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La cordura de su locura

 

Juan Carlos Pérez-Duthie

SuburbanoFotoEnsayoLocuraElla escuchaba voces. Yo, mientras, no quería oír sobre eso. Hasta que un día preferí el silencio de no saber. Oídos sordos a palabras… incómodas. Así estuve hasta que ella se desvaneció tras las paredes de un hospital, y yo desaparecí de su vida.

Las voces comenzaron a salir de a poco, o quizás ya todas estaban ahí hacía rato, dormitando en su cabeza, esperando el momento adecuado para despertar y atormentarla. Un coro de cacofonías infernales que nunca se callaba.

No le presté mucha atención a nada de esto al principio. Se lo achaqué a otras cosas. Que si a los porros que consumía cada vez más para tranquilizarse, que si al bajón de estar en una gran ciudad fuera de casa sin familia y pocas amistades, o era el trabajo que le aburría y los desencantos amorosos que habían quebrado su corazón en Miami.

Cuando llegué al sur de la Florida a finales de los años 80, ella fue una de las primeras personas a las que conocí en mi estreno como profesional aquí, en calidad de traductor para el que era entonces uno de los 25 diarios más importantes de este país.

Ni muy baja ni muy alta de estatura, delgada pero sin llegar a lo enfermizo, con filosos pómulos y cabellera larga que tiraba a negro, color del cual usualmente vestía, ella apenas se ponía maquillaje, a veces ni para disimular las tenues ojeras que eran parte natural de su rostro. La vanidad no era algo que alimentaba, inconsciente de su propia belleza. Tenía la sencillez de quien ha salido de un trasfondo humilde pero se supera por su vasta inteligencia, curiosidad inagotable, una sabrosa pizca de malicia, y un oscuro sentido del humor.

Hicimos “click” enseguida.

Dios los cría y ellos se juntan

Ella trabajaba en una sección del diario no muy lejos de la mía, y yo hacía traducciones que a veces utilizaba quien era su jefa. Yo también le tomaba llamadas a ésta cuando dictaba alguna historia por teléfono, pues ello era en la época antes de los celulares, del Internet, y de las PCs.

Hijos de la noche que trabajábamos mejor, y nos divertíamos más, cuando caía el sol, comenzamos a salir a clubes de música gótica e industrial que encarnaban ese lado más crudo, más verídico y menos fanfarrón de Miami antes que la ciudad se puliera y llenara de turistas.

Ella fumaba cigarrillos continuamente, pues todavía no habían llegado las vedas al tabaco en lugares públicos, y se reía de que yo no los quisiera tocar. Cigarro y trago en las manos, soltando una carcajada que le venía fácil y que encajaba con su acento sureño y voz rasposa, me parecía estar frente a una joven Tallulah Bankhead.

Fue en una de nuestras muchas salidas, mientras yo manejaba, que sentí el primer latigazo verbal de lo que ella llamaba su condición bipolar. Así, de la nada, “out of the blue”, como dicen, me insultó. Abrió el dique y escapó una catarata de agresiones verbales. Di vuelta al auto y se acabó la noche.

El medicamento que tomaba, litio, no siempre le funcionaba, o lo que era peor aún, estaba dejando de funcionar. Igual los antidepresivos y ansiolíticos. El pronóstico de nubarrones negros que asomaban era cada vez más acertado.

Yo entendía el lenguaje de la depresión, y me podía comunicar con ella sobre eso. Pero no conocía el léxico tan particular y devastador de la esquizofrenia, lo que en realidad la afligía. Había ingresado a un ejército de marginados – en este país, según cifras del National Institute of Mental Health, casi 1% de su población (estimada en 317 millones de habitantes por el U.S. Census Bureau) – cuyos desórdenes mentales parten de orígenes nebulosos, con posibles causas genéticas o ambientales.

Pero nada de esto lo sabríamos sino hasta varios meses después, cuando el circo de las irregularidades acampaba con más frecuencia en su mente. Un día me injuriaba y al otro no se acordaba. Me hablaba de algo que en realidad no había sucedido conmigo, o que quizás en verdad nunca había ocurrido. Las alucinaciones engullían la realidad de su vida.

Palabras al viento

Empezaron las llamadas por la noche, a cualquier hora: había hombres con rifles armados afuera de la casa que la esperaban, me decía entre susurros o en estado de pánico. Alguien auscultaba su cerebro con un “chip” que la CIA le había implantado. Debajo de su cama, incluso, la espiaban. La paranoia era una realidad tan concreta para ella, que por más horas que yo pasara en el teléfono pidiéndole que examinara la cama, no importa que le rogara que saliera afuera y constatara que no había nadie, que intentara algún ejercicio de relajación, que tratara de dormir, que pensara en lo inverosímil que sonaba lo que decía, nada, pero nada, tenía efecto. En su mundo había cordura y lógica. El que no entendía era yo.

