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#Underground: Extrarradio

Ese sentimiento de unidad. De formar parte de algo. De poder explicarte mediante el sitio de donde has emergido. Mirar a tu alrededor y poder decir soy esto, soy parte de esto, y no la mala hierba que soy, este matojo a quemar, esta plaga, esta infección que os traigo, la infección que somos, el bacilo de vacilar. La vergüenza del pueblo, la oveja negra de la familia, los patitos feos del baile: nosotros. 100 punks.

‘Rompepistas’, Kiko Amat


Anclamos en kilómetro cero en el 88, a una división bautizada como Soledad, al norte de la ciudad de los suicidas. Un baldío azotado por el sol y emancipado por la basura, en el que los primitivos construyeron una ermita para venerar a la virgen antigregaria, del destierro, una efigie española que representaba a María en soledad, aislada de todo tras sepultar los restos de su hijo. Alquería de menestrales y carretoneros, obreros de la bazofia que veían en la miseria un patrimonio.

Nunca fui de cantera débil. En aquellos solares baldíos sembré sangre y nervio, de los que crecieron fuertes ortigas de espinas afiladas; palabras ordinarias sobre la carne pútrida. Fue ahí donde aprendí el oficio de maldecir escupiendo para arriba y de nunca mirar abajo, no más abajo de la fosa. A los confines sólo podían llegar dos tipos de personas: los delincuentes y los gitanos. De los primeros nos vino la casta, de los cíngaros la fiesta.

“Pueblos del mundo, ¡extinguíos!, berreaban los ‘Siniestro Total’ en ‘Me gustas como andas’, álbum publicado por aquellas fechas. “¡Juntos de la mano hacia la extinción!, se escuchaba fuerte en el extramuro, estercolero de la ciudad y destino de aguas residuales, de toda la mierda metropolitana, ese culo del mundo donde se cimentaran alguna vez el jardín de niños ‘Hans Christian Andersen’, la escuela primaria ‘Francisco González Bocanegra’ y el centro de educación secundaria ‘Ignacio Manuel Altamirano’, feos bastimentos de la arquitectura improvisada, seguidos por lo que pudo ser una pintura de Géricault: la fábrica de cal del grupo ‘Calidra’. Factoría de nubes tóxicas para los niños perdidos.

El extranjero es también hoy el desemejante, escribe Armando Rojas Guardia en ‘Ensayo: Obra Completa'(2006): “el no invitado al banquete común de nuestros propios códigos, de nuestro propio léxico cultural; el que pernocta -digo bien: pasa-la-noche, fuera de la luz confortadora de nuestro propio hogar en el extrarradio de nuestro solar materno, o sea, del suelo natal de nuestras categorías mentales, la patria chica de “nuestra razón”: el fuera-de-la-ley, el “loco”, el “delincuente”. El excluido. El otro”. A unos cuantos kilómetros de la cabecera municipal, podía sentirse esa condición de refugiado, exótico a la urbanización del tercer mundo, inmigrante de la vanguardia, ajeno al hormigón y el embaldosado, el que habita en los caminos de tierra, que se mide la valentía con el hierro de las vías del tren, el que conoce las sendas de su barrio como a las líneas de su mano, que vaga, con el popular don de la pata de perro y la inabarcable capacidad de asombro. Habitantes de Carcosa o el extrarradio, de la edificación informal, oficialmente no calificada para la urbanización, una zona definida displicentemente como “la parte exterior que rodea el casco y radio de una población”, los contornos, el alojamiento popular, la adaptabilidad a las circunstancias del proletariado; heridas en el tejido social y llovizna roja sobre la depurada mancha urbana.

No nos importa en absoluto la identidad nacional. No somos en cuanto a nuestra nación sino en cuanto al barrio; por haber crecido en este territorio descalabrado por el que damos todo, por formar parte de una comunidad innombrable, por sentir el filo del acero, por tatuarse la cartografía del arrabal para no perderse, para no perder la cabeza ni los lazos de pertenencia con las costumbres y tradiciones de los sobrevivientes. El barrio, donde no cabe la colectividad del Estado sino la de las botas negras, las botas de botar, a la contra de la fuerza “integradora” fundamental, el contragolpe y no la mejilla, la otra racionalidad en el desierto amurallado; concheros punks de la anarquía y el dolor, individuos al fondo de las calles, dependientes del abismo, del sueño, el tormento y la inmolación en el lugar donde impera la reclusión.

En el mundo fuera del mundo la chimenea industrial de ladrillo sigue exhalando espesas nubes blancas de cal que sobrevuelan la anti-ciudad y la rusticidad del ruido. Los chicos de la Altamirano ya no calzan botas para el trabajo, se han podado las palmeras todas, pavimentaron los llanos de la infancia vencida, ahí donde los gitanos bailaban al kolo se irguieron casas de interés social a manera de trampas y se erradicó —con todo tipo de placebos—la Hoz de las calles, de nuestras pesadillas y utopías. El extrarradio ya no es aquí, la ciudad anegó la profundidad del abismo; ha convertido al underground en un predio a la venta, una tierra abundante de argamasa, prolífica e indolora, en donde nadie puede reconocerse ni ubicarse.

Pero más allá crecen nuevos escenarios y nuevas periferias; sonidos y letras de la realidad real y la realidad otra, sujetos separados por la noche y no por los muros.

Y detrás de ellos no volverá a crecer palacio, herbaje o industria.

 

 

 

 

 

 

 

 

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