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Las cadenas de la inmigración


Los padres de Melania Trump, la esposa del presidente, nacida en Eslovenia, adquirieron la ciudadanía estadounidense hace unos días.

Al parecer, el trámite es el mismo que han hecho numerosas familias en la historia de la inmigración a los Estados Unidos: Melania adquirió la residencia permanente, después la ciudadanía, y reclamó a sus padres.

Es un caso humano –y habitual– de reunificación familiar. Pero la reunificación familiar es precisamente el tipo de inmigración que el presidente Trump ha criticado duramente y quiere suprimir. Trump la llama “migración en cadena” (chain migration) y ha dicho que se debe restringir la entrada de familiares de ciudadanos norteamericanos y sustituirla por la admisión de inmigrantes que puedan dar un aporte sustancial a la sociedad, como profesionales e inversionistas. A este último tipo de inmigración Trump la llama “inmigración basada en el mérito”.

La historia de la inmigración en este país es en gran medida una saga de personas que vinieron huyendo de guerras y de crisis, o en busca de las oportunidades que en su tierra no tenían, se asentaron y muchos trajeron a sus familiares. Trump quiere detener ese ciclo que forma parte de la historia nacional, complaciendo a un sector de sus seguidores que es profundamente nacionalista y racista. Trump, como sus partidarios, quiere levantar un muro en la frontera con México y negar la entrada a los inmigrantes hispanos que vienen en busca de trabajo, acusándolos falsamente de criminales.

Trump está usando la inmigración como una cortina de humo para ocultar males de la nación que sí requieren una acción urgente del gobierno: el alto y creciente costo de la atención médica y de la educación universitaria; la precariedad laboral; la insuficiencia de los salarios de muchos norteamericanos para cubrir el costo de la vida; la desigualdad social en aumento y la concentración de la riqueza en pocas manos; el consumo de drogas, que convierte a los Estados Unidos en el mayor mercado de narcóticos del mundo; las matanzas con armas de fuego que ocurren con una frecuencia espantosa e inadmisible. Esos son los males que Trump, como presidente, debería estar combatiendo. Pero no lo hace, porque la solución real de esos problemas iría en contra de su ideología y de la ideología del Partido Republicano al que pertenece, siempre decidido a favorecer a los ricos a expensas del resto de la sociedad. Ni el partido ni el mandatario están dispuestos, por ejemplo, a lograr que la educación superior y la atención médica sean gratuitas, pagadas por los impuestos, un objetivo que muchos norteamericanos desean pero que la clase dirigente les niega constantemente.

Tampoco están dispuestos a reducir las matanzas indiscriminadas de la única manera efectiva: controlando la venta y la posesión de las armas de fuego, derogando una Segunda Enmienda constitucional obsoleta y mal interpretada, y cerrando las puertas del Congreso a la influencia de la Asociación Nacional del Rifle, la división de propaganda de los vendedores de armas.

En vez de tomar las medidas que la situación actual en Norteamérica exige, el presidente y sus seguidores han convertido a la inmigración en el chivo expiatorio. Eso sí: los inmigrantes a los que quieren negar la entrada y a los que acusan de criminales y, en el mejor de los casos, de parásitos que vienen en busca de prestaciones sociales, son los del sur, la gente humilde que llega por la frontera del río Grande, no los multimillonarios que arriban en avión a comprar propiedades de lujo en Miami y en Manhattan, y cuyas riquezas son en no pocos casos fortunas malhabidas. Esos no le importan a Trump, ni a su secretario de Justicia, Jeff Sessions, ni a los millones de racistas que apoyan y aplauden las políticas discriminatorias de la Casa Blanca. La norma de tolerancia cero –que despiadadamente ha separado en la frontera a miles de niños de sus padres inmigrantes– está dirigida contra los pobres.

El poema El nuevo coloso, de Emma Lazarus, grabado en una placa de bronce colocada en la Estatua de la Libertad, ha sido desde fines del siglo XIX un símbolo de la nación generosa que abre sus puertas a los angustiados y los perseguidos: “Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad”, pide el poema.

Pero la actitud antiinmigrante de Trump y los suyos contradice el mensaje solidario de Lazarus y echa por tierra la arraigada imagen de los Estados Unidos como un faro de esperanza. Trump y sus seguidores quieren convertir a la nación en otro país, irreconocible y egoísta, y solo les falta quitar la placa de la Estatua de la Libertad.

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