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Miami y el mar que nos robaron

A mediados de los años 80, Miami Beach era una decadente ciudad playera, donde la conmoción causada por la llegada de 135.000 cubanos a los Estados Unidos en el éxodo del Mariel, en 1980, ya se había aplacado en gran medida tras la asimilación de ese grupo inmigrante.

El costo de la vivienda era bajísimo en comparación con el de dos décadas después. En esa época, uno podía alquilar un apartamento cómodo en la avenida Collins, con balcón y una vista magnífica, por poco más de 400 dólares al mes.

Lincoln Road, hoy un concurrido imán del turismo y un centro de moda internacional, era en aquella década una calle de escaso movimiento, con algunas tiendas que bien o mal sobrevivían. No era una concurrida vía peatonal como hoy. En la esquina de la avenida Washington había una tienda Woolworth, ya desaparecida, muy cerca de un albergue para desamparados. En el extremo sur, junto a Alton Road, se alzaba un árbol enorme y frondoso, derribado por el huracán Andrew en 1992. La visión de ese árbol en el suelo, con las raíces al aire, se podía haber interpretado como un símbolo, un presagio del cambio que se acercaba con la fuerza y la rapidez de un ciclón. La transformación del litoral golpeado por la marejada de Andrew, que empujó la arena hacia arriba, contra el boardwalk, hasta el punto de elevarse en algunos tramos casi hasta el nivel del paseo tablado, también se podía haber visto como el augurio de un cambio dramático.

Al otro lado de la bahía de Biscayne, el downtown de Miami era un paraje urbano decadente donde al pie de los empinados edificios levantados en los años 70 –sede de oficinas u hogar de gente acomodada– pululaban los mendigos sin techo. Las tiendas del downtown, visitadas principalmente por turistas de Brasil y otros países latinoamericanos, cerraban a las seis de la tarde, en cuanto se ponía el sol. Nadie acudía a la zona cuando caía la noche, y el lugar se convertía en un coto de asaltantes y desamparados.

El único gran centro de atracción nocturna en la zona era el Bayside Marketplace, abierto en 1987 junto a la bahía, un complejo de tiendas, restaurantes y muelles para yates desde donde salían paseos marítimos. Pero fuera del Bayside, el peligro acechaba en las calles oscuras y solitarias.

Un poco más al norte, se levantaba el llamativo edificio del diario en inglés Miami Herald y su hermano en español, el Nuevo Herald. El edificio, construido a principios de la década de 1960, fue totalmente derribado en marzo de 2015, después que la empresa malaya Genting compró la propiedad para erigir un gigantesco complejo de hotel, condominios y tiendas, con un casino y una piscina enorme que se extendería desde Biscayne Boulevard hasta la orilla de la bahía. Pero la Legislatura de la Florida no dio el permiso para el casino, y hasta el momento de escribir estas líneas el lugar donde se alzaba la emblemática sede del influyente periódico es un solar yermo.

Unos pasos al norte del edificio del Herald se encontraba el centro comercial del Omni, un mall que tuvo su momento de gloria a principios de los ochenta, cuando Miami era un nido de narcotraficantes y las esposas de los cabecillas del próspero negocio ilegal frecuentaban las tiendas del Omni y solían gastar varios miles de dólares en una sola visita.

Era la época en que poderosas bandas de narcotraficantes dispararon el índice de crímenes hasta el primer lugar en los Estados Unidos. Fue una era que tuvo su reflejo en el cine con la película Scarface, de Brian De Palma, protagonizada por Al Pacino en el papel de Tony Montana, un inmigrante cubano que se convierte en un rey del narcotráfico. Pero después, la guerra contra los narcos lanzada por el gobierno federal expulsó a los capos a otros parajes. Las drogas no desaparecieron en Miami, por supuesto, pero el comercio ilícito adquirió características menos violentas. Los vendedores ya no eran los traficantes ostentosos y turbulentos al estilo de Tony Montana, sino negociantes mucho menos indiscretos que se establecían en casas de los suburbios, confundiéndose con los vecinos y en general sin llamar demasiado la atención.

