Search
Close this search box.

Monarquías ¿punto y final o punto y seguido?

Decir que, durante mis horas de recreo escolar, no quise ser príncipe azul ante las féminas, sería no poner en la realidad mis derechos como niño cuando lo fui. Enlazar mis dedos junto a Rosa, mi primer gran amor en el parvulario, y evocarle como un aprendiz de noble dice: “Sí quiero… mi princesa”, hizo subir mi autoestima. Poseer un castillo con fosos de agua de mar, vasallos y cocodrilos de plástico, incentivó mi pasión por el cine. Disfrutar con Cenicienta y poder encontrar el zapato de cristal de mi amada en Barcelona, me permitió entender las posibilidades que tienen las plebeyas de ser algo conmigo. O incluso, el delirio de joven por ser el novio imaginario de la princesa Carolina de Mónaco, significó para mí que, fantasear, es un derecho gratuito. Pues hasta aquí todo perfecto. Sueños de palacio o anhelos aristocráticos, han tenido y deben seguir ofreciendo,  la tradición de cualquier narrativa que relate la historia y la naturaleza del ser humano.

Si hoy miramos el mundo en cualquier punto del planeta, nos encontramos con monarquías en todos los continentes. En Europa, la más tradicional es la inglesa al mando de su majestad la reina Isabel II donde la controversia después del escándalo por la muerte de la princesa Diana y su nieto vestido de nazi en una fiesta, está ahora, por suerte, en horas bajas. Podríamos hablar de las que conforman los países nórdicos. Monarquías níveas, no sólo adjetivadas por el frío que envuelve a estos países en invierno, sino por lo blancas y transparentes que son: Carlos Gustavo en Suecia o Harald en Noruega, están siempre ligadas y unidas a la pomposidad y entrega de los honorables Nobel Prize. Si exceptuamos aquella anorexia que tuvo la princesa Victoria no parece que haya nada nuevo. La monarquía más liberal sería la representada por la holandesa Beatriz I que bajo su reinado de lentejuelas, uno puede ir a un coffee shop a degustar hierba de buena calidad en Ámsterdam. Junto a ellos, pero más conservadores, la belga con el rey Alberto y la reina Paola dirimiendo el conflicto que existe entre flamencos y valones. Si viajamos al Mediterráneo, aquí cohabitan dos glamours que empiezan a oler a novela del XIX: en Mónaco el príncipe Alberto, play boy declarado y aplaudido por su pueblo, donde viven muchos de los defraudadores de Europa en su capital, Montecarlo. Hacia el oeste, la muy respetada y valorada monarquía española. Hasta que los yernos y nuera (Marichalar, Urdangarin y Letizia) entran en litigios aparentemente fútiles. Y el susodicho suegro, el rey Juan Carlos, no se le ocurre más que ir a cazar elefantes en Botswana con su amante Corina en plena crisis económica. Vaya pastel.

En África después de la colonización, quedan pocas. La más famosa la de Marruecos con Mohamed VI pendiente de un hilo en cada revuelta de los islamistas. Y algunas más negras oscuras y genuinas como las de Lesoto o Suazilandia dependiendo siempre de la tribus adheridas o enemigas de turno.

En América si exceptuamos que Isabel II reina como una polichinela en pleno Canadá gracias a los acuerdos de la Commonwealth,  todas las demás aristocracias se ubican en islas bajo regencia británica y ninguna en el continente propiamente dicho. Y es que parece casi seguro que, ser isleño  –arubeño, bahamense, san luciano, antillano, o jamaiquino…- , da un caché especial. Que en medio de tanta pobreza, uno sueñe con ser un plebeyo para luego ser escogido algún día noble debe ser propio de vivir en una isla.

En el continente asiático y Oceanía, destacaríamos primero la japonesa donde nadie olvida que en la segunda guerra mundial los kamikazes se suicidaban al grito de Viva el Emperador que, según el rito sintoísta, es un dios vivo para ellos. Hoy Akihito parece sólo ser el causante directo de la depresión sin fin de la emperatriz  Michiko por la rigidez del trono dinástico que sustenta. O sin ir más lejos,  las excentricidades del Sultán de Brunei, Hassanha Bolkiah que con una población de trescientos mil habitantes tiene un palacio con más de 1700 habitáculos para él y sus súbditos.

Ya ni hablemos para finalizar de las de medio Oriente.  Las del Arabia Saudí  con el monarca Abdalá y sus petrodólares al servicio de la represión contra su pueblo, especialmente  contra los derechos de  las mujeres. La de Jordania con Abdulá II bajo el aparente sello occidental, la de Bahréin con Hamad bin Isa, sólo preocupado del gran premio de carreras de Fórmula I, mientras su población chiita pide democracia.

Pues bien…¿Qué hacemos con estos individuos en plena democracia real – palabra que proviene del latín realis  que significa cosa o existencia según la RAE. Ya no sólo porque hayan parlamentos en el mundo para manifestar nuestro voto, sino por lo que representan las redes sociales hoy en nuestro planeta frente a los derechos humanos mundiales, la denuncia o la información? ¿Qué justificación tienen? ¿Por qué la realeza se autoproclama unos atributos que sólo su sangre azul legitima como propios e incluso algunos están amparados por Dios? …Pero aún más lejos ¿Por qué hay una infinidad de individuos que todavía la justifican y por lo tanto la sostienen?

Como diría mi amigo y filósofo de barrio Emmanuel Zureida : “con los temas que preocupan al ser humano nunca hay un punto final, ni un punto y seguido…si no puntos suspensivos”. Es decir, si interpretamos su función en la lengua, los puntos suspensivos significarían que con ellas, las monarquías de hoy trascienden…. Las monarquías (expresión de duda, vacilación o incertidumbre) podrían subsistir o desaparecer.

En el ejemplo siguiente aparece otra función: «¡Qué hijo de… está hecho!» la función de éstos es omitir una palabra malsonante. Por lo tanto si nos preguntáramos lo siguiente ¿Para que co…sirven las monarquías? o ¿Qué po…quieren estos aristócratas? Puede interpretarse por su lugar la omisión el sexo de la mujer y del hombre respectivamente.

Pues bien, la respuesta está servida…

Para que tus hijos puedan dormir tranquilos mientras les lees en voz baja El rey Arturo y los caballeros de la tabla redonda. Para que los americanos –yo incluido- puedan seguir comprando entradas al Magic Kingdom de Orlando en la Florida o seguir soñando que la princesa Kelly fue la primera aristócrata de origen americano. Para que la historia del mundo no acabe sin personajes como ellos. Para seguir la protesta  del pueblo, pura y llanamente, por razones obvias propias de este dificil momento económico que vivimos. Y para que el que está escribiendo esta columna pueda disfrutar en mis sueños diurnos, cada vez que voy  al supermercado o al quiosco, de los chismes en papier couché de la realeza mundial de la revista Hola.


Detalle ilustración: Mark Ryden

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit