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Fotografías de Rainy Silvestre, en la Pequeña Habana del Comanche

El Comanche colgó sus tres camisas azules y tres negras, su par de Levi’s, cerró la puerta del clóset, se sentó al borde de la cama y se quitó la liga que amarraba su cabellera, cada vez más escasa, y que había dejado crecer quizá por negarse a perderla. Su mirada hizo zapping por las paredes color verde olivo, la puerta del baño, la mesa de noche, la cama y la cafetera para la cual compraría café al día siguiente.

Antes de acostarse encendió un Marlboro, volvió al balcón y se recostó en la baranda de indefinido color blanco y sarpullida de puntitos de óxido. El Yanki había dejado su vaso a un poco menos de la mitad y el Comanche lo secó de un sorbo. Sobre la mesita aún quedaban el Bacardí, la Coca Cola, los limones, y en el suelo el ice bag era ya un plástico sobre agua. A la Calle 8 le daban vida las luces de los postes y uno que otro auto que esperaba el cambio a rojo. En primer plano, el Comanche veía la ventanita del Tropicana, donde la especialidad era el cortadito con leche evaporada que preparaba el Cara de Jeva; el Cubatón: juguetes, prendas y supplies para toda ocasión; La Carreta, a la que no se podía faltar un martes a comer el lunch special de carne con papa, y la florería Las Lilas, donde conoció a Mariolys y le llevó cortaditos del Cara de Jeva y no paró hasta arrancarle el vestido. Special delivery, así se anunciaba, asegurándose de oler a Brut para estamparle un beso en el cachete. Mariolys sonreía, ya no se veían caballeros así.

—¿A qué hora es tu lunch? —preguntó un martes el Comanche.

Normalmente Mariolys almorzaba a las doce. Alguna bobería que ella misma había cocinado la noche anterior.

Empezaron yendo uno que otro martes. Luego la mesera los veía y, sin preguntar, acomodaba cubiertos en la barra y al Comanche le servía su carne con papa con dos porciones de arroz, y a Mariolys con arroz y maduros.

Después, Mariolys probó las fiestas en el balcón del Sweet Dreams, con Héctor Lavoe de fondo, y primero cayó la blusa y siguió la falda.

Hoy tenemos fiesta, decía el Comanche cuando pasaba los viernes por Las Lilas. Y se despedía apachurrándole una nalga entre el descuido de algún cliente.

—Pero qué pinga tan inquieta tú tienes, caballero.

La ansiedad de empezar un trabajo nuevo y, por primera vez, dejar de ganarse el dinero investigando crímenes, le ganaba la partida y no podía dormir. El Comanche había pasado una temporada en Miami Beach tratando de establecerse, pero todo era caro y la gente una mierda. Solo sabía ganarse la vida investigando y estaba cansado de ello. Intentó abrirse camino de alguna otra manera, pero en Miami Beach o vendía el culo o vendía merca. No le quedó más que seguir con los casos. El último en el que trabajó fue para un traqueto, Jairo Córdova, y logró reunir dinero suficiente para asegurarse un mes de vivienda y largarse de South Beach.

 

—Aló.

—Me cagaron —dijo el Comanche, sentado en su balcón con una Revólver y una taza de café.

—Habla claro, chico. Qué tú quieres.

—No voy a poder darte el Child Support este mes.

—Qué pinga tú tienes ahora.

—Me he quedado sin trabajo.

—Seguro te singaste a la mujer del dueño o llegaste borracho.

—No. Y no voy a discutir esas estupideces contigo.

—Yo menos, singao. Tengo que comprarle ropita a Valentina, coño, ya te dije, no tiene qué ponerse, y tú vienes a decirme esto.

—Qué quieres que haga.

—Comemierda. Vende el culo que te voy a joder con el Child Support.

Mariolys tiró el teléfono.

Las luces de open de Las Lilas aún estaban encendidas. ¿Quién ocuparía el lugar de Mariolys? El Comanche no había vuelto a entrar desde que ella se fue. Mariolys dejó ese trabajo por él, tantas veces se lo sacó en cara, y todo se fue para la mierda ni bien le dijo que estaba embarazada: agarró sus cosas y se largó del one bedroom, el lease estaba a nombre de ella. Felizmente su prima, Luz, estaba buscando dónde mudarse y se acomodaron las dos en el mismo cuarto. Ay, caballero, pero cuánta ilusión le hizo a Mariolys mudarse a ese apartamentico color puré de malanga en la Flagler Street. Ni bien les dieron la llave, se fue con Luz a Keymart toda la tarde. Regresó con platos, vasos, sábanas, almohadas, todo de paquete.

El Comanche fue al supermercado Presidente a comprar chuletas para prepararlas en el horno con un un adobo de soy sauce y después hizo su paradita en My Liquor Store y salió con un Bacardí rubio de ocho años y Coca Cola, listo para instalarse a estrenar la cocina. Muchacha, pero si era verdad que tu marido es tremendo chef, era la primera vez que Luz comía lo que cocinaba el Comanche. No pensó que fuera para tanto. Prepararon un par de rondas de fiestas y Luz se fue porque debía manejar y no podía seguir bebiendo.

Ellos se tomaron una fiesta más y se acostaron, con las ropas puestas, sobre las sábanas nuevas. Conversaron con la mirada puesta en el ventilador del techo, Mariolys empezaría a buscar trabajo cerca de la zona al día siguiente, no perdería tiempo. Ir a la florería en bus a diario sería imposible, él tenía lo de la agencia Romero y con eso podían aguantar hasta que ella se nivelara. Después, por unos instantes, solo se escuchó el ruido de las viejas hélices del ventilador del techo, y cuando el Comanche se volteó hacia Mariolys, ella tenía los ojos cerrados.

 

 

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