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El gangster feroz, el buen samaritano, el esposo feliz

Deirdre Bair sobre Al Capone


En junio de 1895 el matrimonio formado por Gabriele y Teresa Capone llegó a Estados Unidos. Provenían de un pueblo de las afueras de Nápoles, y traían consigo a sus dos primeros hijos, Vincenzo, de tres años, y Raffaele, de diecisiete meses, y el denodado empeño de establecerse con éxito en la tierra de todas las promesas. Gabriele no solo desembarcó con un oficio a cuestas (era panadero, aunque al poco de llegar tuvo que ganarse la vida como peluquero), sino que cargaba un tesoro de alguna manera extraño para aquellos tiempos: sabía leer y escribir.

Pronto se instalaron en Brooklyn, primero en las zonas más periféricas, pero fueron cambiando de lugar hasta afincarse en un barrio trabajador, donde la mezcla de nacionalidades no provocaba problemas en la convivencia y los inmigrantes se respetaban entre sí, sin importar el país de donde fueran oriundos. Allí nacieron sus otros seis hijos, el primero de ellos en 1899, quien fue bautizado Alphonse y a quien toda la familia llamaría Al. “Con diez o doce años pasaba por un joven de dieciséis o dieciocho”, escribe Deirdre Bair, la autora de Al Capone. Su vida, su legado y su leyenda. “Al igual que sus hermanos, era más alto que la mayoría de los italianos y de adulto, según quien lo dijese, medía un metro setenta y cinco o cerca de un metro ochenta. Cuando estaba en la flor de la edad pesaba más de cien kilos, alrededor de ciento quince, pero como era muy musculoso, llevaba bien el sobrepeso”.

En plena adolescencia Al conoció a Johnny Torrio, un italiano que manejaba una pequeña organización encargada de extorsiones a comerciantes, y que administraba los ingresos de una red de garitos y prostíbulos en Brooklyn. No tardó mucho para que se incorporara a la misma y se convirtiera en uno de los miembros preferidos del líder, y cuando este marchó a ampliar sus negocios a Chicago, lo encomendó a otro capo, el calabrés Frankie Yale. Trabajando en uno de los tantos tugurios de Yale y tras piropear a una muchacha, Al recibió tres tajos en la cara, cargando desde entonces con su célebre apodo, Scarface (Caracortada), y con el inútil esfuerzo por disimular las cicatrices de su mejilla izquierda.

El nuevo Rockefeller

Pendenciero, mujeriego empedernido, Al conoció a Mary Josephine Coughlin, a quien todos llamaban Mae, cuando trabajaba como operario en una fábrica de cajas de cartón y ella se desempeñaba como administrativa en el mismo lugar. Era una guapa chica irlandesa, de pelo rubio y ojos verdes…”, la describe Bair, y la muchacha se enamoró perdidamente. Al poco tiempo quedó embarazada y a fines de 1918 nació Albert Francis Capone (Sonny), único hijo de la pareja, quien soportó desde bebé y hasta bien entrada su adolescencia serios problemas de salud: Al le había contagiado sífilis a Mae y si bien ella nunca desarrolló síntomas, le había transmitido la enfermedad al niño.

Al poco tiempo Al viajó a Chicago y se incorporó a la nueva organización de Torrio, quien tras asesinar a su cuñado (Giacomo Big Jim Colosimo) se había apoderado de la mayor red de prostíbulos de la ciudad y, aprovechando la recién promulgada Ley Seca, de la masiva distribución de bebidas alcohólicas. En 1925 tres hombres de un grupo rival, la llamada Banda del Lado Norte, entre los que estaba Bugs Moran, atentaron contra Torrio, quien salvó su vida de milagro. Con algo más de cuarenta años de edad y una fortuna considerable, este decidió retirarse de sus negocios y dejar en su cargo a Capone, su más fiel y capacitado lugarteniente.

En poco más de cinco años Capone se hizo con una fabulosa fortuna, tan abultada que un periodista de la época escribió que era algo así como “el Rockefeller de unos 20.000 puntos de abastecimiento antiprohibicionista”, al mando de cerca de mil hombres. Cuando cumplió 27 años, los ingresos brutos de lo que ya se conocía como la Organización, “procedentes de las extorsiones y la prostitución se estimaban, calculando por lo bajo, en 105 millones de dólares al año (aproximadamente 1.377 millones de 2015)”. Y apenas cumplidos los treinta, su patrimonio alcanzaba los 550 millones de dólares actuales. Pero si de redondear cifras se trata, es inevitable el siguiente dato obtenido de una consultora de la época: “entre 1920 y 1930 hubo alrededor de 700 muertes relacionadas con las bandas”, y se creía que Capone era el responsable “directa o indirectamente” de unas doscientas.

