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El lápiz de Adrián Iaies

Se levanta de la cama. Mira por la ventana la ciudad recién despierta. Las altas columnas interminables que se atornillan en un laberinto de cemento, calor y humedad, estiran su rostro multiforme y se parecen a una pintura de Xul Solar.

Adrián se acerca al piano. Lo mira. El negro reluciente es astillado por las leves partículas  naranjas que entran por las rendijas de la ventana. El vidrio oscurece la luz y el aire azul se mezcla con el naranja de la mañana perezosa.

Adrián está relajado. Toma la caja rectangular de lápices alemanes. Saca uno, amarillo y negro. Tiene una mina blanda y gruesa. Es un 2B. Lo estira en el aire azul y lo mira, como si en la punta se iniciara la melodía. Lo repasa con los ojos: es una sutil arma inmaterial.

Roza la punta con el dedo. Y lo coloca al costado del piano.

El lápiz tiene memoria. Guarda una partitura invisible.

Adrián abre las manos y ensaya un ademán en el aire quieto: las suaves partículas lanzan una mínima sombra en las teclas blancas y negras. El aire empieza a entibiarse.

Afuera, en la ciudad agitada, estallan los escapes roncos.

Adrián asienta su mano derecha en una tecla blanca y un suspiro irrefutable acaricia el aire. Suena un sonido lento. Una melodía incipiente le roza la mente.

Apoya la otra mano. La imperceptible aspereza de las teclas acaricia sus dedos. Y la música se dispersa como las olas marrones y fugaces del río de La Plata.

Se detiene. Toma el lápiz alemán y esboza una figura en el papel blanco y vacío. Es la primera nota. Es el inicio del viento, de las olas, de la furia del futuro. Nadie lo sabe. Ni siquiera él mismo. Es la música que no ha escuchado nunca. Es la música del futuro.

Adrián vuelve con sus manos al cuerpo. Las levanta. Las apoya en la superficie tersa y áspera de las teclas. Retoma la melodía y avanza como un mar. Y escribe unas notas con la pasión de un pintor.

Durante dos horas, las manos dibujan una catarata ordenada: ascienden y descienden en una montaña impredecible.

Después, Adrián toca la última nota, la que tiene en su mente.

Y se detiene.

Los autos, presurosos, astillan la avenida.

Adrián levanta el lápiz alemán, amarillo y negro, y lo mira. Lo estudia. El lápiz es su memoria. Luego lo deja, por un momento, en un costado.

El mundo es real. El piano ya no es el mismo.

Y él tampoco.

 

 

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