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Palabras de Leopoldo

Leopoldo Brizuela murió muy joven. Sin embargo, con el fuego de esa vida breve escribió obras que excedieron las fronteras de Argentina y llegaron a agradecidos lectores. Alberto Manguel dijo que era el mejor de su generación. Esas palabras son justas.

En busca de ordenar mi deseo de aprendiz de brujo, en mi adolescencia porteña compré un libro que orientaba sobre técnicas y analizaba pasajes de novelas clásicas. Al autor no lo conocía, pero también era joven. Se llamaba Leopoldo Brizuela. Luego de tantos años y vida aquí y allá, recuerdo muy bien los consejos de ese libro, ya que me han servido para los míos.

Tuve la suerte de entrevistar a Leopoldo Brizuela en dos oportunidades. Aquí reproduzco una de ellas, cuando el autor visitó la ciudad de Miami:

Entre el Premio Alfaguara 2012 por Una misma noche y el Clarín, del 1999, por Inglaterra, una fábula, hay una historia. O mejor dicho una sucesión de obras como El placer de la cautiva y Los que llegamos más lejos, que  escritas con una generosidad hacia el argumento y evitando los experimentos lingüísticos, restablecían ciertos lazos con la tradición argentina.

A su manera, Leopoldo Brizuela es un escritor clásico. En la búsqueda por fortalecer esos lazos, quizá, es que viajó a Francia con su primera novela, Tejiendo agua, y habló con el escritor Héctor Bianciotti para que la publicara en Gallimard. Eso finalmente no ocurrió, pero el autor la recomendó a la editorial Tusquets. «Nació novelista. Al leerlo, por momentos recordaba las mejores páginas de Onetti. Pero es mejor. La frase, más dominada», escribió Bianciotti sobre su debut literario.

Una misma noche toma como punto de partida un incidente del 2010, cuando una madrugada el escritor Leonardo Bazán es testigo del asalto a una casa vecina. Por las características del robo es indudable que la policía ha colaborado con los delincuentes. Lo peculiar, y no menos tenebroso del hecho, golpea la memoria del protagonista, que regresa otra vez a una noche de 1976 en plena dictadura militar argentina, en que junto a su familia fue testigo también involuntario de un incidente similar y en esa misma casa.

La escritora Rosa Montero, presidenta del Jurado de la XV edición del Premio Alfaguara, definió así la novela: “Hay que destacar el estilo admirablemente contenido del autor, quien con economía expresiva consigue crear un texto perturbador e hipnótico”. Precedido de una extensa y seguramente agotadora gira de promoción, Leopoldo Brizuela llega a la Miami Book Fair para presentar Una misma noche.

A diferencia de otras novelas, en está abordas el thriller. ¿Qué posibilidades te dio este género? 

– Antes que nada, debo confesar que no soy lector asiduo de novelas policiales, ni de misterio. Tan pronto como Rosa Montero, al anunciar el premio, calificó al libro de thriller, me dio una enorme satisfacción, porque tomé la palabra en sentido literal, y me gustó la idea de «estremecer» al lector, de «hacerlo temblar», de darle «escalofríos»… porque eso es lo que me había pasado a mí al escribir sobre la realidad que, alguna vez, me había dado tanto miedo. En cuanto a las herramientas típicas del relato policial, que se orientan todas a la creación del suspenso, me ayudaron a multiplicar esa sensación. Pero lo que me hace pensar tu pregunta es que el andamiaje de novela de policial de enigma me permitió incluir, como cavilaciones del narrador, párrafos verdaderamente ensayísticos, que en otro género no me habría permitido. En este sentido, la personalidad del narrador «detective» -un escritor obsesionado por un enigma irresuelto de su propia memoria- me permitió abordar otro estilo, el del cuaderno de notas. La novela está escrita como mis cuadernos de notas para una novela, lo que, creo, implicó una gran novedad.

Hablando de la estructura de la novela, en ella se cuenta varias veces un mismo hecho.