El Omni y los demás centros de tiendas y entretenimiento del downtown formaban un emporio de esplendor rodeado por la miseria del barrio poblado por afroamericanos, siempre marginados en Miami, apenas salidos de las luchas por los derechos civiles. Aún hoy, el legado de esas luchas no ha logrado desterrar el feo espectro del racismo.

En La Playa los días se arrastraban en un ambiente de apacible decadencia, y junto al litoral de Miami la pobreza y la exclusión social se extendían al pie de los edificios opulentos donde habitaban los afortunados.

Pero la costa pertenecía a los miamenses, incluso a los de bajos ingresos. La gente iba al Bayfront Park –conocido por los primeros inmigrantes cubanos como el Parque de las Palomas– a contemplar la bahía. Cruzando el viaducto MacArthur y pasando junto al puerto de los cruceros, en Ocean Drive –hoy una meca internacional del glamour, la riqueza y la vanidad– se veían las cabecitas blancas de los ancianos jubilados, sentados en los portales de los hoteles venidos a menos donde vivían sus últimos años en la tranquilidad de la avenida junto a la playa. Más al norte, alrededor del hotel Seville –construido en 1955, famoso en su época de auge y visitado por presidentes– viejos retirados salían a dar un paseo al atardecer, vestidos con chaquetas de colores pastel. Los matrimonios jóvenes llevaban a sus bebés en cochecitos por el boardwalk, disfrutando la brisa marina.

En South Beach, por la noche prostitutas y prostitutos recorrían la avenida Collins, a la caza de clientes, y los pushers que vendían drogas al por menor se apostaban en las esquinas y lanzaban silbidos a los autos que pasaban, indicando que tenían mercancía disponible.

En esa década, la serie televisiva Miami Vice dirigió la atención nacional –y de buena parte del mundo– hacia el extremo meridional de los Estados Unidos. En la serie, como en la vida real, la magia del mar y los colores del trópico se mezclaban con la incertidumbre de la aventura y el incesante afán de lucro. Era una combinación de poderoso atractivo, y uno debería haber intuido que era imposible que la grata languidez de la vida junto a la costa transcurriera así, para siempre, sin que los inversionistas advirtieran que bajo el ambiente relajado de la playa se ocultaba un tesoro de lucrativas posibilidades.

Pero entretanto, uno podía seguir la serie Miami Vice en las calles reales, estacionar sin las dificultades de hoy junto al Clevelander para tomarse una cerveza en la barra, bajo la brisa de la noche, o subir por la avenida Collins, hacia el norte, hasta ver en la curva junto al hotel Fontainebleau, en un muro, una enorme y llamativa pintura de la playa. El mural salió varias veces en la serie televisiva, pero ya no existe, derribado bajo el embate de la construcción de proyectos nuevos y caros.

Es cierto que Miami Vice puso de nuevo al Sur de la Florida en el mapa de los turistas y los empresarios. Como dijo Pedro Medina León en un artículo de la revista Suburbano, también publicado en el Nuevo Herald, la serie “marcó un antes y un después en la historia de Miami”. Pero también la ubicación geográfica de Miami conspiraba contra la amable decadencia de los años 80. Miami es llamada la “capital de América Latina” y la denominación no es baldía. La ciudad es un puente entre dos mundos: el Norte desarrollado y el Sur siempre a la espera de un futuro mejor, aunque ese futuro conlleve el abandono del país natal. Las numerosas inmigraciones de Cuba, de Nicaragua, de Venezuela, de otros países latinoamericanos, han obligado a Miami, sobre todo a lo largo de su historia reciente, a renovarse para asimilar a los nuevos habitantes. El cambio es una constante en el devenir de la ciudad.

El huracán Andrew  –que devastó la parte meridional del condado como si la zona hubiera sufrido un bombardeo–, el continuo flujo de inmigrantes y la llegada de empresarios ambiciosos y de grandes corporaciones –un arribo facilitado por generosas exenciones tributarias– fueron un aviso de que llegaba el fin de una época y el principio de una renovación radical.

Las primeras víctimas del cambio fueron los jubilados que habían venido de Nueva York, de las ciudades industriales del Norte, para pasar su retiro lejos de los crudos inviernos, en el apacible clima del Sur de la Florida. De la noche a la mañana, los módicos alquileres que pagaban en sus apartamentos cerca del mar subieron a niveles que les resultaban incosteables. Muchos regresaron al norte, a vivir con los hijos; otros se trasladaron a viviendas muy humildes, incluso a pensiones de mala muerte donde se hospedaban prostitutas. Ese éxodo de los jubilados apenas encontró eco en la prensa local. En la nueva dinámica juvenil y ostentosa que transformaba la Playa, los retirados no contaban.

El renacimiento de Miami alcanzó su apogeo con el boom de la construcción de rascacielos a principios del milenio. Condominios de precios tan altos como los edificios surgían en la punta sur de la Playa, en South Beach, y también en tierra firme, a lo largo del corredor de la avenida Brickell y el downtown de Miami y sus alrededores.

La publicidad vendía la renovación a los miamenses con frases como “los maestros, las enfermeras y los policías ya no quieren vivir lejos de sus trabajos en el centro de la ciudad”. Pero en realidad todo el mundo sabía que los empleados, los trabajadores de Miami asentados en las urbanizaciones del oeste, lejos de la costa, no podían costear los precios de los nuevos condominios cerca del mar. La publicidad era una falacia. Los agentes inmobiliarios hacían viajes a Colombia y otros países latinoamericanos en busca de compradores a quienes vender el nuevo auge de Miami. Y tuvieron éxito, hasta el punto de que se creó una burbuja especulativa en la que condominios aún sin construir se compraban y se vendían rápidamente, siempre con un margen de ganancia considerable.

Pero ese agitado ejercicio de compraventa, en el cual se hicieron varias fortunas, no podía ser eterno. La recesión que ocurrió durante el gobierno de George W. Bush y que alcanzó su momento más grave en el año 2008 tuvo un efecto devastador en Miami. El mercado de los bienes raíces colapsó. La construcción de algunos edificios se detuvo en seco. Muchos compradores perdieron sus inversiones. Durante varios años, torres de condominios junto al litoral permanecieron casi vacías, con escasos residentes que vivían como en fortalezas sitiadas, protegidos por el servicio de seguridad las 24 horas de las pandillas provenientes de los barrios marginales.

Después de la gran recesión de 2008, la recuperación fue lenta pero con el paso de los años ganó impulso. Ya en 2014, en el paisaje junto a la costa se destacaban las enormes grúas de los edificios en construcción. Pero una vez más, lo que se construía era para el mercado de lujo, no para “los maestros, las enfermeras y los policías” de Miami, que siguen viviendo en las uniformes urbanizaciones del oeste, con escasas posibilidades de trasladarse a los nuevos y atrayentes parajes urbanos en el litoral.

Según la publicación Ámbito Financiero, el mercado inmobiliario de Miami disfruta hoy de un “crecimiento imparable”. Pero ese crecimiento se atribuye “a los bolsillos de los latinoamericanos, sobre todo argentinos, brasileños, colombianos y venezolanos”, no a la gente local deseosa de vivir más cerca del océano, de la playa.

El surgimiento de gobiernos de izquierda en Venezuela, Brasil y Argentina lanzó hacia Miami una oleada de individuos con carteras abultadas, dispuestos a pagar los precios de los nuevos condominios de lujo para poner su dinero a salvo de los vaivenes políticos en sus países de origen. La llegada de estos capitales –junto con el arribo de oligarcas rusos que se han instalado en el distrito de alto nivel de Bal Harbour– ha permitido la renovación de Miami en los últimos años y la exhibición de un esplendor que le ha dado fama mundial.

Pero ese esplendor no alcanza a todos por igual. La vertiginosa conversión de Miami en una de las ciudades más caras de los Estados Unidos margina a muchos trabajadores, cuyos salarios no crecen mientras el precio de la vivienda se dispara. La deficiente protección laboral permite a las empresas contratar empleados en condiciones desventajosas para los trabajadores y muchas veces abusivas. La desigualdad social –denunciada como un peligro grave por líderes políticos y religiosos como el presidente Barack Obama y el papa Francisco– va en aumento, y Miami es uno de los ejemplos más notorios de la inequidad. En su artículo Miami en venta, publicado en Progreso Semanal el 16 de octubre de 2014, Max J. Castro señala que en los Estados Unidos se ha hecho “la transición del sueño de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson a la pesadillesca Gran Desigualdad de George Bush y Paul Ryan” y esa “Gran Desigualdad se siente con especial agudeza en Miami”.

Aparte de la marcada división social, este esplendor del que se benefician mayormente los ricos no deja de tener su lado oscuro. En enero de 2016, el gobierno federal anunció que realizaría una campaña contra el lavado de dinero, investigando la compra en efectivo de propiedades de lujo en Miami y en Nueva York. Jennifer Shasky Calvery, directora de FinCen, una división del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, citada en una información de la agencia EFE del 14 de enero de 2016, dijo que intentaban examinar “el riesgo de que funcionarios extranjeros corruptos o criminales trasnacionales puedan estar usando bienes raíces de alto nivel para invertir en secreto millones en dinero sucio”. Los federales saltaron de sus asientos cuando se enteraron de que en noviembre de 2015, el 55 por ciento de las viviendas usadas en Miami se pagaron en efectivo. En Manhattan, la cifra fue del 45 por ciento. El porcentaje de viviendas costosas compradas con dinero contante y sonante –no a crédito, no a plazos, sino al momento y en metálico– es demasiado alto y por fuerza debía despertar las sospechas de cualquier observador.

En este lado oscuro de la opulencia de Miami se destaca un episodio reciente: a principios de la década, el penthouse más alto de South Beach era propiedad del narcotraficante español Álvaro López Tardón. Este individuo, cabecilla de una banda dedicada al narcotráfico y al lavado de dinero que operaba en España y en los Estados Unidos, disfrutó durante años el fruto de sus crímenes, según informa la Dirección Federal de Investigaciones (FBI): “autos de lujo, condominios junto al mar, joyas de diseñador y costosos artículos de cuero”. El FBI cree que la empresa ilegal de López Tardón distribuyó más de 7.500 kilos de cocaína sudamericana en España y lavó en los Estados Unidos más de 14 millones de dólares en ganancias de la venta de drogas. El narcotraficante fue acusado en el verano de 2011 y actualmente cumple una condena de cárcel de 150 años. La ambición desmedida a veces tiene un precio.

El auge de la construcción de lujo junto a la bahía de Biscayne ha dejado el litoral de Miami en manos de opulentos empresarios e inversionistas extranjeros. Para ellos se ha alzado una selva de rascacielos a cuyo pie –literalmente– deambulan los mendigos, mientras la pobreza de los residentes afroamericanos y latinos de las cercanías es más visible por el contraste con la riqueza. Para los adinerados se construyeron también estadios, teatros enormes, emporios de tiendas y restaurantes de alto nivel. Se creó una franja de lujo a la orilla de la bahía, cerrando a la gente común el acceso a la costa. Las grandes fiestas, los espectáculos teatrales más llamativos, los encuentros entre los titanes del deporte vistos por los acaudalados desde los cómodos boxes de los estadios, no son para la mayoría.

Cruzando la bahía, junto a los tradicionales edificios art deco de South Beach –afortunadamente protegidos de la voracidad de los urbanizadores por una ordenanza de 1979– se han levantado hoteles caros y torres de condominios valorados en millones de dólares. Los compradores son casi siempre extranjeros ricos, dispuestos a pagar sumas astronómicas para disfrutar su parcela bajo el sol y el clima envidiable de Miami, y desplazando de paso a la clase trabajadora a otros horizontes en el oeste, más cerca de los pantanos de los Everglades que de la playa.

Hay más propiedades costosas, más hoteles de lujo, más esplendor y más opulencia en el nuevo Miami del siglo XXI. Pero a la gente común le resulta cada vez más difícil acercarse a la costa, llegar a la playa, bloqueada por las construcciones para los forasteros adinerados, a fin de cuentas el segmento que le interesa a los mercados locales de los bienes raíces y de los servicios de alto nivel. Los ricos se han adueñado de Miami, y a los residentes menos afortunados nos han quitado el mar.

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