Su trabajo en el periódico comenzó a deteriorarse a la par con su comportamiento. En peligro su economía, hastiada de la ciudad, y frustrada con su entorno, hizo maletas y se fue a casa. A su casa en aquel pueblo del norte de la Florida de donde había provenido, la comunidad que había dejado años atrás para hacerse una mejor vida, y adonde regresaba en busca de refugio.

Marianna, en el condado Jackson, rozando la frontera con Alabama, era ese pueblo, que para nada estaría fuera de lugar en las páginas de William Faulkner. Donde personajes extraños con nombres más raros aún hubieran podido ser inagotable fuente de inspiración para Tennessee Williams. En el que si Flannery O’ Connor se hubiera mecido en un sillón en el portal de una de las viejas casonas de allí, tomando cerveza y comiendo maní como hice yo, la habrían mecido brisas perturbadoras.

Ella me había llevado en una ocasión a Marianna, donde hoy habitan unas 10,000 personas y los secretos no escasean. Como aquel del antiguo reformatorio para varones Arthur G. Dozier, en cuyo cementerio, según revelaron antropólogos, biólogos, y arqueólogos en el 2012, se hallaron los esqueletos de más de 50 niños que nunca pudieron escapar de esa escuela prisión, clausurada finalmente en 2011.

No. Nuestro paseo fue uno de mayor levedad, en busca de antigüedades y curiosidades, cuando su mente todavía no le jugaba bromas pesadas.

Recorrer Marianna era adentrarse en una comunidad donde carreteras de tierra llevaban a granjas de comercio de gusanos. Donde el cliché de la única señal de tráfico y una intersección despoblada no está muy lejos de la realidad. Donde la cortesía sureña chocaba con la brusquedad de Miami.

Ella me presentó a sus padres, separados desde hacía años. Su pasado se deshojaba ante mí no como una margarita, sino como una magnolia. En el amplio pórtico de la casa de madera con rejilla a la vuelta redonda para protegerse uno de los mosquitos, nos sentamos su papá y yo una tarde. En silencio el sureño y el puertorriqueño, en sillas mecedoras, con una cubeta de cacahuates hervidos y cervezas en botella. Mirábamos la arboleda de enfrente en silencio. No hacía falta decir mucho.

Fue con la madre con quien más comunicación telefónica tuve cuando su hija empezó a desvariar peligrosamente. Aún en ese período, algunas llamadas más transcurrieron entre mi amiga y yo. Las conversaciones mutaban a monólogos en los que yo escuchaba cómo los médicos eran agentes enemigos que buscaban liquidarla, e introducían narcóticos para adormecerla o antipsicóticos para envenenarla hasta en las barras de chocolate que compraba en una máquina expendedora de golosinas.

“Hemos tenido que internarla en el hospital, en Chattahoochee”, me dijo su madre en una de nuestras últimas conversaciones. Se refería a una institución estatal para personas con problemas mentales, ubicada en un pueblo más pequeño aún que Marianna.

Rápidamente mi cabeza se inundó de imágenes terribles sobre posibles abusos perpetrados por médicos perversos y enfermeras crueles. Injusta quizás mi apreciación, ya que siempre hay personal compasivo, noble, y sacrificado que atiende a los pacientes. Pero mi temor no era irracional, dado el historial oscuro de tantas instituciones de salud y el estigma y discrimen que todavía hoy sufren las personas con trastornos de la cabeza.

El hospital en Chattahoochee, de hecho, fue blanco de investigaciones a través de los años – desde su reconversión a fines del siglo XIX de prisión a institución mental – por alegados maltratos.

Las conversaciones entre su madre y yo no denotaban fragilidad o miedo de ninguna de las dos partes. Nuestras palabras venían cargadas de cierto estoicismo y de una cautelosa dosis de positivismo. No sé cuánto era sincero, cuánto era resignación, y cuánto era fingido para no pensar lo peor.

En 1998 se me presentó una oportunidad de empleo fuera de la Florida, y me marché durante casi año y medio. Cambié de teléfono… y nunca más llamé, ni a ella ni a su madre. Fue mi excusa perfecta para escapar. Por egoísmo o cansancio, cobardía o lástima, lo cierto es que dejé a mi amiga allá encerrada y sólo me llevé sus recuerdos.

Con el pasar de los años, me he preguntado si sobrevivió. Una campaña viral en enero llamada #findMike, en la que un joven esquizofrénico buscó, y encontró, al desconocido que hace seis años evitó que se lanzara de un puente en Londres, reavivó mis pensamientos sobre ella y me llevó a escribirlos.

Aunque la esquizofrenia no tiene cura, puede ser tratada, a veces con efectividad. Pero yo no he hecho nada para averiguar cuál fue el destino de mi amiga. Y no sé si lo haré. La idea de abrir esa puerta de nuevo y de hurgar en la oscuridad del pasado, es una que me aterra por lo que pudiera encontrar. ¿Y cómo justificaría todos estos años de ausencia? Quizás el final ha sido feliz para ella. Ojalá así sea. Yo, entonces, me lo he perdido.

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