–Desde mucho tiempo atrás, desde antes incluso de concebir una novela ambientada en la dictadura argentina, yo tenía el propósito de escribir un relato en que se mostrara cómo nuestros recuerdos van cambiando con el correr del tiempo. Cómo basta un solo dato para que nos contemos un mismo recuerdo, de manera distinta, en un relato con diferente sentido. Esta naturaleza cambiante de la memoria me interesa mucho, porque aporta esperanza: si nos centramos en ella, el pasado deja de tener el peso de un destino irrevocable; podemos recrear el recuerdo, y esa recreación modifica nuestro presente. Muy bien. Cuando empecé a pensar en Una misma noche, comprendí que había llegado la oportunidad: el protagonista recordaría muchas veces una escena de su propio pasado que lo obsesiona tanto como a los personajes de la tragedia: «descíframe o te devoro», y cada vez de forma más completa, a medida que ciertos acontecimientos públicos (básicamente: los juicios que se están llevando a cabo en la Argentina contra los militares genocidas) le aportaran datos sobre ese hecho. En términos técnicos, claro, fue el gran desafío de escritura: lograr que el lector se interesara por cada repetición. Que no sintiera que iba a leer lo mismo, sino que empezara a leer cada tramo con interés renovado, preguntándose qué revelación iba a aportar cada nueva repetición.

La literatura argentina ha vuelto muchas veces sobre la dictadura. Lo interesante es que, a partir de unos años a esta parte, hay una generación de autores que eran muy jovencitos, casi niños cuando esto ocurría. ¿Crees que son heridas que aún están latentes?

–No en todos los casos. Es mucho más simple. Nuestra adolescencia y primera juventud transcurrió en dictadura.  Cada vez que recordemos esa etapa de nuestra vida, la dictadura aparecerá como telón de fondo. Pretender que en algún momento se deje de hablar de aquella época es desear que nuestra memoria deje de revisitar, como es muy natural, la época en que nos formamos. Hay que preguntarse más bien por qué aflora tanto, en tantas personas, ese deseo.

En la novela, también, está descripto la relación de padre e hijo. ¿Qué hay de eso de autobiográfico?

–Uno elige a toda conciencia envolver en ropajes de ficción una realidad vivida. Comprenderá que sería muy raro que yo me pusiera a develar puntualmente qué es lo real y que no en la novela. Pero más allá de los datos concretos, esa relación entre un padre y un hijo de ficción refleja mi manera de sentir la masculinidad, la formación de un varón. Contra lo que puede pensar un lector distraído, lo que hace el padre en la novela es mucho menos importante que lo que el hijo deduce de la contemplación de las acciones del padre. Lo que comprende, digamos, de la sociedad patriarcal.

Otro de los protagonistas de la novela es la noche.

–La noche es el momento que eligen muchos de los personajes -los represores, los militantes revolucionarios- para llevar a cabo sus acciones. La noche es el momento en que el resto de los ciudadanos está más expuesto a la violencia. Pero más allá de la justificación argumental -los episodios más cruciales de la novela transcurren en la noche y de madrugada- la noche tiene una importancia, digamos, simbólica que va creciendo y multiplicándose a lo largo de toda la novela. La noche es aquello que no podemos entender, lo que de pronto el personaje descubre que vive soterrado bajo la claridad del día y de la razón. La noche es el momento en que, libre de las presiones de los demás, el protagonista puede enfrentarse con su secreto, ahondarlo escribiendo. Pero también la oscuridad de la noche es el símbolo de todo aquello que queda sin decir en la novela -la oscuridad que representa el último capítulo, consistente en una hoja en negro. Lo que, por siniestro que pueda parecer en un primer momento, constituye el material de lo que escribiré alguna vez, y estoy tratando de iluminar en entrevistas como ésta.

El narrador tiene casi tu misma edad, entre otros rasgos…

Me entusiasma que usted señale que el personaje es de mi generación, porque es el único factor que no hubiera podido alterar. El personaje fue, como yo, un niño que empezó su escuela secundaria el mismo día del golpe, el 24 de marzo de 1976, y que cuando la dictadura terminó, en octubre del 83, tenía veinte años. Eso implica toda una formación. Cada una de las reacciones de Bazán ante la violencia -su perplejidad y su incapacidad de reaccionar al principio, su resistencia a comunicar lo que le pasa- es típica de mi generación, creo. Para terminar, necesito explicitar que si creé la ilusión de una identidad entre Bazán y yo, no es simplemente por cuestiones de verosimilitud, sino porque quería que el lector se hiciera este cuestionamiento: «Si Bazán es Brizuela y Brizuela no es alguien muy distinto de mí, quiere decir que eso que le sucedió bien puede sucederme. Y si me hubiera sucedido, ¿cómo habría actuado yo, en su lugar». Porque creo que la mayoría de la gente necesita pensar, por muchas razones que no hay tiempo de analizar aquí, que llegado el momento actuaría de acuerdo con sus más altos principios y sus ideales. Y la novela quiere enfrentarlo con la extrema labilidad de lo humano. Y con la alta necesidad de la compasión.

 

 

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