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Trump le da la espalda al mundo

En menos de seis meses en la Casa Blanca, Donald Trump se las ha arreglado para darle la espalda al mundo.

Ha empezado a cambiar el orden mundial que con tanto esfuerzo se ha trazado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, un cambio que solo un presidente sui generis como él sería capaz de lograr. Solo un presidente como él, con una visible falta de preparación para el cargo, un aparente desconocimiento de la geopolítica, y un evidente desprecio hacia aliados y tratados, es capaz de arrastrar a los Estados Unidos hacia el abismo de la soledad.

En la reunión de los líderes de la OTAN en Bruselas a fines de mayo, enajenó a los dirigentes europeos y puso en duda la disposición de Washington de cumplir con los compromisos de defensa de la Alianza Atlántica, cuyo lema hasta que Trump asumió la presidencia podía ser el de los tres mosqueteros: “todos para uno y uno para todos”.

Ahora, con los exabruptos del presidente norteamericano, la confianza mutua se ha resquebrajado, hasta el punto de que en la reciente reunión del G7 en Italia, Angela Merkel, la canciller de Alemania, dijo que la Unión Europea ya no podía confiar en los Estados Unidos. Y tampoco en el Reino Unido, agregó, recién sacudido por una ola populista electoral no muy distinta a la norteamericana, que concluyó con el Brexit, la separación de Europa. “Los europeos tenemos que tomar nuestro destino en nuestras manos”, señaló Merkel.

Trump trata a Europa con la misma actitud de perdonavidas que mostró en Bruselas, cuando –como un niño abusador con sus compañeros– empujó bruscamente al primer ministro de Montenegro, Dusko Markovic, para situarse en la primera fila de la foto de los mandatarios. Su lema de la campaña electoral podría cambiarse por este: “Hagamos a América arrogante de nuevo”. Con profunda decepción, los europeos han captado el mensaje.

Poco después, no contento con haber socavado la estabilidad de la alianza con Europa, Trump anunció el 1 de junio una movida que sus más fieles seguidores esperaban con la boca hecha agua: la salida de los Estados Unidos del Acuerdo de París. Al retirarse del pacto mundial para combatir el cambio climático, Trump reivindica la ignorancia y el celo ideológico de los fieles partidarios que lo llevaron al poder.

El Acuerdo de París, adoptado por 195 países el 12 de diciembre de 2015, tiene el propósito de reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero para frenar el ascenso de la temperatura planetaria. Pero Trump sostiene que cumplir con el acuerdo va en contra de la creación de empleos y de los intereses económicos de los Estados Unidos, argumento con el que ha convencido a sus encandilados seguidores.

Más de 120 millones de norteamericanos viven en las costas, y por lo tanto están en riesgo de sufrir los efectos de la subida del nivel del mar causada por el calentamiento global. Las personas que viven junto al océano saben que ese fenómeno no es un “invento de los chinos” para reducir la capacidad de competencia de las empresas norteamericanas, como dijo una vez Trump, sino una amenaza creíble que puede cambiar la fisonomía del planeta dentro de pocas décadas, provocando inundaciones, la desaparición de islas y extensas zonas costeras, migraciones masivas y otras catástrofes.

Pero Trump y sus partidarios más empedernidos no creen –como han concluido los científicos– que el cambio climático se debe a la actividad humana. Para seguir conservando el favor de los trabajadores desempleados del Rust Belt que votaron por él, Trump se esfuerza por renovar la obsoleta industria del carbón, una actividad más propia del siglo XIX que del XXI. La producción de energía limpia genera muchos más empleos que la del carbón, pero nuestro contaminador en jefe no parece tener en cuenta los peligrosos inconvenientes de una nube de smog cubriendo a las ciudades norteamericanas.

Tras el anuncio de la retirada del Acuerdo de París, Trump dijo que lo habían elegido para representar “a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París”, un alarde que ratifica su ignorancia, como si el pacto climático fuera un convenio para beneficio exclusivo de los parisienses. Pero el alcalde de Pittsburgh, el demócrata Bill Peduto, respondió afirmando que seguiría las directrices del Acuerdo de París.

Trump no hizo la comparación más feliz: Pittsburgh, que fue un centro de la producción de acero y una ciudad muy contaminada, es hoy una urbe ecológica, comprometida con la reducción de los gases de efecto invernadero. El 70 por ciento de sus habitantes está a favor de las medidas contra la polución, y el 80 por ciento de su electorado votó por Hillary Clinton.

Pero a Trump no lo detiene la confrontación con la realidad. Acorralado por los hechos, mantiene su terco desafío contra el mundo desde la Casa Blanca, desde una de sus famosas torres –¿de marfil?– o desde su mansión floridana de Mar-a-Lago, un opulento enclave en Palm Beach que irónicamente podría quedar bajo las aguas en menos de un siglo, a causa del cambio climático que Trump se empeña en ignorar.

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