Search
Close this search box.

#ElAlmaPorElPie: El testigo del derrumbe. Naief Yeyha, Las cenizas y las cosas.

Poco importa si Niarf Yahamadi, protagonista renuente de Las cenizas y las cosas, es el alter ego, la voz de la conciencia o un personaje surgido de la imaginación del escritor, ensayista y periodista cultural Naief Yeyha, mexicano de origen y afincado en Brooklyn, Nueva York, desde hace muchos años. En estas páginas, estamos lejos de la llamada “literatura del yo” o ejercicios patéticos de autoayuda disfrazados de novela. Lo que plantea Yeyha en su último libro es la historia de un derrumbe.

“Me avisaron por correo electrónico que querían bautizar un auditorio con mi nombre”. Ese inicio condensa, por un lado, las temáticas de la novela y, por el otro, las obsesiones de Yeyha, un perpetuo francotirador del absurdo, que encuentra en las miserias humanas sus mejores blancos. Allí está la tecnología contemporánea y su influjo comunicativo, pleno de velocidad y de escasa claridad; las pequeñeces del mundo cultural y literario; la ansiedad existencial.

Las cenizas y las cosas narra las “peripecias” de Niarf Yahamadi, escritor de origen iraní, nacionalidad mexicana y residencia neoyorquina (cualquier parecido con el propio Yeyha es y no es coincidencia). Yahamadi recibe ese mensaje inesperado que impulsa no sólo la trama de la novela sino también su derrotero existencial. La licenciada Guadalupe Fritz-Romo, directora de la Academia Cuauhtémoc del pueblo de San Ismael, México, le informa de la intención de premiar su trayectoria literaria poniéndole su nombre a un salón. Dice el narrador-protagonista: “El mensaje no podía ser más que un chiste de mal gusto, una nueva estafa de internet. Pensé olvidarme del asunto. Las posibilidades de ridiculizarme a mí mismo eran enormes. Sin embargo, no pude sacarme de la cabeza la invitación, el tono provinciano y almibarado, la tiesa y torpe adulación que mientras más leía me parecía más legítima”. Este es el estilo de Yeyha, cuya prosa rápida, aguda, descarta el retoricismo y apuesta en cambio a la mirada casi —pero sólo casi— cínica, a la des-articulación no sólo de valores culturales sino también de lo que constituye su propio ser y su propia identidad. El yin y el yang, sí, pero nunca en armonía.

Por supuesto, Yahamadi acepta. Por supuesto, todo va, como diría Rulfo, de mal en peor. Antes de llegar a San Ismael, Yeyha nos cuenta la historia del personaje, un ser atribulado, migrante, inseguro pero con una capacidad casi dolorosa de reflexión y de auto-cuestionamiento. Hay muchas posibles entradas de lectura a este texto: los tejidos enmarañados del exilio y la migración; el espectáculo de las múltiples culturas en perpetuo desacuerdo; el paseo polisémico por la geografía urbana y cultural de Nueva York; la mirada descarnada hacia los estereotipos nacionales y regionales; las desavenencias en tono de humor negro entre “primer” y “tercer” mundo; las relaciones del protagonista con las mujeres, siempre plenas de malentendidos y sinsabores; el ejercicio de la escritura, incluida la metaficción, una tarea inútil pero también inevitable.

Pero hay tres que parecen conformar la columna vertebral del relato.

