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Piglia: tan cerca y tan lejos

Mucho se ha escrito sobre Ricardo Piglia. Y todo esto por razones más que merecidas: fue uno de los escritores argentinos más versátiles de los últimos tiempos: cuentista, ensayista, novelista, crítico, profesor…Ahora bien, desde su muerte no han faltado los textos que cuentan anécdotas de sus discípulos, amigos, enemigos, conocidos, o quien sea que compartió mucho o poco con el gran literato argentino.

A continuación voy a contar un poco de lo mismo, pero dándole un cierto giro a la tuerca: pues no conocí a Ricardo Piglia; digo, no personalmente; y justamente este texto reflexiona sobre por qué a veces dejamos pasar la oportunidad de conocer a nuestros referentes: a nuestros ídolos; a seres que admiramos.

¿Es él?, me pregunté. Era una pregunta retórica. Sabía que aquel señor de no más de 1, 70 centímetros y de cabellos grisáceos y alborotados era Ricardo Piglia. Estaba a menos de cuatro metros de mí. Era el domingo 1 de febrero de 2014. El escenario: el jardín central del Hotel Santa Clara, en Cartagena de Indias. Sabía quién era, pero más que por sus obras (sólo había leído una de sus novelas) lo identificaba por su fama de autor consagrado. Era uno de los grandes personajes invitados al Hay Festival de aquel año y aunque lo acechaban unos y otros, en ese instante, en ese justo instante que yo lo divisé, aquel hombre de camisa de lino azul, estaba sólo. Estaba como en un interludio de su función. Pensé en acercarme y saludarlo. Decirle que tanto el libro (Plata quemada) como la película homónima me habían gustado, que pronto quería leer sus otras novelas, principalmente Respiración artificial, y que luego quería irme con sus ensayos, de los cuales había leído trechos, y hallaba en ellos una prosa fresca, admirable, espontánea y certera en el mundo de aquel género literario complejo. Lo pensé unos segundos. En esos momentos yo merodeaba el jardín del hotel y nada ni nadie me hubiese impedido lograr mi objetivo. Fue suficiente tiempo el que tuve, incluso vi a Piglia abanicarse con un mano (era uno de sus días bien soleados en la histórica Cartagena del Caribe), creo que la izquierda, para echarse aire; intentando refrescarse. Con la otra mano sostenía por lo menos tres o cuatro libros. Al ver esa imagen estuve de acuerdo con su fascinación por el lector en gran parte de sus escritos, una fascinación que dejaba atrás al escritor como un protagonista literario. Al verlo con esos libros estuve de acuerdo con el escritor Juan Gabriel Vásquez, quien aquella tarde en el conversatorio titulado “Los libros de mi vida. Ensayo de una autobiografía futura” presentó al flamante ganador del Premio Rómulo Gallegos (2011), con su novela Blanco Nocturno.” como “…uno de esos escritores para los cuales la lectura es una manera de entender el mundo”. Ahí vi a un Piglia más lector que escritor. Y eso me pareció más interesante para acercármele; decirle, que me parecía admirable que al fin un escritor dejara las ínfulas de contarse a sí mismo y las aventuras de su gremio para centrarse en el lado opuesto pero no menos importante: el lector. Pero me quedé pensando estas palabras más de la cuenta cuando de repente él fue nuevamente abordado: dos periodistas con grabadora en mano y atrás un fotógrafo. Había perdido mi oportunidad. Bueno, después será me dije. A la noche, tal vez camina las calles de la ciudad histórica y aprovecho para saludarlo. O tal vez mañana. Y así me fui tranquilo, creyendo que iba a tener otra oportunidad.

Pero no, ninguno de los siguientes días volví a verlo. Tampoco lo busqué. Creí que en el momento menos pensado me lo iba a encontrar. No, no fue así; el evento acabó. No conocí personalmente a Piglia. Y para colmo, tuve que oír a tres o cuatro colegas que contaron cómo fueron sus encuentros con el ingenioso argentino. Uno le hizo una entrevista. Otro le habló de aquel proyecto de novela que se construiría sólo de citas. Los otros dos le preguntaron pequeñeces que se le preguntan a todo escritor: sus influencias, sus libros marcantes ( ya de esto había hablado el autor en su conversatorio), y seguramente Ricardo, con buena onda, les respondió cordialmente a sus inquietudes. Desde aquella vez que dejé pasar esa oportunidad de conocer personalmente, así fuera por unos segundos, a Ricardo Piglia, he ido conociendo anécdotas de cómo algunos escritores dejaron pasar la oportunidad, y digo dejar pasar, y no que no pudieron, porque teniendo la chance, prefirieron no conocer personalmente a seres que admiraban, que eran referentes de sabiduría, intelectualidad y conocimiento en su campo, como yo, que admirando a Piglia, deje pasar la oportunidad.  A continuación, la historia de dos escritores que no conocieron a sus maestros. El primero, según el articulista Luis Fernando Afanador, fue Carlos Fuentes, quien se negó a conocer a Borges. “Nunca quise conocer a Borges. Tuve muchas oportunidades pero siempre me negué, no quería que dejara de ser para mí un clásico”. Y luego de haber visto tantos libros y testimonios inútiles de gente que lo conoció o lo vio por un momento, empecé a ver las ventajas de no haberlo conocido y de no haber caído en la tentación de escribir un ‘Borges y yo’”. El otro es García Márquez, quien narra en su artículo “Mi Hemingway personal” su experiencia fugaz con a quien el mismo reconoce como uno de sus dos maestros mayores. El otro era Faulkner. En ese texto el creador de Macondo, con su prosa anecdótica, cuenta cómo fue un saludo apurado que le lanzó desde la acera opuesta al escritor de El viejo y el mar. Por entonces García Márquez era un joven escritor y vivía en París. Ver a aquel hombre le produjo nervios y excitación, y por diferentes razones como el idioma y su propia timidez no pudo ni siquiera entablar un diálogo con el afamado escritor.

Estas dos anécdotas de dos grandes escritores latinoamericanos que tuvieron la oportunidad de hablar con otros escritores a los que ellos admiraban, y que por alguna razón no lo hicieron, o fue sólo un momento fugaz,  nos permite reflexionar  de cómo a veces los ídolos, los maestros pueden estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Podemos tenerlos a metros, podemos saludarlos, compartir con ellos hasta una charla, pero, ¿valdrá la pena? ¿No se perderá tal vez la magia, el encanto, el hechizo de lo que más admiramos en ellos (su obra) cuando nos enfrentemos con su creador? Puede que no sea sólo esto. A veces es la distancia de las circunstancias. A veces simplemente no era para ser aquella vez. Las razones pueden ser infinitas, pero al menos nos queda la esperanza de encontrarlos en sus textos: estoy leyendo ahora Respiración Artificial.

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