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Marcial y la frágil silueta de un revolucionario que se fuga

Juan Exler y Marcial Gala suelen encontrarse en la esquina bulliciosa de La ópera o en un cafetín de la Avenida Corrientes. Esta vez, se ven en la planta alta del bar de una librería. Una vez más, Marcial llega tarde.

Juan no le pregunta por la razón de su demora. En realidad, no importa el tiempo cuando habla con el cubano. Con él, la conversación toma la forma de la evocación y la palabra es un documento de una ciudad que ha quedado congelada en el tiempo. El presente de los encuentros es, a la vez, testimonio del paso fugaz de las horas procelosas y la inscripción de un hecho que da cuenta de la inmovilidad del pasado.

Hace calor aquí, dice Marcial, lento, bajo y sin prisa. De sopetón, le cuenta que ahora dicta varios talleres a la vez y que los alumnos, entusiastas, siguen las peripecias de los escritores cubanos, esos de los que les habla con pasión de entomólogo.

Juan le dice que Cabrera Infante es el mejor. Marcial mueve la cabeza como seña de asentimiento. Juan agrega que si no estuviera Borges, Cabrera sería el gran prosista de la lengua española. Marcial relata una historia truculenta sobre la hija de Cabrera y la madre, y Juan, que no conoce la anécdota, se queda pasmado.

Por el oprobio, deciden ir a otro bar. Mientras recorren la avenida, Marcial habla como Virgilio o como el secretario perfecto de un historiador latinoamericano. Las mil historias que narra tienen el humor y el desenfado que recorre sus novelas. Sin prolegómenos, Marcial recuerda que alrededor de la casa de Gobierno, en La Habana, nadie puede entrar.

 Juan Exler le pregunta por la razón de esa prohibición.

 Toda tiranía o régimen autoritario necesita del misterio. El misterio es muy efectivo, agrega Marcial.

 Las altas torres de Belgrano los vigilan. Están rodeados de cientos de personas que caminan como ellos.

 Entran a un bar. Piden una cerveza. Marcial sonríe y el alcohol es un lenitivo.

 Alguna vez este país –se refiere a Argentina– estuvo en la gloria. Pero eso ya pasó, sentencia. Juan está de acuerdo y expresa con comodidad su opinión.

 Castro murió en su cama, dice Marcial.

 Que un revolucionario muera en su cama no habla bien de él, aclara Juan Exler.

 Marcial solo mueve la cabeza.

 El Che tuvo mejor suerte, dice el cubano. Murió joven.

 ¿Qué hubiera pasado si seguía viviendo?

  El Che se fue a Bolivia y murió como un héroe, agrega Marcial. Eso estuvo bien. Pero dicen que era difícil, que cuando alguien no hacia bien las cosas les quitaba la comida, los castigaba con eso.

 Tremendo, murmura Juan, incrédulo, como si el episodio le quitara el brillo y la santidad que el pasado le ha atribuido a Guevara.

  Al rato, Juan advierte que se ha hecho tarde y le pide que se vayan.

  Salen del bar. La tarde empieza a morir.

  Suben al subte.

Marcial le toma una foto a Juan Exler con las vías de fondo. Juan está solo en el cuadro. Marcial es el fotógrafo. No aparece. Hay algo insólito en esa imagen. No da cuenta del encuentro. Es como si la conversación estuviera fuera de campo y la foto fuera una concentración del olvido. Esa imagen será una prosa muda para nadie.

 Van en el subte, en silencio.

Sin previo aviso, Juan le dice que Castro fue un revolucionario que se fugó, que huyó de los actos viles de la vida, que la muerte le ayudó a perderse.

 Marcial sólo mueve la cabeza, como si su silencio fuera una forma de la desaprobación.

 El murmullo silencioso se expande en el mundo subterráneo.

Juan recuerda que Marcial vivió en Jujuy, esa provincia del norte polvorienta y ufana, la más cercana a los pueblos aborígenes. Juan imagina que Marcial se sentía más cómodo en los pueblos ruinosos y melancólicos, que caminaba solo, que miraba los cerros y que cuando observaba a los habitantes solitarios y orgullosos de la Puna recordaba los personajes díscolos de la novela La catedral de los negros.

Marcial saca el celular y atisba las fotos tomadas en el andén. ¿Qué esconden esos rectángulos digitales? Juan espía y Marcial lo mira, incrédulo. Ambos han hecho confesiones soterradas entre la cerveza y el humo del bar. Ambos han sonreído vanamente y han creído que pueden vencer a la muerte. Ahora son dos amigos que se van.

Antes de bajar, Marcial le dice que antes, en los sesenta, los escritores tenían un destino trascendente y que ahora nadie trasciende, que los escritores son poca cosa, son un punto más en el desierto. Quizás eso sea mejor, agrega Marcial, y una zozobra recorre como fantasma el vagón atiborrado de personas colgadas de sus dispositivos electrónicos. Juan asiente, piensa que Marcial acierta y que esa sencilla constatación vuelve al mundo un lugar menos acogedor y que, a la vez, les quita un peso de encima. Y cree que, al fin de cuentas, solo se trata de convivir con la intemperie.

Mientras la voz metálica de la mujer anuncia la siguiente estación de subte, Marcial se levanta y le da la mano fría y oscura. Juan lo mira y le promete con los ojos un encuentro futuro.

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