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Salmo 69

Trabajo en una oficina del gobierno. Es una oficina menor en el despacho principal. Todas las mañanas me cruzo con Antonio, un hombrecito flaco y alto, un poco tímido. Cada tanto nos encontramos cuando salimos a fumar en el patio interno. Solemos intercambiar algunas palabras sobre el clima y las obviedades en esas circunstancias.

El otro día tuve que salir de urgencia porque me habían llamado desde casa. Mi hija había tenido un accidente hogareño. En la puerta lo crucé a Antonio y me hizo una seña con el dedo, un chiste rápido, una forma de generar empatía.

Aquella vez me fui tan angustiado que no presté atención al chiste y lo saludé desde lejos. Después de solucionar el problema con mi hija, me metí un rato a ver Netflix y, en un momento, mientras la película discurría por una escena aburrida, bajé el volumen y me quedé quieto en la cama. Mi esposa estaba al lado, con un libro y con los ojos pegados en la lectura. Yo me acordé del dedo simpático de Antonio y de su chiste fácil y me reí solo.

Clarita me preguntó de qué me reía y le conté. Me dijo que se lo veía un buen tipo, que tenía cara de bueno y después volvió con el libro y abandonamos el tema.

Al otro día coincidimos con Antonio en el patio interno. Esta vez el que estaba preocupado era él. Había recibido un aviso del contador, le pedían que regularice su situación ya que estaba con una deuda impaga. En una palabra, le hacía un reclamo. Antonio se extendió en su comentario. Le dije que debía irme, que ya se habla cumplido el tiempo del descanso. Pobre. Le vi la reacción en la cara. Estaba agobiado. Le pedí disculpas. Y me fui.

A la semana siguiente el presidente dio una conferencia sobre el coronavirus. A través de un decreto anunciaba la cancelación de vuelos, eventos masivos, recitales, reuniones al aire libre y pedía una cuarentena por treinta días.

Antonio estaba fumando solo, con el celular en la mano. Me vio salir al patio y, de sopetón, me dijo que la gente estaba como loca. Estaban comprando alcohol en gel, gasas, barbijos y comida extra para atrincherarse.

Es una psicosis, dijo Antonio. Es una cosa de locos.

Me preguntó si iba a la iglesia. Apenas moví la cabeza. Lo que él necesitaba era alguien que lo escuche. Lo dejé seguir.

Según Antonio, el mundo está envuelto en una carrera sin fin. “¿Ve esto?”, preguntó con el celular en la mano. “Es el demonio. Es el nuevo demonio. Se ven cosas de todo tipo en ese aparato. ¿Me entiende? Infidelidades, amoríos, de todo. Y la gente cree que puede solucionar todo con esto. Se pasan horas pegados al celular como si fuera un dios”.

Insistió con la pregunta sobre la iglesia. Volví a quedarme callado. Me dijo que había sido predicador y que la gente en la iglesia leía la Biblia en el celular y que no eran capaces de ver al que está al lado. No se miran ni se tocan. Nada. Están  absorbidos por la pantalla, el demonio. Y creen que van a sanar del virus con el gel y el celular y la televisión. La gente está perdida. Vivimos el fin del mundo.

Apenas miré hacia el costado para ver si venía mi jefe y Antonio se puso al frente para tomar mi atención, de nuevo.

Para él el mayor problema es que la gente cree que la salvación está en el demonio. No saben y ni siquiera piensan que el único salvador es Dios. Me preguntó si había leído el salmo 69. Le dije que no lo conocía. Se puso eufórico. Era su momento para dar cátedra. Empezó leyendo y luego añadió que cuando es de noche y tiene que cuidar todo el edificio del gobierno saca el celular y lee el salmo 69.

No sé cómo hizo pero unió el salmo con lo que había sucedido una noche con el otro guardia, a la madrugada. El otro es un chico joven. Esa noche estaba solo y escuchó un ruido y tuvo miedo. Lo llamó por teléfono y le pidió a Antonio que fuera a ayudarlo. Antonio estaba viendo tele. Salió de su casa como a las tres de la mañana y llegó al lugar de trabajo un poco más tarde. La calle era la boca del lobo. El chico tenía una pistola en la mano. Había dejado las luces encendidas del patio principal y había sacado una mesa. Sobre la mesa había un mate, una radio diminuta, una linterna y un hacha. El chico no se había puesto a pensar que el hacha era un arma para el ladrón. Antonio había estado en el cerro en la época de la guerrilla y había aprendido los rudimentos de la batalla, la rudeza de la vida silvestre. La guerrilla había sido una escuela para él. Enfático, Antonio refirió que el soldado con experiencia elige la oscuridad como su guarida. Eso dijo, guarida. Si no se queda solo en lo oscuro, lo liquidan.

Lo interrumpí. Antonio no hizo caso y siguió hablando. Según él, el chico corría el riesgo de ser despedido. Alcancé a decirle que no nos íbamos a ver por un mes. Me pidió que me cuide y que cuide a mis hijos.

Hice dos pasos y le di la mano. Antonio me pidió el número de celular. Se lo di. Me dijo que me iba a dar una sorpresa.

Antes de traspasar la puerta de salida, levantó su celular. Tenía la pantalla agrietada. Entre las nervaduras electrónicas, alcancé a ver un mensaje con letra grande. Movió la mano y levantó un dedo para señalar el texto en la pantalla. Distinguí un número: 69.

En mi casa agarré el celular y vi un mensaje de un número desconocido. Supuse que era de Antonio. Empecé a leer el salmo en la pantalla blanca y me detuve. Apoyé el celular en el sillón. Mi esposa estaba en cama. Mi hija dormía.

Tenía que conseguir la oscuridad. Apagué las luces del living y el televisor. La única luz que titilaba en la penumbra era la del celular.

Fui al cuartito del fondo. Busqué la Biblia. Pasé las páginas con la cara de Antonio entre mis ojos. Encontré el salmo en mi guarida.

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