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Archivo Suburbano: Lost in Praga

pragaHace algunos años me perdí en una ciudad que siempre quise conocer: Praga. Debo decir que el primer interés nada tuvo que ver con la literatura. O eso creía yo.  De niño, mi abuela materna alguna vez me dijo que ella tenía un santo, virgen, Jesús o patrón para cada uno de sus nietos. El mío, nunca me lo supo explicar por qué, era el Niño Jesús de Praga. Luego se sumaron otras razones. Iría a la tierra de Kafka, vería El Castillo, y estaría en territorio de Sergio Pitol. Y se sumaba un motivo más: vería, al menos de lejos, a Enrique Vila Matas. Esta historia la pude haber contado antes, pero si hasta ahora no lo hice, fue por pura vergüenza.

No sé cómo, pero el embajador peruano en Praga había logrado colar a una comitiva de escritores peruanos a la Feria del Libro, cuando en realidad el país invitado era España. Al día siguiente de nuestra llegada, y antes de que la comitiva peruana interviniera aquella tarde, el embajador nos invitó a almorzar en su residencia. Fuimos Jorge Eduardo Benavides, Carlos Herrera, Teresa Ruiz Rosas, Leyla Bartet y yo. La particular situación empezó cuando, desde la recepción, apareció un mayordomo checo que repetía: «un pisquito, un pisquito» y nos dejaba una copa a cada uno. Era lo único que sabía decir este hombre. Luego de tres copas ya me encontraba ligeramente mareado, pero esto pasó de gris a negro cuando sirvieron los vinos durante la comida. Por suerte en ese instante un prudente silencio me mantuvo al margen de la charla. Después del almuerzo nos llevaron otra vez a la Feria, dije dos o tres cosas -que seguro la traductora simultánea puso en orden o se lo inventó- y nos dijeron que las celebraciones continuaban en el Instituto Cervantes de Praga, donde habría un brindis de honor a los escritores españoles. Allí fuimos y la borrachera revino, y esta vez con una desatada locuacidad. Nos presentaron a una cantidad enorme de personas y no sé cuántas tonterías más habré dicho. De pronto, Benavides me tomó del brazo, me sentó en una mesa y me presentó a Enrique Vila-Matas. Él estaba con su mujer y bebía una cola-cola. Me quedé mudo de la impresión. Mi cerebro puso en marcha la poca sensatez que me quedaba y nuestra charla, de cinco minutos, fue cortés. Le parecía irónico que un escritor llevara por apellido «Sumalavia». Sonreí, pedí disculpas y fui a otro de los salones. Luego, para procesar aquel encuentro, retomé la bebida. Tengo lagunas de lo que siguió en ese lugar. Lo que sí recuerdo es que, en determinado momento, bajo otro breve rayo de lucidez, decidí irme al hotel y me paré junto a la puerta del Instituto para terminar de decidirme. De repente un auto se detuvo, descendió de él una mujer menuda, de una cabellera descuidada, que se me acercó, extendiéndome la mano.

-Soy María Kodama.

-Bienvenida- le dije -la estábamos esperando. El director del Cervantes se ha ido un momento al baño pero me dejó aquí parado en su lugar.

Obviamente la Kodama no me hizo caso y se fue en busca de alguien sobrio. Ahora sí, me dije, momento de partir. Pero antes de salir, uno de los camareros, que era argentino y había sido testigo de mi recibimiento a la viuda, me regaló una botella de vino y una copa.

-Para el camino, che- me dijo.

Lo que yo no sabía era que un grupo de mis amigos pretendía seguir la celebración en un bar típico de Praga, lejos de los turistas. Me sumé a ellos y caminé no sé cuántas calles. Al parecer varios desistieron en el camino, pues sólo Carlos Herrera, yo y un grupo de checos llegamos al bar. Sin duda el lugar correspondía a lo que se podría llamar un bar escritores, pero yo no estaba en condiciones de apreciar todos los detalles. Muy entrada la noche abandoné este sitio. No me despedí de nadie. Sólo salí. Empecé a caminar sin dirección precisa, esperando reconocer algún momento y poder orientarme para llegar al hotel. Lo que sabía era que éste estaba al otro lado del río, a pocas calles del puente Charles. Sin embargo, no reconocía nada. Tampoco había nadie a quien preguntar. Al poco tiempo me ganó la angustia y me senté al borde de la pista sin saber qué hacer. Me llevé las manos a los bolsillos y ni siquiera encontré la tarjeta con la dirección del hotel. Lo que hallé fue mi celular. Sin pensarlo dos veces llamé a mi casa en Burdeos. Me respondió mi esposa. Le expliqué todo, avergonzado, pero también con la tranquilidad que me daba escuchar su voz. Me reprendió como a un niño, y yo la escuchaba hablar, feliz. Como mi hija mayor se acuesta muy tarde, había escuchado todo. Le pidió el teléfono a su madre y me la pasó.

-Papá, estoy en Google maps. Camina hacia cualquier esquina y deletréame el nombre de la calle.

Eso hice y ella empezó a dirigirme. Todo esto fue una curiosa versión de Matrix. De pronto me dijo que doblara a la izquierda y que mirara al frente.

-Papá, ahora ves el río Moldava. Levanta la mirada.

Eso hice. Vi el río, el puente que me conduciría a mi hotel y, en lo alto, increíblemente iluminado, el Castillo, el de Kafka.

Mi hija me pasó nuevamente con mi mujer y yo les agradecí.

-Qué sería de mí sin ustedes-, dije -«Y sin el Niño Jesús de Praga»- pensé.

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