Apenas pisar Chicago, Al demostró no solo su capacidad de mando y sus agallas para enfrentarse a cualquier enemigo que se cruzara en su camino, sino también su inigualable habilidad para darle a la Organización una estructura financiera de primer orden, que se regía con las mismas estrategias del capitalismo más salvaje y eficaz. Y simultáneamente, también había reunido a su familia en una enorme casa donde convivían su esposa, su hijo, su madre (el padre había fallecido en 1919) y sus hermanos menores, aunque por lo general él permanecía escondido en uno y otro aguantadero, poniéndose a salvo de las permanentes amenazas de las bandas rivales.

Sangriento San Valentín

Extrovertido, manirroto, ampuloso en su indumentaria (gustaba vestir trajes amarillos o verdes, usar varios anillos, llevar un cinturón con hebilla de diamantes), Al se convirtió, más allá de todas las sospechas que caían sobre sus brutales prácticas, en una suerte de héroe popular, uno de los personajes más conocidos y solicitados por la prensa de todo Estados Unidos. Saludado por amplias franjas de la población que veían en sus permanentes desafíos a la Justicia y a la policía una suerte de revancha de las infamias de un sistema que caminaba hacia la peor crisis de su historia (el Crac del 29 o Gran Depresión), vivió su efímero esplendor con toda intensidad, siempre rodeado de mujeres, guardaespaldas y matones de toda calaña.

En marzo de 1928, tratando de poner distancia de los riesgos cada vez mayores de su actividad, compró una fastuosa residencia en Palm Island, en la Biscayne Bay de Miami Beach, Florida, con treinta metros de costa de su exclusiva propiedad donde amarraba su lancha a motor y su yate de diez metros de eslora. Primero instaló a Mae y a Sonny, pero pronto el resto de su familia comenzó a pasar largas temporadas. Desde allí planeó una de sus operaciones más sanguinarias intentando acabar con la vida de su archienemigo Bugs Moran, que tuvo lugar el 14 de febrero de 1929 y que se conocería como la Masacre de San Valentín.

Ese día, algunos de sus sicarios disfrazados de policías tendieron una trampa a siete hombres de la Banda del Lado Norte, los hicieron colocar contra una pared y los acribillaron brutalmente, pero Moran no estaba entre ellos. Esta matanza y el asesinato de Jack Lingley, un periodista del Chicago Tribune en un principio favorito de Capone, “pero años después ejecutado muy probablemente por orden suya, por rebasar los límites de lo que Capone quería que se supiera de él y de la Organización”, causaron tal impacto en la opinión pública que la inicial corriente de simpatía volcada sobre el también llamado Enemigo Público nº 1, empezó a decaer precipitadamente. Y entre tanto, los principales empresarios de Chicago comenzaron a financiar una serie de investigaciones sobre las actividades de quien se había convertido en un inescrupuloso competidor que jamás había pagado un dólar de impuestos.

El otro enemigo

Sin poder ser acusados de ningún delito de sangre por falta de pruebas, los primeros en caer por evasión fiscal fueron los cuatro lugartenientes de Capone: su hermano mayor Ralph, los hermanos Jake y Harry Guzik y el también famoso Frank Nitti. A su vez, Frank J. Wilson, un agente de la Oficina de Rentas Internas del Departamento del Tesoro, planificaba hasta en sus menores detalles una estrategia para acusar a Capone del mismo delito, proceso que le llevaría meses y que recién obligó al capo mafioso a presentarse ante un tribunal a fines de 1931. El 24 de octubre de ese año el severísimo juez James Wilkerson, tras una muy torpe actuación de los abogados defensores, libró sentencia y condenó a Capone a once años de prisión, que empezaría a cumplir en una cárcel de Chicago. En mayo de 1932 fue enviado a la penitenciaría federal de Atlanta, considerada hasta entonces la más rigurosa y segura del país, y cuando a mediados de 1934 se inauguró el siniestro penal de Alcatraz (la Roca) en la bahía de San Francisco, formó parte del primer grupo de presos en ser trasladados, ocupando con otros siete reclusos la celda número 181.