El tema del fracaso en torno a la vida del artista permea la obra de Yeyha —no es la primera vez que le toma el pulso a la vida literaria, como lo demuestra su cuento “El continente de los elogios”— y esta novela no es la excepción. Aquí el contexto es primordial, ya que para el narrador que reside en los Estados Unidos, “mis perspectivas como escritor hispanoparlante se limitaban en gran medida a redactar comerciales para cucarachicidas y pomadas para combatir los hongos de las uñas”. El español como lengua marginada y marginal —“era como escribir en una lengua muerta”—es un asunto central para un protagonista que siente que no puede asirse ni a su pasada herencia cultural ni a su presente de aislamiento. Sólo, parece, le queda el futuro de la invitación y la indeclinable escritura que siempre oscila entre el fervor casi sublime —“la literatura se volvió mi obsesión contra toda lógica o razón”— y el patetismo rastrero —“Me gusta imaginar una cultura … en que los autores fueran insultados por caer en lugares comunes, por no enfrentarse valientemente a los lectores… Lo único que cuenta es la promoción de la necedad… Pero cuidado: como tantos otros, estoy seguro de que cambiaría esas conmovedoras  y santurronas certezas si de pronto mis libros se vendiera por decenas de millares…”. En varios pasajes del libro, la labor escrituraria asoma su cabeza y son imperdibles, por un lado,  el episodio de la visita de Yahamadi al programa de televisión Recorridos de lo intangible; por otro, el proceso que se transforma en la hazaña de ser publicado en el New Yorker y, finalmente, el inicio jocoso de la novela que leemos, cuando en un viaje de avión infernal, un pasajero andrajoso pide, como quien pide agua, papel y lápiz.

Una de las aristas más interesantes del libro es que, bajo su apariencia de novela migrante y desarraigada, es una novela profundamente mexicana en su humor negro y sin concesiones. Si bien algunos sectores de la vida de Yahamadi tiene un valor cultural importante —la relación con Pris; el affair del bebé chino— pero no agregan espesor a la trama, la parte de San Ismael es imperdible. “México no es algo que se pueda dejar a voluntad; es como una adicción, como el herpes, como un mal crónico e incurable”, dice el narrador. La manera en que los habitantes del pueblo responden al visitante deja ver a las claras la crítica pero también el apego de Yehya por ciertas idiosincrasias de su país de origen: la amabilidad en la superficie, el recelo, el moralismo. La escena inicial donde Yahamadi busca el Instituto Cuauhtémoc —y no la “Academia”— es digna de un Beckett a la mexicana. El taxista zanja la discusión: “A lo mejor de allá de donde es usted es diferente, pero aquí las cosas se llaman como se llaman”.

Por último, para destacar es la atmósfera pos-apocalíptica que impregna el libro. A su manera, tanto San Ismael como Nueva York son fantasmagóricos en Las cenizas y las cosas. En el pueblo mexicano hay un volcán a punto de hacer erupción, pero nadie sabe nada sobre el asunto cuando Yahamadi pregunta, o así parece. Luego de una serie de desventuras en hoteles y restaurantes, el protagonista despierta a un “mundo muerto”, título de una de las secciones del libro. “Al atravesar la puerta descubrí que lo que cubría el piso no era nieve, sino un extraño polvo blanco, casi gris. Lo toqué y mis manos quedaron manchadas”. Las cenizas que cubren San Ismael parecen extenderse y componer una sinfonía catastrófica ya que, al regresar el escritor a Nueva York, sucede al atentado del septiembre del 2001 y la caída de las torres (incidentalmente, ya va siendo tiempo de examinar la literatura producida en español sobre este hecho histórico y su efecto estético-cultural). Así describe el narrador en este momento de la novela: “The Pile, o la pila, como la llamarían más tarde a la demencial montaña de escombros que había quedado en lugar de las torres, era una pira humeante y aterradora, la boca del infierno con los dientes rotos, un pasaje a otra dimensión que se había abierto en pleno Manhattan”. En ese pasaje, cuando nos demoramos en el espectáculo digno de la ciencia ficción, la novela toma un giro hacia un thriller y el final es abrupto, pero adecuado. El protagonista desaparece.

No sorprende que en Las cenizas y las cosas la metáfora o figura clave sea el derrumbe: del pueblo de San Ismael en México, de las torres, de la vida sentimental del protagonista, de sus sueños de grandeza literaria y, finalmente, de su propio ser. Consecuente hasta las últimas palabras, Yehya mira de frente el mundo y no cierra los ojos.

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit