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Más allá de la Tierra

Ulises Gonzales

A Herberth siempre le ha gustado leer ciencia ficción. Por eso no lo sorprendió que una noche los extraterrestres le tocaran la ventana del cuarto y le dijeran que salga. Hasta tenía la maleta preparada–ropa de verano e invierno–para el viaje. La nave espacial estaba estacionada debajo del manzano que plantó su padre, lanzando luces de colores–igual que en las películas.

Tomó asiento al costado del piloto. Las manos colocadas sobre el pantalón, esperó el despegue mirando la casa del vecino, las paredes renegridas que veía en las mañanas desde la ventana de su dormitorio,  el pedazo de plástico que colgaba sobre el techo como si no tuviera dinero para repararlo. Era un vecindario horrible, no lo iba a extrañar. El motor hizo unos sonidos desafinados, las luces espantaron a los grillos y BUM la nave espacial saltó al hiperespacio. Herberth ya era un viajero estelar.

En el nuevo planeta le dieron trabajo y comida. Vivió en una comunidad de extraterrestres hippies y con ellos probó por primera vez la marihuana. Conoció a Odalid, la mujer más alta y más esbelta del grupo y con ella aprendió los rituales amorosos de estos alienígenas. Odalid tenía un IQ que espantaba, su comunicación telepática no conocía interferencias y el sexo con ella era “de otro planeta”. Odalid se reía cuando pensaba en esas frases que a Herberth se le ocurrían. Herberth, muy intelectual y muy apegado a la ciencia, no podía dejar de pensar, que lo que más lo atraía de la Odalid eran sus tetas perfectas.

Se casaron y tuvieron hijos. La comunidad, por su trabajo, les obsequió una casa de tres pisos en los suburbios, una humilde morada de concreto con vista al lago y una pequeña cabaña de lectura. Herberth tenía que leer e interpretar textos humanos. Esos textos servían bien a la comunidad, permitían el trabajo de los científicos espaciales que recorrían la Tierra día a día en busca de respuestas a las grandes preguntas extraterrestres. Odalid seguía siendo fabulosa en la cama y eso le impidió a Herberth fijarse en otras mujeres. Debió de haber visto algún verano, por primera vez, a Gertrude, una pelirroja que se bañaba desnuda en la piscina de la casa vecina, y no le prestó atención. La ciencia, la lectura y el sexo, apenas si le dejaban lugar para distracciones banales, tan terrestres, como la infidelidad.

Sus hijos crecieron sanos. Los recargaban todas las mañanas con electricidad positiva y cuidaban que las baterías de su cerebro estuvieran completas. Limpiaban sus pantallas y los llevaban al colegio. Allí los profesores los llenaban de datos y cuidaban que la información circulara bien, que progresaran aritméticamente sus procesadores de textos, que nada impidiera su desarrollo normal como ciudadanos. Luego Herberth se concentraba en la lectura, libros viejos y nuevos, intercalaba a los clásicos con la política local, y los tomos de la historia de su planeta adoptivo: había una laguna en su proceso de aprendizaje, que pensaba llenar poco a poco con esos textos sagrados.

Odalid se dedicaba la mayor parte del día a pensar. Cocinaba platos sencillos para Herberth y algunas veces lo sorprendía en la intimidad de su cabaña de lectura para proponerle un descanso agitado entre las sábanas de la alcoba o en el piso de troncos de roble de su cubil lector. Era una loba, pensó Herberth, tantas veces. Y ella que entendía sus gustos, rumiaba como una bestia telepáticamente. A Herberth le fascinaba despertar con sus piernas enredadas con las de ella. Le agradaba el mundo sin vicios y sin sobresaltos de su hogar de niños sanos y costumbres inquebrantables. A veces pensaba en el futuro que lo esperaba de no haberse subido a esa nave debajo del manzano, con destino interestelar, mirando la pared y el techo del vecino, y le venían escalofríos.

Fue por esos días que todo marchaba tan bien, que Gertrude se le apareció en sueños. Lo revolcó. Le sobó todo el cuerpo con agilidad, usando para ello los dedos largos y la cabellera roja. Herberth despertó asustado, con la imagen fresca de una lengua deseando que se le acerque y la sofoque. Corrió a su cubil, se encerró allí y hojeó apurado los tomos de la historia del planeta pero estos no le dijeron nada. Esta colonia en las estrellas sólo conocía personajes calmados y sin más deseos que los del Herberth de todos los días. No había ejemplos de grandes traiciones. No se podía fracasar en este planeta cuya arquitectura había sido diseñada para el triunfo, el avance tecnológico, la conquista del espacio.

Disimuló como pudo pero fue imposible con una esposa telepática como Odalid. Al segundo día de anormalidades ella sugirió que se encargaría de recargar las baterías de los niños y de mandarlos al colegio. Le dijo que se fuera a su cabaña, que no debería tocarles las pantallas a sus hijos en ese estado. Abrió un cajoncito al lado del lavatorio y le ofreció un porro, con una caja de fósforos. “Fúmatelo” fue lo que dijo, con las pupilas en sus pupilas, tan inteligente, con las manos encima de los teclados del más pequeño.

Herberth se encerró en su cubil de lectura y encendió el troncho. Aspiró. Las volutas se esparcieron en el cuarto, el dulce aroma de sus años juveniles le aclaró la cabeza. Por encima de los anaqueles de librero vio la casa de Gertrude y la vio salir al patio, saludarlo como si siempre hubiera estado allí para él.

Y Herberth supo que era el momento de abandonar el planeta.

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