Para entonces, otro enemigo de Capone, acaso el más feroz de todos los que había enfrentado, comenzó a manifestarse lentamente. Apenas llegado a Atlanta, y tras unos exámenes médicos de rutina, la prueba de Wasserman dio positiva y se le diagnosticó “sífilis del sistema nervioso central”, lo que habría de explicar que su coeficiente intelectual fuera el de un muchacho de quince años, y también sus ocasionales arrebatos y su mala conducta en la cárcel. Cuando llegó a Alcatraz, y tras ser tratado con métodos comprobadamente ineficaces (terapia de bismuto y paludismo inducido para que las altas fiebres combatieran la bacteria), ya había comenzado a tener delirios esporádicos y su carácter se volvió cada vez más irritable.

En los siete años que estuvo en la Roca, Capone bajó veinte kilos, fue atacado con tijeras, tuvo largas crisis que lo llevaron a estar meses internado en el hospital de la cárcel, fue aumentando sus estados confusionales, sufrió delirios de grandeza que lo llevaban a dialogar con Dios y los ángeles, tenía dificultades para hablar y caminar, y aun así escribió casi a diario sus cartas a Mae, y leyó con fruición las que ella le enviaba. Finalmente, el 16 de noviembre de 1939 fue llevado a una cárcel de Pensilvania, donde se tramitaron los papeles para su libertad. Tras semanas de atención hospitalaria, pudo regresar a Palm Island, donde fue recobrando su lucidez y sus desvaríos se fueron espaciando, aunque nunca lo abandonaron. Un derrame cerebral acabó con su vida el 25 de enero de 1947, ya lejos de su perdido imperio, con la edad mental de un niño y no siendo más que una sombra de aquel feroz homicida que había asolado las calles de Chicago.

Diez versiones diferentes

Profesora de literatura comparada, conferencista a favor de los derechos de la mujer, Deirdre Bair nació en 1935 y se ha especializado en el género biográfico. Ha escrito libros sobre Anaïs Nin, Simone de Beauvoir, Carl G. Jung y Samuel Beckett (con el que obtuvo el National Book Award), y también es autora de Calling it Quits: Late-life Divorce and Starting Over, en el que aborda el tema del divorcio a avanzada edad. Bair se cruzó por casualidad con un descendiente de Al Capone y le planteó a su editora, Nan Talese, la idea de escribir una nueva biografía. Tiempo después mantuvo una reunión en Chicago con una treintena de personas que llevaban el apellido del gánster y poco a poco fue accediendo a sus descendientes.

Un sinnúmero de testimonios le permitieron armar una historia lo más aproximada posible a la vida real de Capone, lejos de las incontables leyendas tejidas a favor y en contra, y a las noticias que fue encontrando en la prensa de la época (“Comparé todos los artículos y descubrí que si diez reporteros cubrían algo, ¡había diez versiones diferentes! Así que en muchos casos confié en la memoria de la familia”, dijo Bair en un reciente reportaje). Tras cuatro años de trabajo pudo descubrir un entramado de vínculos que esas mismas leyendas habían ocultado durante casi setenta años (“Él no era solo un asesino despiadado y de sangre fría; él era realmente un padre amoroso, y totalmente enamorado de su esposa mientras tenía una amante tras otra”), y que le ayudaron a construir un perfil más completo y veraz.

En privado, considero una tragedia que Al Capone no haya tenido la oportunidad de tener éxito en un negocio legítimo, porque era brillante”, sostiene Bair, acaso algo hechizada por su protagonista, aunque eso es justamente lo que hace distinta a esta obra que en momento alguno cae en los lugares comunes que siempre nos aproximaron a Capone. Bair también desmitifica figuras como la de Eliot Ness, un agente del Tesoro que tuvo una actuación menor en la lucha contra la mafia pero que fue largamente glorificado por la televisión y el cine.

Para los especializados en el género, el libro dedica casi cien páginas a notas e índice analítico, dando cuenta de la exhaustiva labor de la autora. Para quienes quieran acercarse a una historia apasionante, narrada con un lenguaje ameno y preciso, este también es el título indicado.

Al Capone. Su vida, su legado y su leyenda, de Deirdre Bair, editorial Anagrama, Barcelona, 2018, 538 páginas.

 

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