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El regalo de Glenda

Ulises Gonzales

Nunca me pasó nada bueno en las calles de Chacarilla. Recuerdo algunas caminatas, sobresaltado y a medianoche: borracho. Me acuerdo también de las tardes en que me tambaleaba por esas calles por otros motivos, yendo o regresando de la casa de Glenda. Ni ella ni su familia viven más en aquella casa alquilada, de dos pisos, frente a un parque con dimensiones de zoológico. Como muchas otras de mis memorias de aquellos tiempos, su familia se ha fugado. Tal vez éso es lo que más me duele entre los cambios que he encontrado al regresar a Lima. La ciudad no es lo mismo sin ella. Hubiera cambiado todos los momentos dulces que viví en el extranjero por estar hoy con Glenda. Si me hubiera querido, no hubiera necesitado aventuras en barrios neoyorquinos multiculturales, ni trabajos de Manhattan con salida a la medianoche bajo la nieve. Hubiera sido feliz a su lado. Nunca estuve preparado para cumplir con sus requisitos de querer ver lo mejor del mundo en buenos hoteles y desde aviones intercontinentales: no tenía ninguna ambición. De lo poco que sabía era de viajes por carretera, posadas de paso y bancas de madera para recostarme en los caminos. Mi único pasatiempo era desaparecerme de la ciudad para pasar el verano en una playa del sur con la familia. Pensé que al verme tantas veces entrando y saliendo de su casa, Glenda terminaría por entender que nadie la iba a querer más que yo; que se daría cuenta que mi sabiduría consistía en tener ambiciones modestas. Sin embargo, Glenda no estaba preparada para ese tipo de hombre. Primero me dejó saber–por su madre, que me recibió un sábado en la puerta, mirándome a los ojos y hablándome con un tono de voz grave, como para que entendiera que lo que me decía era algo más trascendental que una conversación entre conocidos–que su hija estaba saliendo con un camarógrafo del canal 2, con grandes ambiciones de productor de televisión. El padre de Glenda era doctor y, si bien conversé pocas veces con él y una que otra vez le demostré que no era tan malo jugando al tennis, creo que yo le agradaba. A la tía, en cambio, le preocupaba que terminara llevándome a Glenda en un autobús hacia el Brasil y que a los dos nos metieran cuchillo en una ruta abandonada cerca de Rio de Janeiro: «ese chico cree que siempre va a tener 20 años. No piensa en el futuro». No me alejé del todo y me mantuve informado. Esa fue la época en que todas las muchachas de la universidad con el cabello castaño y largo me parecían ser Glenda caminando de espaldas. Un día me robé el auto de mi padre y me fui hacia Chacarilla muy temprano para esperarla cuando ella saliera hacia sus clases. La vi caminando hacia el paradero y ofrecí llevarla. Le dije que estaba pasando por ese barrio por mera casualidad. Se mantuvo silenciosa durante el camino. No se inmutó cuando antes de bajarse del auto le ofrecí quererla para siempre si aceptaba ser mi enamorada. Me dijo que no quería volverme a ver por mucho tiempo. Cómo sufrí. Sé que después del camarógrafo se fue a vivir con un cineasta. Por esa época es cuando empecé a trabajar en una revista y a dar mis primeras clases en la universidad. Después conseguí trabajo de editor y me dediqué las 24 horas del día a estar lo más ocupado posible. Supe que se terminó casando con un ingeniero.Yo estaba entonces tan enamorado de la literatura y concentrado en mudarme de país que no me afectaba escuchar de ella. Glenda dejó su amor por la peliculina y los medios para irse con el ingeniero. Estuvo viviendo en su departamento frente al Golf Los Inkas. Se compraron una casa en la playa y viajaron unas cuantas veces a Europa. Iba bien. Me imagino que la destrozó el escándalo de construcciones defectuosas y contratos amañados con el gobierno, que al descubrirse dejaron a su marido mal parado y sin un sol. Con el regreso de la democracia, él se quedó sin sus amigos poderosos, perdió todo y se salvó por un pelo de la cárcel. Ni siquiera entonces Glenda me buscó. En esa época yo ya tenía mi cuatro por cuatro negra, del año, y mi departamento en Chacarilla. Si me llamaba, hubiera podido olvidarme de la adolescente que ocupaba el poco tiempo libre que me quedaba entre mis trabajos y mis libros. Nunca lo hizo. Glenda decidió que Lima era una ciudad demasiado cruel con los pobres. No tenía necesidad de quedarse a vivir junto a un ingeniero pobretón. Además le encantaba decir que se estaba volviendo vieja y que quería irse a vivir a un lugar donde a nadie le importara si se levantaba las tetas. Entonces emigró. Una tarde en Nueva York, un peruano que trabajó con ella en Lima y no sabía que habíamos sido amigos, me contó cosas horribles de su vida sexual: Glenda contra los paneles de la isla de edición, con el reportero estrella de turno; Glenda de mujercita del jefe de redacción de la página de negocios, sorprendidos tirando en los baños del periódico. Glenda siempre arreglándoselas para no dejar de estar de moda. Le dije a mi amigo que, tal vez, yo conocía a una chica así, que se llamaba Glenda. Y brindamos a su salud.

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