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El muro del que aún no aprendimos

Por José Benegas

 

El 9 de noviembre se cumplieron 24 años de la caída del Muro de Berlín, uno de los episodios más bochornosos del siglo XX. Desde su construcción el 13 de Agosto de 1961 se convirtió en símbolo de la farsa del paraíso socialista del que sus beneficiarios sólo querían escapar, pero también a través de las historias de los que huyeron cruzándolo y de todos los que perdieron la vida en el intento, en una fuente de ejemplos sublimes de amor por la libertad.

Al repasar el drama humano creado por la obstinación política y el desprecio por la vida privada de los que lo levantaron, no podía dejar de pensar lo paradójico que resulta un mundo que se identifica con aquellos alemanes orientales revelados que el 9 de noviembre de 1989 lo tiraron abajo y la mansa aceptación de los muros de contención migratorios que no son para nada diferentes. Con qué naturalidad hemos aceptado en un par de generaciones que el inmigrante se convierta en una amenaza, mientras hacemos actos para recordar aquél conocido muro y llevamos trozos de él para ponerlos en museos que nos hagan recordarlo con vergüenza de especie.

El muro se levantó porque la diferencia entre el sector soviético y el que se encontraba ocupado por los aliados en Berlín era tan abrumadora en prosperidad y bienestar, que los habitantes de la RDA se mudaban en masa hacia el sector occidental. Tres millones de alemanes del este habían huido hacia el oeste, un sexto de su población desde que Alemania se partió en dos tras la guerra. La mitad lo habían hecho por Berlín.

La vergüenza que esto significaba para los soviéticos desató una crisis.  Nikita Kruschev amenazaba con apoderarse de Berlín expulsando a los aliados para evitar la emigración de los alemanes, pero ante la posibilidad de que se desatara una tercera guerra mundial el premier soviético optó por partir Berlín con una frontera física, sin importarle en lo más mínimo la destrucción de la vida de las familias, amigos y relaciones que no se volverían a ver. Los alemanes orientales se convirtieron en presos.

Cuando un osado conseguía cruzar el muro despertaba alegría en el sector occidental. Sus historias se recuerdan como las de héroes. Muy distinta hubiera sido su destino si del otro se hubieran encontrado con una oficina de migraciones pidiendo visas, pasaportes e interrogando a los liberados acerca de sus ingresos o sus malas intenciones, en especial la de trabajar que es lo peor que se puede querer hacer al cruzar una frontera según los parámetros que hemos incorporado. Con la actual moral fronteriza los prófugos del sistema soviético se hubieran considerado una amenaza para el trabajo de sus vecinos con capacidad para colapsar todos sus sistemas públicos.

Los muros de entrada y de salida después de todo son igual de “legales”, en un sentido positivista. Como fueron legales la segregación racial, la esclavitud, las castas, los azotes y el destierro. Para dudar de la legalidad hay que recurrir a un sentido jurídico un tanto más profundo. Friederic Bastiat definía ley como la “organización colectiva del derecho de defensa”. En esa definición ninguna de las “legalidades” antedichas encajaría. La voluntad del poder como sinónimo acrítico de “ley” es propio de los sistemas despóticos y totalitarios.

Lo que tenemos que preguntarnos es a qué sistema de valores responde nuestra “legalidad” ¿Al de los soviéticos tal vez? ¿El máximo valor es la obediencia o la libertad?

Pero por alguna razón hemos depositado toda la vergüenza en el muro de salida, mientras en el mundo prevalece el pensamiento cavernícola de temor al vecino, al distinto. En los Estados Unidos con una economía tan próspera no se advierte con facilidad el problema de que cada vez más servicios se encuentren sin cubrir, desde asistencia para cargar las bolsas del supermercado hasta para controlar la presión de los neumáticos por poner dos ejemplos de cuestiones que limitan el bienestar de los norteamericanos. No se ve porque en comparación con la fracasada economía socialista de la Alemania oriental, Estados Unidos es un éxito. Sin embargo una parte importante de su industria se instala fuera de sus fronteras para poder aprovechar el trabajo de extranjeros que de otro modo vivirían dentro del país gastando su dinero. En California la falta de inmigrantes pone en peligro las cosechas, en las que se calcula que intervienen un 80% de extranjeros sin autorización migratoria (prefiero evitar la calificación orwelliana de “indocumentados”) según destacaba una nota del diario El País de España en su edición internacional en marzo pasado.

Lo curioso es que Kruschev veía el problema económico de perder gente, no de recibirla. Las personas dispuestas a trabajar en una economía son una bendición, que se quieran ir es una desgracia. Los flujos migratorios en ese sentido deberían ser tan libres como los de las mercancías o los capitales . Alemania Oriental se quedaba sin cubrir los puestos de trabajo que los mismos alemanes necesitaban que sean cubiertos. La emigración significaba pérdida de bienestar, ajuste, desastre económico.

Pero el aspecto económico no es el más importante. Ese era el criterio con el que el premier soviético pisoteó la vida privada de millones de personas. Practicó sus creencias irreductibles, dio rienda suelta a sus temores, recurrió a una moralina justificatoria, para que no se le escapara la “economía”, un concepto que para su mentalidad está por encima de los individuos. La gente en sí le importó muy poco. Lo terrible del caso de quienes hacen fronteras para que la gente pacífica, honesta y trabajadora no pase, sea para salir o para entrar, es que a la hora de demostrar que creen en aquello de que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”[1], fracasan. Todo se convierte en una retórica vacía de ocasión.

 

 

[1] Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, Asamblea Nacional de Francia, 26 de Agosto de 1789.

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