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Las despedidas

Las evito. Cada vez que puedo, les saco el cuerpo. Me dan escozor emocional. Desde un aparentemente sencillo “adiós” en el aeropuerto hasta un silencio lloroso en un funeral, siento que las despedidas se llevan y nunca devuelven, que cavan huequitos en el corazón imposibles de rellenar.

Hay quien se vuelve diestro en el arte de decir adiós. Yo prefiero ser experto en el de eludirlo.

La literatura está llena de opiniones al respecto. Muchas de ellas positivas. Estas tratan de presentar el acto de la despedida como algo necesario, ineludible, o enriquecedor. Pero, con el permiso de Paulo Coelho, el eterno optimista aún en este tema – “Si eres lo suficientemente valiente como para decir ‘adiós’, la vida te recompensará con un nuevo ‘hola’ ” – prefiero irme con los que llevan la contraria.

J.M. Barrie, el novelista y dramaturgo escocés autor de Peter Pan, dijo en alguna ocasión: “Nunca digo adiós, porque un adiós significa irse e irse significa olvidar”.

Para su colega inglés Charles Dickens, “El dolor de la separación no es nada comparado con la alegría de reunirse de nuevo”.

Y el teólogo americano Tryon Edwards describió las despedidas, y los encuentros, así: “Cada partida es una clase de muerte, del mismo modo que cada reunión es un tipo de cielo”.

Despedida, salida, partida, marcha, abandono, emigración, huida, éxodo, fuga. Todos estos términos se utilizan bajo circunstancias diferentes, pero con un mismo elemento común: la tristeza.

De niño nunca lo entendí. Para ese tiempo, mi padre viajaba mucho en avión, y siempre íbamos mi madre, mi hermano más pequeño, y yo a despedirlo al aeropuerto. Mi mamá lloraba en la sala de abordaje, y a mí, ese despliegue emocional, dentro de mi ignorancia supina, me provocaba incredulidad e incomprensión.

Años después, entendería el por qué de las lágrimas.

El cierre imperfecto

Cuando entré en uso de razón para comenzar a despedirme, me percaté de que, como cualquier cuento o novela que se espera concluya de manera satisfactoria para el lector, la despedida era un imperfecto cierre de cordialidad y afecto que se había convertido en ritual que todos, tarde o temprano, deberíamos practicar.

Ritual tan repetido parecerá intranscendente, pero en realidad nunca lo ha sido. Porque decir adiós, hasta luego, hasta pronto, buena suerte, nos vemos, cuídate mucho, hasta la próxima, etc., acarrea cierto lastre, una coletilla que sepultamos en lo recóndito de nuestras emociones.

Cuando me fui de San Juan, presentí que nunca volvería a vivir en esa ciudad, y que atrás quedaban amistades y parientes a los que vería menos y menos y con los que tendría un decreciente contacto. Así fue.

Cuando salí de Nueva York, lloré la partida porque atrás dejaba algunos de los mejores años de mi vida, con experiencias universitarias y amistades que nunca pensé ingresarían al pasado de mi vida.

Cuando concluyó mi estancia en Buenos Aires, me sofocaron la melancolía y la nostalgia como si fueran una canción triste que se escucha en el auto y que le agua a uno los ojos.

Cuando partí de Miami, no quise mirar atrás para no flaquear, para no titubear. Una que otra cena de despedida hubo, pero fugaces, inyectadas con humor para inocular las veladas del germen de lo que se deja.

Habilidoso

Puedo entender a quien se levanta de una fiesta sigilosamente y desaparece entre la noche con los buenos recuerdos de la celebración, aunque en el resto de los congregados haya un fugaz momento en el que varios se pregunten, en silencio o en voz alta, “¿Y en dónde se metió?”

Soy un experto en eso.

Puedo congraciarme con quien no quiere una fiesta de retiro, o de despedida por mudanza, o de cambio de trabajo, y prefiere pasar desapercibido y actuar como si esos cambios no se avecinaran. Como si mañana todo seguirá igual.

Me he vuelto talentoso en eso también.

Puedo identificarme con el que desea escaparse en solitario de la casa del huésped o del hotel para evitar la despedida maleta en mano, o la partida en taxi sin darse vuelta para sonreírle a un adiós de mano. Y si me toca manejar, siete años de perdición si miro por el espejo retrovisor.

No he tenido mucha suerte en esquivar esas situaciones, pero seguiré intentando.

Despedirme de quien ha fallecido o está en vías de fallecer, o de una mascota que deberá ser eufemísticamente puesta a dormir, no viene con manual de instrucciones a seguir. Sólo hay dolor.

Para mí, huirle a la despedida es mantener el monstruo a raya, por el tiempo que pueda. Es no apagar la luz. Es seguir tapando el agujero, rogando que no estalle el dique. Es querer creer, y anhelar, que puedo encontrar la forma de minimizar las pérdidas que se siguen acumulando. Es decirle no a la inmensurable incertidumbre de una palabrita tan corta, adiós. Sé, sin embargo, que tengo las de perder.

 

 

 

 

 

 

 

 

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