardo

Este libro está dividido en dos. Como su título lo dice. Y está dividido en tres como su título no nos avisa. La primera parte es el libro infame, el libro estándar, el que, si se apaga como un auto estándar, con un empujón vuelve a andar. Empujón que el mismo libro tiene pero que nunca llega a ocuparse, se mantiene ronroneando como auto en carretera. Es un auto conducido por Guajardo, su autor infame; y digo infame porque dice que esta primera parte no son poemas sino un montón de textos cuyo lenguaje poético es tan disímil al que presentó en el anterior libro suyo: 33 sirenas.

Pero al ver esta primera parte del nuevo libro de Rodrigo, podemos hacernos la siguiente pregunta: Si esta primera parte es tan (haciendo uso de su adjetivo) infame, o sea, desestimada, ¿en dónde está la poesía aquí? ¿Es la poesía solamente una lista de palabras o frases bonitas para que al escucharlas nos hagan suspirar? No, en ninguna manera, porque para empezar podemos acudir a la raíz de la palabra “infame”, que también tiene conexiones con la palabra “hablar”. Entonces, Rodrigo está “hablando mal”, sabe anticipadamente que éste su libro infame no va directamente encausado a su natural forma de “hablar poéticamente”, a su estilo de escribir. Rodrigo se rebela contra sí mismo, por ejemplo en estos versos: “Antes vine como el poeta que besaba: ahora vuelvo como el proxeneta que escribe”. Y, de la imagen de un poeta que besa a la de un proxeneta que escribe, hay una gran diferencia. Sobre todo en la actitud con la que observa eso que antes besaba. Es aquí donde se concentra la raíz de esta primera parte del libro: Rodrigo Guajardo es ahora un infame que reta a su corazón, que reta a sus lectores, que reta a las cosas que posaban frente a él para, aunque sin ellas saberlo, ser escritas con infamia, sin pensar en la poesía pero siendo eso mismo; y a ver quién se cansa primero, si el corazón que la contiene o la poesía que, cansada y verdadera, se desborde.

Ahora, tras el cansancio, caemos en la austeridad, otra vez la pregunta: si es tan austero, si solo dice lo que dice, ¿dónde está la poesía aquí, en esta parte del libro? Y el autor lo declara, cansado después del round de rebeldía al que se adentró en el primer apartado, ahora rendido se confiesa en el primer poema, en su primer canción austera: “poesía, tú eres la única enfermedad a la que yo amo / en el rostro de todas las mujeres / en el rostro de toda la vida / y a la que he vuelto a besar / con los ojos abiertos”. Es en el último verso donde nos topamos con la razón de esta austeridad: mirar con los ojos abiertos a la poesía, mirarla de veras, nos sitúa no como un poeta que besa ni un proxeneta que escribe, sino como una tinta, una pluma: no importa ya lo que uno quiera decir, lo que uno intente decir sino lo que la poesía nos ha mostrado tras ese beso de ojos abiertos: ¿En dónde? ¿Cuándo? En quien leyó a Rimbaud, a Panero, a Gamoneda y entiende su conexión con ese hermoso pesimista que fue Cioran, la belleza que se nos concede solo por estar vivos, la belleza que nos ofrecen y que, más que nada, es la que justifica seguir aquí, no desperdiciar ese regalo. No importa el poema, solo la poesía pero acaso es que ya sean lo mismo, dice Rodrigo: “quizá estoy enfermo / yo nunca debí ver la deslumbración / yo nunca debí haber visto eso / y seguir con los ojos de los rayos / y los que los siguen mirando / nunca debí haber reparado en eso en el ojo / en que el ojo y eso eran la misma imagen”.

El poema, entonces, es un endoso, el traspaso de un valor que sin saber adquirió Rodrigo. Pero luego lo supo, cobró conciencia de su infamia, de su desvergüenza y la osadía con que escribe cuando no está escribiendo, porque no es él, como ya dijimos, es la austeridad, la abundante austeridad con que está escrito este libro, no es de Guajardo, es de su fantasma, pero no es de su fantasma, es del tiempo donde él ya no está, es del tiempo donde el lector está hecho un fantasma que no está siendo sino en estos versos, en estas canciones austeras.

Luego viene la parte no anunciada en el título, lo que aparece después de haber escrito. El apartado Post Scriptum, que no es el postdata que alude a algo escrito después de cierta fecha, porque el tiempo no importa: la poesía da fe de lo trascendente. Lo que se escribe después de lo escrito, las últimas palabras bajo una lámpara, esto escrito al final está conectado, claro, con todo el libro, “yo soy el poeta” dice Rodrigo Guajardo, pero antes dice “tú me lo diste”, el poeta sigue mirando a los ojos después del beso, observa el resultado: el poema. Le dice que reconoce su derrota, que ganó la poesía, que lo dejó tumbado, que el poema es un espejo de él, que la poesía está destinada a no acertar aquí, que el poema, ese auto estándar y austero, aparcó en una hoja equivocada. Pero se insiste, el auto es indetenible. “la música que hace en mi oído es suficiente”, dice Rodrigo en su post scriptum, y pienso que eso es suficiente para la poesía: ese beso, esa nostalgia, ese regalo concedido a quien quiera mirar: La Belleza, esta infamia de jugar a hacer poesía, esta austeridad que es el lenguaje para nombrarla, aunque solo haya durado un instante. Ya lo dijo también Rodrigo casi al final del libro: “sin embargo, algo cruzaba justo encima de ese momento”.

Lo que Rodrigo Guajardo hizo en este libro, hablando de otro de los significados de la palabra “Estándar”, es un estandarte, su bandera, su forma de estar, y acaso esa sea la mejor manera: besando a la vida con los ojos abiertos, teniendo la conciencia de ver, tocar, oler el mundo, sentir. Sin afán de explicárselo a nadie, sólo mostrando lo que a uno el asombro le ha dejado cuando cruzaba aquella vez que ocurrió algo, aquella vez que al fin algo o alguien nos abrió los ojos para no cerrarlos por el resto de nuestras vidas.

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